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4.

Un sueño reconstruido

Renuncié a llamarla al día siguiente, porque no me atribuyera excesiva premura, pero no dejé de hacerlo al segundo día. Estuve dudando entre telefonearla a su casa o a la oficina y al final di en escoger lo segundo, previendo, erróneamente, que pudiera mostrarse menos desembarazada y por tanto un poco más manejable.

– Fromsett -irrumpió su voz en la línea, ocupando sin resquicios el hueco dejado por la telefonista del despacho de arquitectos.

– Sybil -titubeé, porque su nombre sonaba insólito en mis labios-. No sé si me recuerdas. En el Fez, anteayer por la tarde.

Hubo un silencio. Tras él, Sybil asintió:

– Sí. El que prefiere los corazones limpios, como Alain Fournier. Terminé el libro anoche, y me fijé en lo que citaste. La frase es muy cruel con la pobre Valentine.

– Los corazones limpios son crueles, a veces.

– El gran Meaulnes lo es demasiado a menudo, para mi gusto. Veo que sabes cómo me llamo yo. Y tú, ¿tienes un nombre?

– Sí. Hugo.

– Vaya, como el autor de ese musical de Broadway, Los miserables. ¿Eres de origen francés? -preguntó, afectando ingenuidad.

– Hugo es el nombre de pila. Mi apellido es Moncada.

– Ah, eso sí suena muy español. Como un nombre de caballero. Don Hugo Moncada -lo pronunció sin deje anglosajón, con vocales diáfanas y precisas.

– Hubo un caballero don Hugo de Moncada -informé, temeroso-. Fue capitán de un barco de la Armada Invencible. Mi padre me puso Hugo para que me llamara igual que él.

– ¿Era antepasado tuyo, ese capitán de barco?

– No. A mi padre le interesaba la historia naval.

– Y por eso tú te llamas como el capitán de un barco victorioso.

– No fue victorioso. A la armada la llamaron invencible por sarcasmo. La batalla la perdimos y a don Hugo de Moncada le despacharon con su barco los ingleses, frente a las costas de Francia.

– Ah, lo siento -se compadeció.

– No importa. Hundirse con su barco era la única gloria posible para los marinos españoles. La victoria era siempre para los ingleses.

– Más prácticos, los ingleses. ¿Y qué puedo hacer por ti, Hugo Moncada?

Su voz era muy dulce, pero como a menudo me ha sucedido con las mujeres que se expresan en inglés, cuya entonación resulta siempre más exagerada que la del castellano, no terminaba de discernir si estaba siendo amable o se reía de mí.

– Me preguntaba si te habrías arrepentido de tu oferta del otro día -dije, con recelo.

– Aún no -repuso, insinuante-. No he tenido oportunidad.

– ¿Y podría ser esta tarde?

– Por qué no -concedió, sobre la marcha-. ¿Soportas la comida china?

– De vez en cuando, sí.

– Entonces quedamos a las siete y media en la puerta del Silk Road Palace, en Amsterdam Avenue con la 82 -dispuso, expeditiva-. Luego podemos ir a tomar el postre al Iridium. ¿Lo conoces? Tienen postres magníficos. También tocan música, jazz y blues.

– No lo conozco, pero me gustará -acaté, desbordado por la velocidad a la que había elaborado un plan completo.

– Muy bien. Ahora tengo que dejarte. Mi jefe viene hacia aquí. Hasta luego.

Y cortó la comunicación. Por la tarde, a la hora estipulada, me presenté en la puerta del Silk Road Palace, en Amsterdam Avenue, con un clavel rojo en la mano. El restaurante, pese al pretencioso nombre, era un pequeño local de unas quince o veinte mesas cuyo interior más bien funcional se veía entero desde la calle, a través del frontal acristalado. Sybil llegó quince minutos tarde. Como no daba el tipo de persona impuntual, pensé que debía ser una negligencia deliberada. En cualquier caso, estuve muy lejos de sentir la tentación de afeársela. Tarde o pronto allí estaba y se había puesto muy elegante, con un vestido casi veraniego, una chaqueta de seda y unos zapatos de tacón que igualaban nuestra estatura. Tras ella, al final de la avenida, el día se apagaba. Pese a las nubes que cubrían parte del cielo, se presentía que iba a ser una hermosa noche de mayo en Nueva York.

– Perdona por el retraso -se excusó, aunque no venía nada aprisa. Reparando inmediatamente en el clavel, dedujo-: ¿Es para mí?

– Sí -dije, tendiéndoselo-. Las mujeres de mi tierra se ponen esta flor en el pelo, o se la ponían. Supongo que ahora resulta demasiado ridículo llevar flores en la cabeza.

Sybil cogió el clavel y lo hizo girar sobre la palma de su mano. Llevarle aquella flor era o trataba de ser una astucia, porque como americana Sybil podía ser sensible a las costumbres salvajes, o sea, a todas las no estadounidenses, y porque como descendiente de españoles también podía el clavel surtir en ella algún efecto irresistible.

– ¿Debo ponérmela en el pelo? -consultó, con repentina mansedumbre-. No creo que me quede como a las mujeres españolas. Ellas suelen ser morenas y el rojo queda mejor con colores oscuros.

– El clavel es tuyo. En ningún lugar quedará mejor que donde tú quieras ponerlo.

Sonrió. Por primera vez no era aquella sonrisa inaccesible, sino otra mucho más cálida y próxima. Me quedé a la espera, dejándole toda la iniciativa. En realidad la iniciativa era suya desde que había cruzado el Fez hasta mi mesa y me había reprendido por invitarla. Sybil se alisó el vestido, que no necesitaba ser alisado, y propuso:

– ¿Entramos?

La carta era prolija, como correspondía a un restaurante oriental. Entre todo lo que en ella se ofrecía, seleccioné un par de platos que me eran familiares. Sybil pidió otros dos cuyo nombre yo nunca antes había oído.

– Aunque a primera vista no lo parezca, éste es uno de los mejores restaurantes chinos de Manhattan -aseveró, con ese aire de habilidad que adoptan muchos estadounidenses al establecer o referirse a una clasificación de algo.

– Pues no es nada caro.

– Desde luego que no lo es. Pagaremos a medias, y no me gusta dar por sentado que la gente con la que salgo tiene dinero para afrontar la cuenta de un restaurante caro.

– ¿Tú sí lo tienes?

Sybil se echó hacia atrás y me observó con cautela.

– ¿Tratas de averiguar si has salido a cenar con una rica? -sospechó.

– No creo que seas rica. Las ricas no trabajan ni madrugan.

– La verdad es que los arquitectos, o al menos los arquitectos como yo, no estamos bien remunerados. Desde luego, no podría cenar en un restaurante caro todas las noches.

Nos trajeron nuestros respectivos pedidos. No olían mal, y dentro de lo que puede dar de sí un guiso chino, mi plato estaba bastante sabroso.

– Y tú, ¿de dónde sacas el dinero? -interrogó Sybil, sinuosa.

– Tengo una reserva. Digamos que es una especie de herencia.

– Caramba, qué suerte -se admiró, mientras masticaba un bocado de pollo y bambú.

– No creas. Se me está agotando. Me temo que pronto volveré a trabajar.

– Así que tienes una profesión.

– No sé si llega a tanto. Mi trabajo de antes consistía en colocar los fondos de otros y llevarme una pizca de las ganancias, por las molestias. No lo añoro, pero tampoco he aprendido otra cosa de provecho. Así que tendré que hacerlo otra vez.

– Dejará de sobrarte el tiempo para seguir a las mujeres por ahí -lamentó.

– Nunca había seguido a nadie, hasta ahora.

Sybil puso sus cubiertos sobre el plato y cruzó las manos ante sí. Quise enfrentar su escrutinio, como si no tuviera nada de que avergonzarme, y habría jurado que no lo tenía, pero algo me despojó del ánimo. Estuvo así, juzgándome, hasta que consideró que me había incomodado lo suficiente. Entonces dejó flotar en el aire su duda: