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A pesar de todo, dejé pasar el tiempo hasta que pidieron la cuenta, con la subrepticia esperanza, sospeché después, de que los acontecimientos escaparan a mis designios. Cuando la camarera les dijo que todo estaba pagado y les señaló en mi dirección, Dalia me miró con reproche y Sybil no dio muestras de inmutarse. Tras un corto intercambio de pareceres, en el que su amiga ofreció perceptibles reservas, Sybil se separó de ella y vino sin prisa hacia mí. Viéndola acercarse, y derribar así todo el furtivo aparato de los últimos dos días, se me aceleró el pulso como hacía años que no me lo aceleraba nadie. No era sólo su forma de moverse y de caminar, o el hecho de tenerla por primera vez enteramente de frente. Con mi irregular conducta le había otorgado un poder que nadie había tenido sobre mí desde que había dejado de ser un muchacho, y ahora estaba expuesto al uso o abuso que a ella se le antojara hacer de aquella prerrogativa.

– Puedo sentarme, supongo -dijo, sirviéndose de la silla que había frente a mí.

– Sería muy extraño que me negase -admití, milagrosamente sin trabarme.

– No eres de Nueva York.

– No. De Madrid.

– Madrid -y dejó un silencio evocador-. ¿Es verdad que el cielo de Madrid es más azul que el de ninguna otra ciudad? -preguntó, como si se acordase de pronto y tuviera prisa por despejar la duda.

– Lo era. ¿De dónde sabe una americana acerca del cielo de Madrid?

– No todos los americanos lo ignoran todo del resto del mundo.

– No quería decir eso. El color del cielo es un detalle muy particular.

– ¿Por qué has pagado lo que bebíamos mi amiga y yo?

– Habría preferido hacer algo más ingenioso. Pero no conseguía que se me ocurriera nada. Tu amiga me intimida.

Sybil meneó la cabeza, riéndose. Yo estaba atento a la actividad de sus dedos, con los que tamborileaba sobre la mesa. Eran finos y huesudos y llevaba las uñas no muy largas, pintadas con un esmalte naranja pálido. No había anillos ni sortijas en ellos.

– No necesitamos que nos paguen la bebida -informó, amablemente-. Ganamos un sueldo, que al menos es suficiente para costear las cervezas que tomamos. Dalia quería que la camarera te devolviera el dinero, y la camarera lo haría. Pero la he convencido de darle otra solución al asunto. Te invitaremos nosotras. Pide lo que quieras, cuando te acabes eso.

– Lo haré, gracias.

Sybil señaló mi ejemplar de Le Grand Meaulnes, que descansaba sobre la mesa.

– ¿Te gusta el libro? -se interesó, como si fuera algo suyo. Y lo era, en cierto modo.

– Me gustan las obras de quienes murieron jóvenes y un poco inexpertos. En realidad, habría que huir siempre de la experiencia.

– ¿Qué tiene de malo la experiencia?

– Nada, si no hay otra cosa con la que consolarse. Pero es mejor tener el corazón limpio.

– Ya veo -reflexionó-. ¿Y hasta cuándo está limpio el corazón, según tú?

– Mientras uno no recuerda nada que no pueda recuperar. Esa es la prueba definitiva.

– Nadie puede superar esa prueba -apreció Sybil, incrédula.

– Yo he podido, en otro tiempo.

– Debe engañarte la memoria.

– Puede. Puede que tengas razón y que no haya nadie con el corazón limpio. Yo preferiría creer que sí, a pesar de todo. Lo dice Meaulnes, en alguna parte del penúltimo capítulo: son los que no creen quienes lo echan todo a perder.

La nieta de Dalmau me contempló con simpatía. En sus iris se entrelazaban hebras del color de la niebla y otras del color de aquel cielo que alguna vez había existido en Madrid. Eran pequeños pero profundos, y lo bastante brillantes como para traspasar el aire y traspasarme en la atmósfera tenebrosa y algo cargada del Fez.

– ¿Hay algo en lo que yo debería creer ahora, en concreto? -dijo, deteniéndose intencionadamente en cada palabra.

– No lo sé. Hace demasiado tiempo que no estoy en un apuro semejante, si lo he estado alguna vez. A lo peor habías pensado que me dedicaba a esto de forma habitual.

Sybil disfrutó de mi indefensión durante un segundo.

– No lo había pensado -rechazó-. Si lo hubiera pensado no habría venido hasta aquí. Tampoco habría consentido lo de este mediodía. Pero ahora tengo que irme. He venido con Dalia y va a enfadarse si no vuelvo con ella.

– Lástima. Estaba empezando a pasárseme el pánico.

Se puso en pie y se me quedó mirando sin decir nada, como si estuviera debatiendo algo en su interior. Antes de emprender el regreso, me propuso, de improviso:

– Si tienes un papel y algo para escribir, no hará falta que me sigas más. Te doy mi número de teléfono y me llamas algún día. Otra tarde no tiene por qué estar Dalia, desaprobándonos a ambos.

– Ya tengo tu número de teléfono, si puedo confesarlo sin que te enfades.

– No me enfado -decidió, tras una breve vacilación-. Úsalo. Hasta la vista.

Y se fue junto a su amiga, que no dejó de escrutarme hasta que abandonaron el local. Sybil, en cambio, no volvió la vista ni una sola vez. Se marchó como se marchan las muchachas a las que uno quiere en los sueños, dejando tras de sí una impresión difusa que el soñador nunca adivina si es presentimiento de la melancolía que sufrirá cuando despierte sin que la muchacha haya reaparecido, o anuncio de la alegría no imposible de conquistarla (a veces, no muchas, las muchachas de los sueños son sedentarias y complacientes).

Aquella noche acepté la invitación de Raúl para irme con él y con Michael a beber tequila a un bar tex-mex que había a una manzana del apartamento del nigeriano. Cuando hubimos tragado el agua de fuego, y antes de que se manifestaran del todo sus demoledores efectos, subimos a casa de Michael para poder derrumbarnos tranquilamente. Hacía algunas semanas que no me embriagaba de aquella forma y di en hablar más de lo habitual. Les conté a Raúl y a Michael algo de mis investigaciones acerca de Dalmau, que había llevado hasta entonces con total discreción. También les dije algo sobre Sybil, algo que debió sonar bastante más preocupante de lo debido, porque Michael se apresuró a aconsejarme:

– No la llames nunca. Esa mujer puede hundirte.

– ¿Qué te hace pensar eso?

– Es una profesional. Puedo olerlas a distancia, porque yo también conocí a una profesional, hace algún tiempo. Esas mujeres saben todo lo que quieres y tú no sabes nada de lo que quieren ellas. Por eso no se asustan nunca.

– No sé a qué profesión te refieres -protesté-, pero me parece que es una chica honrada. Trabaja de ocho a cinco y vive en un edificio respetable, en la 75 Oeste.

– La profesión que te digo no tiene nada que ver con eso. Es la profesión de cogerte por lo más blando y apretar hasta que no queda nada, hermano.

– No pierdas el tiempo, Mickey -terció Raúl, con un eructo-. Mi paisano no va a aflojar, porque está enamorado como un imbécil y porque los españoles no tememos el dolor del cuerpo y mucho menos el del alma -y dirigiéndose a mí, agregó-: Disfruta de la chica, mientras dure, y olvídate de su abuelo. Si te vale mi opinión, ni se lo menciones a ella. Desde que estoy en esta ciudad donde hace tanto puto frío en invierno y tanto puto calor en verano, hay una regla que he aprendido a obedecer por encima de cualquier otra: muévete lo menos posible y nunca vayas donde no te llaman.

– Lo lamentará de todas formas -insistió sombríamente Michael, que era un africano fatalista.

En medio de aquel sopor alcohólico, me quedé rumiando la advertencia de Raúl y los aciagos auspicios de Michael. A aquellas alturas, ya casi no tenía intención de ir tras Dalmau, pero estaba rendido a su nieta y lo que menos me importaba era que pudiera lamentarlo. Ni siquiera -juré, borracho perdido- me importaba que Michael terminase de tener razón y ella apretase hasta que no quedara nada. Nada de qué, a fin de cuentas.