Esta casa era gris, con molduras de color blanco sucio. Y al apretar el botón del timbre sí sonó algo. La puerta se abrió y tras ella apareció una mujer de mediana edad, bastante escuálida y pecosa, que me estudió con cierta reticencia, aunque sin arredrarse.
– ¿Qué desea?
– Busco al señor Dalmau.
– Mala suerte. El señor Dalmau murió hace tres semanas.
La noticia me dejó anonadado. Aunque el hombre de Milwaukee me había dicho que Dalmau estaba enfermo y había insinuado la posibilidad del desenlace, seguramente estaba más preparado para no encontrarle que para encontrar su tumba. Debí parecer muy afectado, porque la mujer se sintió obligada a pedir excusas.
– Lo siento. ¿Está usted bien?
– Sí.
– Verá, yo sólo era su casera -se justificó-. Le alquilé una habitación en el piso de arriba, pero apenas vivió aquí un par de semanas. Estaba muy enfermo y en seguida lo llevaron al hospital. ¿Le conocía usted mucho?
Por no pensar, y aunque ya no le calculaba utilidad alguna, tiré de la historia que había ingeniado para dar un aire verosímil e inocuo a mis pesquisas.
– No le conocía nada, en realidad. Soy del consulado español. Trataba de localizarlo para un asunto de su interés, en España.
– Ya veo. Todo lo que puedo hacer es darle una tarjeta de su hermana. Vino por aquí cuando le hospitalizaron. Se ocupó luego del entierro. Vive en Madison, ya sabe, la capital del estado.
– ¿Su hermana? No nos consta que el señor Dalmau tuviera una hermana en Wisconsin -improvisé.
– Eso dijo que era. Una mujer de unos cincuenta, algo mayor que él, y también más elegante.
Cuidé de reservarme a partir de ahí mis pensamientos, hasta que tuve en mis manos la tarjeta. Con ella bien guardada en la cartera fui al cementerio, y allí di con la tumba. Era una lápida simple, aunque terminada con esmero. Después de leer la inscripción que había sobre aquella lápida estuve caminando durante un buen rato a orillas del lago, por una playa de arena clara con embarcaderos, cabañas y un faro en miniatura (a veces, aunque no es corriente, también hay naufragios en aquellas aguas sin sal). Ante el horizonte de acero del inmenso y frío lago Michigan traté de adivinar, en vano, qué podía haber llevado a morir allí a Matthew Dalmau, hermano de Sue e hijo de Manuel, quienes, en español, no le olvidaban.
7.
Sue Fromsett, de acuerdo con la tarjeta que me había dado la mujer de Kenosha, nada obsesionada por conservarla, vivía sobre una de las pequeñas elevaciones que hay a las afueras de Madison. La ciudad, aparte de capital administrativa del estado, como atestigua su capitolio preceptivamente algo más pequeño que el de Washington, es un renombrado centro universitario. La universidad de Wisconsin en Madison es pública y más bien liberal, en el satánico sentido de la palabra que emplean los agitadores radiofónicos estadounidenses. Uno de ellos solía referirse a la ciudad como The People's Republic of Madison, lo que sin duda era una interesada exageración. En realidad se trata de una urbe pequeña y pacífica cuya vida gira en torno de la universidad y de la administración estatal y que se asoma al espejo, gran parte del año helado, del recogido lago Monona.
Salí hacia Madison por la mañana, después de dormir en un motel de carretera próximo a Kenosha. El viaje, aun a velocidad legal, no duró mucho, y antes del mediodía surgía ante mis ojos la cúpula del capitolio y la superficie del lago, bastante irregular y delimitada por espesas masas de árboles en toda su extensión. Para llegar hasta la zona donde vivía Sue Fromsett, aunque alguien avezado habría sabido cómo evitarlo, tuve que atravesar la ciudad. En algún momento me extravié y me vi costeando el lago entre los edificios universitarios, rodeado de estudiantes que se dirigían a clase o a los muelles donde había atracadas multitud de pequeñas embarcaciones a vela, uno de los alicientes de estudiar allí. Alguien me explicó cómo salir del atolladero y siguiendo sus indicaciones logré llegar a una vía recta que pasaba entre los campos de deportes de la universidad y conducía a mi destino. Una vez en la urbanización la tarea se complicaba, porque las calles eran pequeñas y llenas de revueltas y las casas estaban desperdigadas por las laderas cubiertas de árboles. El tamaño y la abundancia de éstos me recordó que aquel estado, aunque se disputaba el honor con Minnesota, era la patria legendaria de Paul Bunyan, que se había ganado el sustento y la posteridad derribando un número fantástico de aquellos troncos con su hacha.
Sue Fromsett vivía en una casa de respetable tamaño y sólida construcción, quizá mejor que otras casas de las proximidades. Tenía una entrada limpia y despejada y espacio para aparcar seis o siete coches. Sólo había uno, un jeep de color metalizado. En un principio pensé dejar el coche en la calle, sin entrar en el área privada de la casa, pero en aquella parte de Estados Unidos no suele haber verjas que impidan el paso y creí que estorbaría menos si lo estacionaba discretamente en el espacio destinado al efecto.
La puerta estaba entreabierta y se oía música en el interior. Toqué el timbre, que sonó algo estridente. Al cabo de medio minuto apareció en el umbral una mujer de pelo entre rubio y cano, aunque no demasiado mayor, con unas gafas grandes sobre la punta de la nariz y un cordón anudado al extremo de las patillas, para colgarlas del cuello. Me miró con naturalidad y me saludó amablemente:
– Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle?
– ¿Sue Fromsett?
– Sí.
Por si podía hacerle algún efecto especial, le hablé en españoclass="underline"
– Me llamo Hugo Moncada. Vengo de Madrid y estoy buscando a su padre.
Sue Fromsett perdió su espontaneidad y se quedó callada durante un segundo. A continuación, meneando la cabeza y con un arrastrado castellano, dijo:
– ¿De Madrid? ¿Y para qué quiere ver a mi padre?
– Estoy haciendo una tesis sobre su novela Lejanos.
Mi interlocutora mudó en un momento de la desconfianza al estupor y de éste a una restauración de su deferencia inicial.
– Vaya -comentó, sonriendo-, no creo que a mi padre le pasara nunca por la cabeza que alguien pudiera hacer una tesis sobre su novela. Pero perdóneme, le tengo ahí de pie. Ya que viene de tan lejos al menos debería invitarle a entrar. Pase, si quiere.
Quise y Sue me llevó hasta el salón, una espaciosa y confortable estancia en tres o cuatro alturas enteramente revestida de madera color miel. Me ofreció asiento junto a la mesa donde debía estar ella a mi llegada, sobre la que vi varios libros y un par de cuadernos con anotaciones en una caligrafía impetuosa.
– Disculpe el desorden. Estaba preparando mis clases. Soy profesora, en la universidad. ¿Usted también es profesor?
– Todavía no.
Entonces Sue cayó de pronto en la cuenta de algo, y al hacerlo en su actitud volvió a haber cierta distancia.
– ¿Cómo me ha encontrado? -preguntó-. No uso nunca el apellido Dalmau. Aquí las mujeres toman el del marido cuando se casan, ya sabe.
Escogí la sinceridad:
– Me da vergüenza contárselo. Busqué el apellido en la guía telefónica y localicé a su hermano. Estuve en Milwaukee y de ahí me enviaron a Kenosha. Allí me dieron su tarjeta y también supe que su hermano había muerto. Lo siento mucho.