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– Sorry, sir.

Me aparté inmediatamente, sin volver la cara. Dio igual. Al salir ella me la buscó y agradeció con inusitada gentileza mi prontitud:

– Thanks so much.

Estábamos en el piso 63. Eché un vistazo al panel de botones. El más alto de los que habían marcado los demás era el correspondiente al piso 72, así que apreté el 73. En el 72 abandonó el ascensor un individuo de traje negro, camisa blanca, corbata granate de fantasía y cabellos engomados. Durante el tramo final de la subida me había venido observando con indisimulable sospecha. Me despedí de él, con corrección:

– Have a nice day.

El del traje negro no respondió a mis buenos deseos. Mientras bajaba, todavía resonaban en mis oídos las palabras de Sybil. Recordaba también, sin pararme a sopesar lo poco que convenía a mis planes de sigilo, la dulzura de su semblante al mirarme. Y la complicidad con que había saludado a la recepcionista de la planta. Eso había sido lo último, antes de que volvieran a cerrarse las puertas del ascensor y yo ya no pudiera ver nada más.

Abajo, en el directorio del edificio, me informé de que en el piso 63 había un despacho de arquitectos y una productora de televisión. Mis especulaciones se inclinaron automáticamente por la segunda, pero había una manera rápida de confirmarlas o desmentirlas. Tras las pertinentes averiguaciones, llamé por teléfono a los dos sitios y pregunté por Sybil Fromsett.

– Sybil what? -respondieron en la productora.

En el despacho de arquitectos, por el contrario, oí un chasquido en la línea y un segundo después la voz de la propia Sybil.

– Fromsett -dijo, con sequedad

Por un momento pensé en colgar, pero se me ocurrió algo, sobre la marcha. Hispanizando al máximo mi pronunciación inglesa y adoptando un tono oficial, inventé:

– Buenos días, señora Fromsett. Soy Adrián Valverde. La llamo de la embajada española, en Washington.

– ¿La embajada española? -Sybil reaccionó como si una llamada de la embajada española en Washington fuese lo último que esperaba recibir.

– Sí. Disculpe si la interrumpo. ¿Puede atenderme?

– Bueno, no sé. ¿Qué es lo que quiere de mí?

– Estamos haciendo una encuesta entre hijos de españoles residentes en Estados Unidos. Queremos conocer cómo se han integrado en la sociedad americana.

– Debe haber un error -aclaró Sybil, con rapidez-. Mis padres son americanos.

– En nuestros archivos consta una Susan Fromsett, nacida Dalmau, como hija de Manuel Dalmau, emigrado español. ¿No es usted?

– Mi nombre es Sybil, no Susan.

– Ah. ¿Y no tiene nada que ver con esta Susan Fromsett?

– Nada en absoluto -mintió, con seguridad-. Ya le digo que soy americana y que mi familia también lo es.

– Le ruego que nos perdone. Nuestros datos sobre estas personas son incompletos y nos vemos obligados a conseguir sus números de teléfono por procedimientos poco fiables. Al coincidir la inicial nos ha debido despistar.

– No se preocupe. Buenos días.

Y colgó. Me cogió un tanto desprevenido la decisión con que se me había quitado de encima, aunque podía no tener nada de extraño. No era precisamente anormal que a alguien le fastidiara contestar a una encuesta. Supuse que ahora debía aguardar hasta las doce y media o la una, cuando ella bajaría a almorzar. Fui a comprar el periódico y estuve dando una vuelta por el World Financial Center y el puerto de yates contiguo. Era agradable pasear a la orilla del Hudson a aquella hora, y sentirse ocioso al pie de los edificios donde todos trabajaban. La lluvia había cesado de momento, aunque el cielo seguía cubierto y la atmósfera neblinosa. No muy lejos de donde me encontraba salían los transbordadores hacia Nueva Jersey. Nunca antes había considerado la posibilidad de ir allí, pero pensé que me sobraba el tiempo y el billete no era costoso. Subí al barco en compañía de un grupo de turistas japoneses que se hartaron, mientras atravesábamos el río, de hacer fotografías del lado oeste de la isla. Desembarqué al fin en Nueva Jersey, cuyo aspecto en la cercanía era más lóbrego que el que ofrecía a lo lejos, y allí estuve un buen rato contemplando aquella perspectiva para mí inédita de Manhattan, dominada, en primer término, por las dos torres gemelas que se alzaban en la bruma.

A las doce y cuarto estaba de nuevo ante los ascensores, aunque esta vez me preocupé de esconderme debidamente. A las doce y media salió de uno de ellos Sybil, acompañada por otras dos personas. Una de ellas era una bellísima mujer de aspecto árabe o iraní, impecablemente vestida, de larga cabellera negra y labios perfectos pintados de color rojo sangre. El otro era un hombre joven, trajeado y desenvuelto, que no paraba de echarse hacia atrás su media melena peinada a un lado. Les dejé veinte o treinta metros y pude seguirles sin tropiezos hasta un restaurante de comida rápida de Liberty Street. A través de las vidrieras del establecimiento vigilé sus maniobras en el interior. Antes de entrar, esperé a que se sentaran, además de cerciorarme de que habría algún lugar donde pudiera acomodarme y pasar desapercibido. Una vez dentro, pedí una hamburguesa doble con queso y beicon, preparado más bien inmundo a cuya ingesta me entregaba en ocasiones como una forma torcida e inconfesable de placer gástrico, y me fui con ella al rincón que había elegido para espiar a Sybil y a sus compañeros de mesa.

Durante la comida habló sobre todo el hombre. La iraní (terminé por admitir que era demasiado blanca para ser árabe) le escuchaba con una cierta displicencia y sólo Sybil le daba alguna réplica. Al estar demasiado lejos para oír lo que decían, debía quedarme con los gestos. En alguna ocasión Sybil se dirigía a la iraní, y ésta asentía sin tomar nunca las riendas de la conversación. Cuando finalizaron su almuerzo, el hombre se levantó el primero. Sybil retuvo entonces un instante a su compañera y le susurró algo al oído. De pronto, la iraní se echó a reír, y al hacerlo fue más ruidosa de lo que sin duda pretendía. Sybil la cogió cariñosamente por la nuca y la conminó a guardar silencio.

Volvía a llover. Sybil y su amiga hicieron el camino de vuelta hasta las torres bajo el paraguas de la segunda, mientras el hombre, cuya postergación era ya notoria, se mojaba y maldecía. Luego desaparecieron en los ascensores y yo me quedé con otras cuatro horas por delante. Para entretenerme tuve una idea. Me acerqué a una de las librerías del centro comercial próximo. Después de rastrear un poco, di con un ejemplar de Le Grand Meaulnes. Lo compré y me fui a leerlo a un café. Aquella traducción inglesa era sentida y pulcra, bastante más legible que la versión española en que yo había conocido el libro. En aquellas cuatro horas, saltando algunos trozos, pude llegar hasta el final, hasta la hermosa escena en que Augustin Meaulnes regresa para llevarse a su hija y dejar al narrador, que en su ausencia ha concebido la esperanza de que podrá ser un padre adoptivo para la niña, sumido en la soledad y la rendida admiración que siente por su amigo nómada.

Sybil bajó a las cinco y cuarto, acompañada por la iraní. Aunque la lluvia arreciaba, no fueron al metro. Subieron por West Broadway hasta la confluencia con Varick Street. Iban las dos cogidas del brazo, bajo el paraguas que la iraní debía sujetar con fuerza porque no lo movía el aire que venía de frente y que me dificultaba no poco su seguimiento. A nuestro alrededor empezaba a organizarse el atasco de la hora punta. En la tarde gris destellaban con fuerza las luces de freno de los coches que se iban amontonando a lo largo de las calles. Recorrieron Varick entera, hasta West Houston, y una vez en ésta torcieron hasta Hudson Street. Entonces supe a dónde iban. Aquél era uno de los cines en los que ponían películas que no venían de Hollywood, categoría eminentemente marginal en la que quedaban comprendidas el resto de las americanas, las europeas y las de otros lugares exóticos. Sybil y su amiga entraron a ver una película italiana sobre emigrantes albaneses que había tenido cierto éxito en España poco antes de mi partida. Yo no la había visto y me pareció una buena forma de completar la tarde. Cuando pasaba un minuto de la hora en que comenzaba la sesión compré una entrada y me introduje en la sala ya a oscuras.