Y dejándome archivado bajo aquel diminutivo, proferido con deliciosa blandura caribeña, retornó a su ordenador. No importaba. Ahora que ya estaba dentro, podía cambiar tranquilamente de táctica.
– Le agradecería que tomase el libro -le rogué-. He venido desde Madrid.
– Pero imagino que no vino sólo para esto -dedujo, sin apartar la vista de su ordenador-. Allí en España tienen ustedes correo, ¿o no?
– Allí no podía comprar sellos americanos para franquear el sobre de vuelta.
Melisa Chaves se rió.
– Claro, todo un problema. Nunca se me ocurrió. Haber metido diez dólares. Anyway, ahora sí puede comprar sellos americanos. Hay una oficina de correos muy cerca de aquí, pregunte al portero del edificio.
Cuidadosamente, deposité mi libro sobre su mesa rebosante de papeles, algunos ya amarillos. Melisa Chaves no era una mujer pulcra.
– Se lo dejo. Lee lo que quiera y si no le gusta lo tira. Yo tengo más.
– Está bien, haga como le parezca -transigió, perdiendo la paciencia-. Y ahora váyase. Lo del servicio de seguridad lo dije en serio. No me tome por una antipática, pero no me gusta que me organicen entrevistas contra mi voluntad.
Hice ademán de marcharme. Pero antes de volver a cerrar su puerta retrocedí y admití:
– En realidad, tiene usted razón.
– ¿Qué?
– No he venido sólo a traerle mi novela.
Esta vez tomé asiento, aunque ella no me había invitado. Súbitamente, su rostro se llenó de furor y echó mano al teléfono. Mientras ella descolgaba el auricular, puse un dedo sobre el interruptor del aparato, cortando la comunicación.
– Sólo le pido cinco minutos. Cinco minutos y ya no me ve nunca más el pelo -prometí-. Más rápido que el guardia. ¿Le suena este libro?
Le mostré el libro de Dalmau. Melisa Chaves se serenó para admitir, con notoria desgana:
– Claro que me suena. ¿Qué pasa con él?
– Sólo quiero una pequeña información. Me gustaría ponerme en contacto con el autor.
– Esto no es una agencia.
– No le pido nada más que me diga a dónde puedo escribirle.
– ¿De verdad cree que me dedico a dar información sobre nuestros autores al primero que viene a pedirla? Usted podría ser enemigo suyo, o una especie de admirador loco, lo que sería todavía peor.
– No soy ninguna de las dos cosas -aseveré-. Tengo mucho interés en conocerle, pero por una razón inofensiva. Estoy escribiendo una tesis sobre escritores españoles exiliados y sobre la influencia del exilio en sus obras. De España ha tenido que irse mucha gente en los dos últimos siglos, por una u otra causa, pero cuando supe del libro de Dalmau me impresionó. En España nadie está al tanto de su existencia.
Este breve discurso la amansó, o creyó de pronto que no era aquélla la mejor forma de reaccionar. Sin la dureza de un minuto antes, se disculpó:
– Desgraciadamente, no puedo ayudarle. No conozco a Manuel Dalmau.
– Alguna relación habrá tenido, si le ha editado.
Melisa Chaves se reclinó en su sillón.
– No le miento. Todo lo que tengo de él es un apartado de correos y un número de cuenta bancaria, donde le transferimos periódicamente sus royalties. No son grandes sumas, si es que lo intriga a usted el detalle.
– Pero, ¿está vivo?
– No lo sé, es decir, podría no estarlo, si alguien se las arregla para mantener abierta su cuenta y paga su apartado. Hace un año que no recibo noticias suyas. Tampoco esperaba ninguna. Siempre le liquidamos puntualmente y justificamos las ventas de forma razonable.
La mujer me desarmaba por el sencillo procedimiento de darme todos los antecedentes, o gracias a un embuste bien tramado y endosado con soltura. Fuera lo que fuese, le constaba que tendría que conformarme y disfrutaba con mi zozobra.
– ¿Y no podría facilitarme ese apartado de correos? -resistí aún.
– No -se plantó, sin misericordia.
– Al menos dígame, ¿es un apartado de Nueva York?
– No. Creo que esto es todo, señor. Ya que no me deja llamar por teléfono, me voy a ver obligada a gritar.
– No se moleste -dije, mientras me levantaba-. Gracias por recibirme.
– De nada.
Antes de que yo terminase de salir de su despacho, a Melisa Chaves debió asaltarle una duda, nada importante, apenas lo justo para no despedirme tan destempladamente. Me llamó:
– Señor Moncada.
– ¿Sí?
– Leeré su libro. A ver si así lo entiendo -dijo, encogiéndose de hombros.
– Mi libro no explica nada. Es una novela -la defraudé, por anticipado.
Unos segundos después volví a pasar frente a la recepcionista. En ese instante no estaba atendiendo el teléfono y se me quedó mirando con una especie de rencor, pero no me dirigió la palabra. Era una chica pelirroja, de ésas con blusa blanca y chaleco negro y muchos abalorios. Confié en que mi insolencia no le trajera problemas.
6.
Después de mi entrevista con Melisa Chaves, y todavía sin poder atisbar si lo que me había contado era cierto o una patraña presurosamente inventada, algo se me quedó dando vueltas por el cerebro. Ella había negado que el apartado de correos a través del que se relacionaba con Dalmau fuera de Nueva York. Sin embargo, entre los pocos datos que ofrecía la sucinta nota biográfica que había al final del libro figuraba que Dalmau vivía jubilado en Nueva York. Podía ser un indicio de la falsedad de Melisa Chaves, o quizá lo falso era el dato, introducido a instancias del propio Dalmau para despistar sobre su verdadero paradero. En todo caso, lo único que sacaba en limpio de mis inquisiciones era la resistencia de Dalmau a dejarse encontrar. Los motivos que pudiera tener para ella eran un nuevo estímulo para la búsqueda.
Sin embargo, estaba en una encrucijada poco apetecible. Si Melisa Chaves podía proporcionarme más información, había de ser mediante el recurso a métodos para los que no estaba adiestrado como convenía, por ejemplo infiltrarme en su despacho y saquear sus archivos. Y si renunciaba a este cauce, no veía por dónde seguir. En ésas estaba, comenzando a acariciar la posibilidad de ir algún día al edificio de la calle 50 a la hora de salida de las oficinas, cuando se me brindó una alternativa feliz. Una tarde, en el apartamento de Gus, necesitamos de pronto el número de teléfono de alguien.
– ¿Tienes guías? -pregunté.
– No, ni falta que hace.
Gus se sentó frente a su ordenador y menos de un minuto después estaba en algún lugar de la red donde se podía conseguir cualquier teléfono de Estados Unidos. Esa misma noche, en mi apartamento, me conecté con aquella base de datos y tecleé el apellido que no había visto en ninguna guía telefónica de Nueva York.
Tardó una fracción de segundo en aparecer: Dalmau, M. Casi se me detuvo el corazón. La base de datos facilitaba un número y junto a él una dirección de Milwaukee, Wisconsin. Anoté ambos con los dedos temblándome de nerviosismo. ¿Así de fácil era penetrar a través de las barreras que él había levantado? No podía creerlo.
No llamé a aquel número hasta el día siguiente, a mediodía. No quería sorprender a Dalmau a una hora intempestiva y estropearlo todo nada más empezar. La gente mayor se acuesta temprano. Mientras pensaba estas cosas, seguía sin hacerme a la idea de que al otro lado de la línea que podía tender en cualquier momento, con sólo recorrer aquellas cifras en el cuadro de teclas de mi teléfono, estaría Manuel Dalmau, el exiliado de noventa y cinco años que había escrito Lejanos.
La primera vez que marqué comunicaba la línea. La segunda, cinco minutos más tarde, también. Una hora, y dos, y hasta cinco después, seguía comunicando. Finalmente llamé a la compañía telefónica. Una de esas americanas zumbonas, que parecen dudar de la capacidad mental de uno cada vez que rematan con un sir sus frases, me suministró al cabo de algunas comprobaciones una explicación más que consistente para el enojoso fenómeno: