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En la autopista, rumbo a Chicago, pensé largamente en Sybil Fromsett. Fue entonces cuando debí contemplar la posibilidad de que Dalmau, tras su empalizada impracticable, casi ciego y misántropo en ejercicio, dejara temporalmente de ser el norte de mi brújula en beneficio de su todavía incógnita nieta. A fin de cuentas, ¿a quién podía apetecerle sortear toda clase de impedimentos para acceder a donde no iba a ser bienvenido?

Apuntar a la hija de Sue era una frivolidad, lo admitía; pero en octubre o en noviembre podía estar de regreso en Madrid, metido en la misma mugre de antaño, y la perspectiva me inclinaba a juzgar que no había ninguna razón para omitir aquella distracción. Ignoraba, al razonar así, que estaba a punto de tomar un atajo hacia Dalmau y que aquel atajo, aparte del camino más recto, era también, y con diferencia, el más peligroso.

IV. SYBIL

1.

Una ternura irreflexiva

Cuando llegué a mi casa desde el aeropuerto encontré en el buzón un sobre de aspecto oficial. En la carta que había en su interior, con el membrete del National Visa Center, se me comunicaba a los efectos oportunos que había sido favorecido por la fortuna en el sorteo anual de permisos de residencia y se detallaba la documentación complementaria que debía aportar para que el permiso me fuera concedido. No era demasiada, aunque me impuso la carga de realizar un par de gestiones en el consulado, donde fue inevitable tener más trato con españoles, y con la manera española de hacer las cosas, del que a la sazón me confortaba. Una vez que hube remitido todos los papeles, Raúl, que me acompañó a la oficina de correos, certificó:

– Enhorabuena. A los efectos, ya eres prácticamente un green card holder y un proyecto de exiliado.

Aunque la tarjeta verde de residente a que aludía Raúl todavía no estaba en mis manos, al salir de la oficina de correos pensé que acababa de traspasar una raya, y que al otro lado de ella había más posibilidades, siquiera teóricas, de que las cosas fueran diferentes y de que los cambios no fueran reversibles. Raúl iba incluso más allá:

– Quién sabe. Esto es el principio. A lo mejor algún día te ves jurando la constitución de Estados Unidos y recibiendo un pasaporte nuevo. ¿Qué harías en ese caso con el pasaporte rojo?

– No cambiaré nunca de pasaporte -aseguré, y lo sentía-. Para darme éste no me obligaron a jurar nada. Esa es una ventaja que ningún otro puede salvar.

– ¿Estás seguro de que no juraste nada? ¿Ni en la mili?

– Hice reserva mental, mientras gritaba con el resto de la formación.

– ¿Y qué tenías contra la bandera? -se mofó.

– Contra la bandera nada. Contra los juramentos colectivos.

– Pues yo juré, como un imbécil, y hasta me lo creí -rememoró-. Claro que tenía dieciocho años. Además, siempre he sido un individuo complaciente.

Lo afirmaba en serio, y en parte no faltaba a la verdad. Aunque era difícil que Raúl guardara mucho respeto por nada, resultaba igualmente improbable que resolviera enfrentarse con alguien, incluso provocándole a ello. Prefería transigir, que era una forma tan buena como cualquier otra de reservarse y quedar al margen de todo. Sin ir más lejos, él sí había jurado la constitución de los Estados Unidos y tenía un pasaporte azul. Nunca me dijo qué había hecho con el rojo y nunca hice por investigarlo.

A mi vuelta de Wisconsin, aumentaron las dudas acerca de seguir buscando a Dalmau. Sospechando la inutilidad del empeño, que equivalía a dar por absurdas mis recientes andanzas como detective y por superfluas todas las afinidades presentidas entre ambos, me percaté de cuánto había llegado a depender de unas y de otras. A veces diríase que la existencia no es más que el problema de medir el tiempo, y que los sucesivos afanes en que uno se va embarcando no son sino maneras de solucionar esa medición. Cuando alguno de los sistemas métricos que uno ha adoptado se revela de pronto inoperante, la urgencia primordial es dar con otro que lo reemplace, para que su funcionamiento haga olvidar que en realidad nadie sabe para qué sirve medir o por qué debe hacerse, ni si el tiempo no es en realidad una vejación que habría que sacudirse de encima. Todos estamos prevenidos por uno de nuestros más sabios instintos para rehuir estas cavilaciones y para persistir en el cultivo de rutinas mensurables. Los dementes y los suicidas son, posiblemente, personas que dejan de tener una vara milimetrada junto a la que ir poniendo la lentitud o la velocidad de los días.

Mientras tanto, había llegado mayo y la alteración espiritual que siempre se produce hacia mediados de primavera se dejaba notar con singular virulencia en la ciudad. Era por lo áspero del invierno, o por la fragilidad de abril, por lo que aquel mes llegaba como una conmoción, entre las flores que se abrían en los parques, los negros que cantaban en las calles y las muchachas desabrochadas. Incluso, como apuntaba Raúl, regocijándose en la discutible sutileza de la señal, volvían a oler los excrementos de los perros; los pocos que desafiaban la prohibición, sancionada con multa de 100 dólares, y los muchos que los dueños obedientes, con guantes de plástico, recogían de las aceras y guardaban en bolsitas.

Fue en medio de aquel trastorno estacional, jubiloso para unos y resignado para otros, como inicié mi aproximación a Sybil Fromsett, la hija de Sue y nieta de Dalmau. Lo primero que conseguí de ella fue el número de teléfono. No era la única Fromsett, S. que en el listín electrónico figuraba como residente en Nueva York, pero sí la única que vivía en aquel número de la calle 75, entre las avenidas Columbus y Amsterdam, no lejos del Museo de Historia Natural y en lo mejor del Upper West Side. Después fui a ver la casa, un edificio de cinco pisos bastante antiguo, aunque restaurado primorosamente. No había portero, porque sólo eran diez vecinos y el gasto per cápita habría resultado desmesurado. Sybil Fromsett, según comprobé gracias al portero automático, vivía en el segundo izquierda. Eran las doce de la mañana y no sabía cuándo podía entrar o salir, pero se me ocurrió que el mejor momento para esperarla era por la tarde o por la mañana temprano. Por no pasar allí más tiempo del debido, porque no la conocía y prefería no equivocarme, y también porque me apetecía oírla, la llamé a la mañana siguiente a las siete, que era una hora a la que supuse que estaría en casa. Una voz no somnolienta, es decir, perteneciente a alguien que ya se había levantado hacía rato, surgió al otro lado de la línea:

– ¿Quién es?

Colgué y volví a llamar a las siete y media. Ya nadie cogió el teléfono. Eso me obligaba a un máximo de media hora de espera, un lapso razonable. Al otro día, muy temprano, mientras iba en el metro hacia la calle 75, traté de adivinar qué aspecto tendría Sybil Fromsett. Su voz era grave y hablaba con acento de Nueva York, como si hubiera vivido aquí desde siempre. El mensaje del contestador automático era muy revelador. Lo recordé: Esto es una máquina, lo que significa que no puedo o no quiero ponerme, así que cuéntaselo a ella. Si me interesa, cuando ella me lo cuente a mí te llamaré. Si no lo hago, no me gastes más cinta. Gracias. A pesar de todo, no tenía por qué ser antipática; algunos de mis conocidos más afables grababan mensajes mucho más hostiles que aquél. No me había sonado muy joven, aunque tampoco podía tener arriba de treinta años si era hija de Sue. Debía ser rubia y blanca, como ella; todo lo contrario de la exuberante y húmeda morena que bajo la leyenda ¿Harto de ese tatuaje? promocionaba una clínica dermatológica en uno de los anuncios del interior del vagón de metro. Tampoco me la imaginaba tan sofisticada y felina como Airiana, la flecha humana, que volaba hacia uno desde el anuncio contiguo, del circo Ringling, Barnum & Bailey. Acaso se pareciera más a la mujer con portafolios de un tercer anuncio, Abogados especialistas en daños personales, llame 24 horas al día. Dejé vagar la mirada a mi alrededor, jugando a buscar otros modelos, hasta que me topé con el gesto de una altísima negra melancólica, que me cohibió.