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A las siete menos cinco estaba enfrente del portal, apoyado detrás de una furgoneta. Aparte de mí no había nadie, lo que me forzaba a adoptar un aire lo más natural posible, como si estuviera esperando a quien no me importaba que me viera, aunque no fuera ése estrictamente el caso. Entre las siete y las siete y cuarto, de las casas próximas salieron cuatro personas y del portal de Sybil una quinta que no podía ser ella. A las siete y diecisiete apareció sobre la escalinata una mujer de unos veintinueve o treinta años. Tenía una melena corta y rubia, algo desvaída, ojos pequeños y nariz estrecha, lo que en la distancia daba a su rostro una apariencia difusa. Vestía unos pantalones de cuero marrón que sus piernas no llenaban, ni siquiera a la altura de los muslos; calzaba botas flexibles e iba envuelta en una blusa amplia, con el bolso en bandolera entreabriéndosela. La piel de su garganta y del comienzo de su pecho, que se mostraba así generosamente, era clara y luminosa. En Madison me había llamado la atención lo tersa que tenía la piel Sue Fromsett, para su edad. Cuando estuvo en la acera, Sybil, que no podía ser otra, cruzó los brazos y sin verme echó a andar decididamente hacia Columbus Avenue.

Aquella primera mañana no la seguí. Me quedé apoyado tras la furgoneta, observando cómo se alejaba, deprisa, los hombros y las caderas oscilando al ritmo que los tacones de sus botas iban marcando sobre el pavimento. Pese a la ropa holgada, pude apreciar la brevedad de su torso. Causaba una impresión contradictoria, tan tenue de cuerpo y tan resuelta en sus ademanes. Antes de doblar la esquina con Columbus, se revolvió un par de veces el cabello sobre la frente. Un segundo más tarde se había esfumado. Recuerdo que era viernes y que su imagen no se me quitó de la cabeza en todo el fin de semana. Algo en ella, algo que no había acertado a encontrar en su madre, me remitía poderosamente al mundo de Dalmau. Podía imaginarla, a Sybil, caminando con aquel paso firme por las calles del Madrid que había retratado su abuelo, seduciendo a los personajes que él había creado y consolándolos de sus faltas. Pero había algo más. La nieta de Dalmau resucitaba en mí una ternura irreflexiva que no me negué a reconocer, aunque la temía. Por experiencia me constaba que esa ternura era la fuente de donde manaban, y nunca estaría tan mermada como para que dejasen de hacerlo, el hambre de calor y la sed de carne ajena.

2.

Acecho bajo la lluvia

El lunes siguiente la aguardé ya en Columbus Avenue, donde podía pasar más desapercibido. En contraste con las precedentes, la mañana amaneció plomiza y lluviosa, lo que no facilitaba mucho mis intenciones, aunque me proporcionaba el parapeto del paraguas para salir del paso en alguna situación comprometida. Ella no llevaba paraguas, sino uno de esos engorrosos impermeables transparentes que sólo protegen de la lluvia. Debajo del plástico iba vestida como la vez anterior, con la sola excepción de la blusa, reemplazada por otra del mismo estilo. Le di una ventaja prudencial y salí tras ella. Bajó por Columbus hasta la 72 y una vez allí torció hacia el parque. Presumí que cogería el metro, y no erré.

En la estación cruzó sin detenerse la zona de las taquillas. Dejó caer en uno de los torniquetes su token, que llevaba a punto en la mano, y se dirigió al andén. Allí me situé unos pocos pasos por detrás de ella, confundido entre la gente. Su tren tardó en venir pero Sybil no parecía nerviosa, al contrario que muchos otros a nuestro alrededor, que debían ir ya con la hora ajustada. Al fin subimos a un convoy de la línea C. Venía desde el Bronx y Harlem y atravesaba Chelsea y el Soho hasta Tribeca. Luego seguía a Brooklyn, pero me atreví a dudar que para entonces Sybil continuase dentro de él. Aunque el vagón iba bastante lleno, ella consiguió sentarse pronto. Yo ni siquiera lo intenté; prefería quedarme cerca de una puerta para bajar sin contratiempos cuando ella lo hiciera. En cuanto se hubo acomodado en el asiento, sacó de su bolso un libro y lo abrió por donde le indicaba un marcador, aproximadamente la mitad. Con algún esfuerzo, pude distinguir el título y el nombre del autor: Le Grand Meaulnes, de Alain Fournier. Lo había leído hacía veinte años, y apenas recordaba que era una historia misteriosa sobre las emociones de la adolescencia. También recordaba que su autor había muerto muy joven, en alguna de las cochambrosas batallas de la Primera Guerra Mundial. Sybil pasaba sus páginas a gran velocidad, completamente concentrada en el relato y aislada del ambiente populoso del vagón.

No levantó la vista del libro hasta la estación de Canal Street, cuando el conductor la anunció por los altavoces. Nueve meses después, a mí me seguía costando trabajo entender a los conductores del metro. Había llegado a averiguar que cuando decían Stand querían decir Stand clear, que a su vez era abreviatura de la orden completa, Stand clear of the closing doors; pero entre el acento que tenían y la deformación que imprimían a sus palabras los altavoces, pasaba enormes apuros para descifrar otros mensajes menos repetitivos. Había quien decía que no era que los altavoces les deformaran la voz, sino que la tenían así. En todo caso, Sybil no debía padecer mis limitaciones. Apenas oyó el aviso, guardó el libro en el bolso y se preparó para bajar.

En Canal Street transbordamos a la línea E, que seguía un par de estaciones más hasta terminar en el World Trade Center. Aquí Sybil ya no pudo sentarse y tampoco se esforzó demasiado por lograrlo. Cuando llegamos al final de la línea el tren se vació tumultuosamente, como correspondía a la hora y al lugar. Los oficinistas entre los que caminábamos tenían prisa por alcanzar los ascensores de su torre respectiva y hacerle saber cuanto antes al ordenador central de la empresa para la que trabajaban que ya se hallaban a su disposición. Para ello, dependiendo de los casos, debían encender su ordenador personal o les bastaba con atravesar el arco invisible que a la entrada de la oficina activaba el microcircuito electrónico de su tarjeta de identificación. A juzgar por el ritmo de su marcha, que no era tan apresurado, Sybil no llevaba una tarjeta con microcircuito electrónico, o no se cuidaba especialmente de las horas que le apuntaba o dejaba de apuntar un ordenador central. Así y todo, se dejó arrastrar por aquella hueste y tras un buen trecho de corredores y escaleras y una breve intemperie nos vimos ante una batería de ascensores. No me fue fácil ponerme en situación de subir al mismo ascensor al que subiera ella, procurando al mismo tiempo no colocarme tan cerca que ella pudiera fijarse en mí. Sin embargo, todas mis precauciones se arruinaron cuando, careciendo del adiestramiento del que disponían los demás, traté de hacerme un hueco en el ascensor en cuestión. Los más avezados, entre ellos Sybil, ganaron todas las plazas próximas a las paredes y yo me quedé en el centro, desconcertado y completamente expuesto.

Durante una fracción de segundo mis ojos se cruzaron con los suyos, y pude apreciar que eran fríos y de un color azul claro, bastante más que los de su madre. Fue un encuentro fugaz al que no me pareció que ella concediera la menor importancia, pero si no tomaba alguna medida el próximo podía resultar menos casual. El único remedio que tenía a mi alcance era darle la espalda, y eso fue lo que resolví hacer. Sintiendo, lo estuvieran o no, clavados en mí sus pequeños ojos impasibles, fui contando los pisos que el ascensor iba dejando atrás. Aunque a medida que subíamos hubiera más sitio, gracias a los que se bajaban, siempre me ganaba otro a la hora de ocupar los espacios que iban quedando libres junto a las paredes. Seguía allí, en medio, cuando oí detrás de mí que ella decía: