La alusión a la reciente tragedia de su hermano la sumió en una momentánea abstracción, pero me pareció que al menos dejaba de inquietarla el modo en que yo había llegado hasta su casa en aquella apartada colina sobre la ciudad de Madison.
– Fue una lástima -se quejó-. Era mi hermano pequeño, el único que tenía. Pero los muertos hay que dejarlos enterrados, y acordarse de ellos sólo cuando el recuerdo no sirve para entristecerse -trató de animarse-. ¿Cómo es que ha elegido hacer una tesis sobre el libro de mi padre?
– Es una obra muy singular.
– No hay duda. Pero, ¿cómo se enteró de que existía? No se ha traducido en España.
– He vivido algún tiempo en Nueva York. Allí la leí, y también en parte por eso me interesó. Aunque no tanto tiempo como su padre, he tenido la sensación de estar lejos de casa, en un país y una ciudad extraños.
– Este país ya no es extraño para mi padre. Ha estado en él durante casi toda su vida. Además -puntualizó, con malevolencia- el libro no trata de eso.
– No directamente. ¿Ha estado alguna vez en Madrid?
– No. Nunca he ido a España. Aunque mi padre me enseñó el idioma, no quiso llevarme. Luego he pensado ir alguna vez, pero no ha terminado de haber ocasión. Me gustaría hacerlo, algún día. Matthew fue, hace años.
– Si va a Madrid busque los sitios que su padre menciona en su novela. Tal vez cambie de opinión respecto de la intención del libro.
– Podría ser. En fin, ya veo que le gusta Lejanos, aunque seguramente sea uno de los pocos. Lo que no veo es qué le mueve a perseguir a Manuel Dalmau así, como un detective.
– No tengo otra forma. Es casi imposible saber algo de su padre. No hay nada escrito sobre él, aparte de quince o veinte líneas en su propio libro. En la editorial no me dieron razón de él, o no quisieron dármela. Dalmau es un enigma.
Sue Fromsett asintió. Era una mujer afectuosa y probablemente comprensiva, por el trato de años con los estudiantes o por una predisposición del carácter que no debía haber heredado de Dalmau, sino de su madre americana, la que le habría legado también los ojos azules y la palidez del rostro, aunque ésta, como otras, era una suposición gratuita.
– ¿Y no se le ha ocurrido pensar que a lo mejor Dalmau es un enigma porque desea serlo?
– Claro que lo he pensado. Pero no por eso podía dejar de hacer el intento.
– Me hago cargo -Sue Fromsett se detuvo, como si estuviera sopesando las palabras. Luego, en un tono ensayado, o así era siempre su inglés, lengua a la que se cambió acaso para ganar firmeza, me ilustró-: Verá usted, señor. Mi padre es un hombre muy anciano. No un poco, sino muy anciano. A mí me tuvo cuando ya había superado los cuarenta, y puede ver que no soy una niña. Su vida ha sido muy larga y no siempre fácil. Y ahora, para colmo, ha perdido a su hijo menor. Aunque pueda sonarle presuntuoso, ya no le queda mucha curiosidad por las cosas del mundo. No tiene muy buena salud, y está cansado. Cansado de vivir, en gran medida, aunque es posible que esto le sorprenda. Entiendo y aprecio su impulso, y se lo agradezco de corazón en nombre de mi padre. Espero que usted también entienda por qué él no quiere ver a nadie, y por qué yo no puedo ayudarle.
Era tan dulce en aquel idioma, en el que no se le encasquillaban como en el mío las jotas y las erres, que no había manera de interpretar que se me estaba sacudiendo sin más de encima. Por obtener nuevas muestras de aquella dulzura denegatoria, o por agotar lo que de su conversación pudiera sacarse, elevé una objeción:
– No acabo de encajar esa actitud, que no soy quién para criticar, por supuesto, con el hecho de reeditar el libro. Si no quería que nadie le molestase, ¿por qué rescatar algo olvidado para entregarlo al público?
– No lo rescató él -adujo Sue-, sino otros. Él se limitó a no oponerse. Haberse opuesto habría sido mayor incongruencia, ¿no cree?
La hija de Dalmau, en aquel papel de defensora de la privacidad y la coherencia de su progenitor, exhibía una simpatía y una convicción inexpugnables. Por primera vez desde mi llegada, alivió su nariz del peso de sus lentes. Sin la intermediación de los vidrios correctores tenía una mirada juvenil e intensa.
– ¿Y no podría siquiera decirme adónde puedo escribirle? -probé, a la desesperada, aunque distaba de imaginar qué podía escribirle a aquel hombre.
– No le daré su dirección. Envíeme aquí lo que quiera. Aunque le anticipo que no recibirá contestación alguna. En realidad, ni siquiera leerá lo que le mande. Puede hacer ya más de diez años que mi padre no lee nada. Tiene la vista casi perdida.
– Tal vez usted podría proporcionarme algunos datos sobre la vida de su padre -porfié-. Por qué vino a Estados Unidos, dónde trabajó, cuáles fueron sus comienzos.
– Lo siento. Muchas de esas cosas yo misma las desconozco. Nací muchos años después de que ocurrieran. Y lo poco que sé no puedo contárselo. Estaría traicionando a mi padre. No debo hacer yo lo que él no quiere que se haga. Me sabe mal que su viaje no sirva para mucho, pero todo lo que está en mi mano es invitarle a tomar algo.
En ese momento sonó el timbre. Sue se excusó y fue a ver quién era. Aproveché la soledad para mirar más de cerca los papeles que había sobre la mesa. El disco se había acabado y podía oír a Sue hablando con alguien en el vestíbulo. Mientras aquel diálogo no cesara, podía registrar a mi antojo. Los apuntes en los cuadernos, como alguno de los libros, versaban sobre el truculento escritor checo Hermann Ungar. Entre las páginas de un ejemplar de su novela Los mutilados asomaba un sobre con el filo rasgado. Lo saqué, teniendo cuidado de no perder la página. En el remite se leían el nombre Sybil Fromsett y unas señas de Nueva York, que me apunté sin pérdida de tiempo en la palma de la mano. De la carta sólo me dio tiempo a leer el encabezamiento, Dear Mum, y un irrelevante parte sanitario y meteorológico, el primero referido a la remitente y el segundo a la ciudad. Pude guardarla en su sitio antes de que reapareciese Sue en el salón. Al verla, me levanté.
– Creo que no debo molestarla más -dije-. Ha sido muy paciente al escucharme. Le dejo mi dirección y mi teléfono, por si cambia de parecer o le interesa alguna vez ponerse en contacto conmigo.
– ¿No quiere beber algo? Se lo ofrezco de veras. No quisiera que creyese que aquí echamos a los visitantes -Sue, nadie habría podido creer lo contrario, era una de esas personas de cortesía inflexible.
– No, se lo agradezco -y le tendí mi tarjeta.
– Muchas gracias -la tomó, con delicadeza-. Ya sabe dónde estoy yo. Enseño literatura centroeuropea en la universidad. Si hay alguna cuestión profesional en la que pueda serle útil, no dude. No siempre tengo por qué guardar secreto.
Sue Fromsett salió a despedirme a la puerta de su codiciable residencia. Mientras maniobraba hacia la calle la vi por el retrovisor, con los brazos cruzados bajo el porche. Ella era lo más cerca que había llegado a estar de Dalmau, y no era poco. Algo debía tener de él, algo que habría estado ahí, a mi disposición, si hubiera sido capaz de discernirlo. Siempre es difícil, en todo caso, rastrear el carácter de una persona en lo que resultan ser sus herederos. Conduje sin prisa a través de la ciudad y aun me detuve cinco minutos a mirar las velas blancas que salpicaban la rizada superficie negruzca del lago Monona. Los hijos de Dalmau, a lo que se veía, padecían la necesidad de tener un horizonte acuático a su alcance, incluso viviendo tierra adentro.
Aquella tarde creí, prematuramente, que jamás volvería a Madison, y al alejarme sentí una leve amargura, porque en aquel lugar, intuí, habría podido vivir. A veces sucede que los paisajes por los que viajamos no parecen ajenos, sino algo que podría pertenecemos, o formulando de forma más apropiada la relación, algo a lo que podríamos pertenecer. También puede vivirse durante años en un sitio sin llegar a considerarlo propio, como en parte me ocurría a mí con Nueva York, después de ocho meses. Como sospechaba que le ocurría a Dalmau en América, aunque su hija estuviera convencida o hubiera tratado de convencerme de lo contrario.