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Aprovechando las secuencias de cielos azules, que iluminaban lo suficiente al público, localicé en seguida a Sybil y a la iraní. Estaban en mitad del patio de butacas y se las veía muy atentas a la proyección. La película me gustó mucho, porque abordaba con la mezcla justa de lirismo y desconfianza la cuestión de las tierras prometidas. Singularmente astuta era la escena en que un puñado de albaneses miraban embobados en un bar un espantoso concurso de la televisión italiana, captado a duras penas en un receptor prehistórico.

A la salida del cine, Sybil y su amiga se despidieron. No lo hicieron efusivamente, sino como si de pronto se hubieran quedado sin razón para estar juntas. La iraní detuvo un taxi y Sybil fue a coger el metro en la estación de Houston Street. Mientras la seguía de nuevo bajo la lluvia, medité por primera vez acerca de lo que estaba haciendo. No sabía apenas quién era aquella mujer, ni tenía en realidad más motivos para ocuparme de ella de los que habría podido tener para ocuparme de cualquier otra. Tampoco tenía derecho a asomarme así a una existencia ajena. Le estaba hurtando a Sybil un conocimiento ilegítimo de sus aficiones y de sus compromisos, de su trato hacia otros y de sus ademanes solitarios; en suma, algo tan íntimo como el método que se había trazado para vadear aquella jornada o incluso la vida. Y no me quedaba ahí, sino que andando tras ella aplicaba en mi provecho sus esfuerzos, empleándolos sin su autorización y sin escrúpulos para relevarme de la carga de decidir mi propio rumbo. En cierto modo, era sorprendente cómo estaba a mi merced, cómo uno podía seleccionar a otro para parasitarle sin su consentimiento. Acaso la forma en que aquella mujer caminaba bajo la lluvia, aterida en su impermeable de plástico, o la ensoñación que había en su rostro mientras esperaba a que cambiara un semáforo, fueran algunas de las imágenes más precisas y desnudas que pudieran obtenerse de su alma. Y allí estaban, a disposición de cualquier desaprensivo. A mi disposición.

En el metro me mantuve algo más apartado de ella que por la mañana. Sybil iba de pie, leyendo su libro. No la vi levantar los ojos de él hasta que entró en el vagón un vendedor de Street News, el periódico de los homeless, o de alguien que hacía negocio a su costa. Era un negro bien parecido, con voz de barítono, que gritaba con prestancia:

– Lean en Street News sobre el ejército secreto del alcalde. Sepan cómo el alcalde pretende limpiar Nueva York. Street News cuenta lo que otros callan. Compren Street News. Ya no pido limosna, señoras y caballeros, esto es un trabajo y ahora lucho por mi dignidad.

Impresionaba la manera en que decía la última palabra, dignity, sin convertir la te en una erre floja como casi todos sus compatriotas. Sybil le observó de arriba abajo, atraída como los demás por la apostura del ex mendigo, pero no le compró el periódico. Entonces justo entonces, fue cuando cometí mi error. Distraído por la irrupción de aquel hombre, no reparé en que llegábamos a Times Square, donde era más que presumible que mucha gente se bajase. El vagón se despobló de golpe y desapareció el mar de cabezas tras el que me ocultaba. Antes de que pudiera reaccionar, Sybil me vio. Se me quedó mirando tranquilamente, reconociéndome primero y con curiosidad después, y en todo el tiempo que estuvo así yo no acerté a apartarme de aquellos ojos fijos y apacibles. Me tuvo atrapado cuanto quiso, y me soltó cuando se le antojó. Luego volvió a su libro, con una enigmática sonrisa. Todavía tuve la inconsciencia de seguirla en Columbus Circle, donde bajó para transbordar, pero desistí de subir tras ella al tren que la llevaría de vuelta hasta la calle 72.

Estuve vagando hasta el anochecer por el parque, con el paraguas colgado del brazo, tratando de resolver qué era lo que podía hacer en las nuevas circunstancias. No podía perseguirla más por las calles, pero tampoco podía olvidarme de ella. Esa tarde, empapándome vivo por los senderos de Central Park, que odiaba, comprendí que había sufrido una herida, y no me importó. Hacía años que algo dentro de mí, algo que ya casi había dejado de esperarla, ansiaba la fiera punzada de aquel cuchillo.

3.

La sonrisa impávida

Esa noche, víctima del insomnio, recordé que antes de seguirla había temido que ella me tentara y no estuviera a mi alcance (o sí lo estuviera, tanto daba) y que después, cuando todo se hubiera consumido, me hiciera arrastrar durante algunos días un resquemor que terminaría por disolverse entre los demás actos a medias que almacenaba mi memoria. Eso era, en mi vaticinio, lo máximo que aquella mujer podía depararme. Ni por un momento había imaginado que las cosas iban a apartarse tanto de mi predicción.

Quizá nada habría valido lo mismo si Sybil no hubiera sido antes que nada un nombre escrito al dorso de un sobre, y luego una criatura imaginada sobre la pista casi perdida de Dalmau y luego una mujer lejana a la que aceché bajo la lluvia cuando ya me había resignado a no encontrar nada en Nueva York. Si no hubiera sido todo eso, si sólo hubiera sido alguien que me hubieran presentado en un apartamento o en un café, acaso no habría podido ocurrir el hechizo. En cualquiera de esas otras ocasiones posibles habría hablado con ella antes de tener oportunidad de descubrir su silencio, y hasta la habría tocado (aunque sólo hubiera sido uno de esos contactos neutros que la urbanidad permite o aconseja) antes de haber podido construir en mi interior el deseo de tocarla. Desde mi último amor adolescente, que había sido Marta, o para ser más exactos la Marta del principio, sólo había conocido mujeres por procedimientos convencionales. Algunas de aquellas mujeres me habían gustado durante un par de días y algunas otras durante un par de semanas, pero por ninguna habría ido a rodar como un perro por los parques ni habría sacrificado un solo segundo de sueño. Y sobre todo, por ninguna de ellas había sentido el viejo dolor ni el impulso de cometer actos irrazonables. Por Sybil, después de aquella noche en que el dolor vino inopinadamente a dejarse recobrar, no sólo sentí el impulso, sino que también me vi obligado a obedecerlo.

Por eso fui el día siguiente al restaurante de comida rápida de Liberty Street, a las doce y media en punto, y me senté con mi ejemplar de Le Grand Meaulnes y una doble hamburguesa no en un rincón, sino donde cualquiera pudiera verme. Por eso cuando Sybil entró en el restaurante, con la iraní y el hombre joven de la melena peinada a un lado, me quedé mirándolos por encima del libro, mientras masticaba sin prisa un revoltijo de pan, pepinillos y carne picada, y seguí haciéndolo cuando vinieron con sus bandejas a sentarse en una mesa próxima a la mía. En un instante de debilidad pude creer que Sybil trataría de evitarme y les guiaría hacia otra parte del restaurante, pero di en apostar que mi presencia no les privaría de sentarse donde solían y tuve buen cuidado de instalarme en las inmediaciones.

Ella me vio casi en seguida, mientras hacía cola ante el mostrador. No era difícil que llamara su atención porque yo, que ya no disimulaba, la contemplaba sin recato. El tiempo volvía a ser soleado y Sybil había escogido por primera vez desde que la conocía una falda, lo que me permitía acceder al secreto hasta entonces bien guardado de sus piernas. Otro cambio que suscitaba mi interés era la sustitución de la blusa por un suéter de hechura ajustada que marcaba sus formas sucintas. Mi admiración, descarada y persistente, no parecía ofenderla. Mientras esperaba a que la sirvieran, y después, ya sentada a la mesa, siguió hablando con sus compañeros como si nada la estorbase, aunque tampoco afectó no haberse dado cuenta de que yo estaba allí. De vez en cuando nuestras miradas se cruzaban y Sybil no retiraba la suya inmediatamente, sino cuando la conversación de su mesa la reclamaba de nuevo, sin brusquedad. Pronto comprobé, por cómo se fijaba en la cubierta, que también había averiguado el título del libro que yo leía.