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– ¿Y por qué yo?

– ¿Tanto te extraña?

– Nueva York es muy grande -explicó-. Hay miles de mujeres mucho más seductoras: modelos, actrices, directoras ejecutivas. Mujeres con cara de ángel, cuerpos de cine, implantadas y sin implantar. A veces, incluso, puedes encontrarlo todo junto en la misma. Yo no voy a ningún gimnasio, no soy alta y tampoco me he implantado nada. Sólo un bizco se fijaría en alguien como yo.

– Depende de lo que te interese. No soy tan elemental -me opuse.

– ¿Y qué te interesó de mí?

– Quizá no deba decirlo abiertamente.

– Por favor -suplicó, inclinando la cabeza. Al hacerlo un mechón de cabello le cayó sobre la frente. No lo apartó de ahí. Aquella guedeja suelta le daba un aire descuidado y tentador.

– De acuerdo. Para empezar-alegué, cuidadosamente-, eres rubia y tienes los ojos azules. Desde que llegué a Nueva York a las rubias de ojos azules, esas mujeres que son un símbolo del sueño americano, sólo las he visto desde lejos, como si fueran algo que no se pudiera alcanzar. En segundo lugar no estás bronceada; odio a las mujeres bronceadas, aunque casi todas quieran estarlo. En tercer lugar no eres fuerte ni grande; tampoco me atraen esas mujeres enormes y con músculos que hay ahora. Por último, y esto es lo más importante, me gusta cómo miras al frente cuando estás sola, pensando, en la calle o en el metro. La mayoría de la gente, cuando está sola y piensa, parece atemorizada. A ti se te ve en paz, como si supieras algo que los otros no saben.

Sybil sonrió en silencio.

– Acabas de inventarlo todo, ahora mismo -apostó.

– No he inventado nada.

– Va a resultar que Dalia tiene razón.

– ¿Dalia?

– Anteayer, cuando salimos del Fez, me dijo que tenías cara de farsante.

– ¿Por qué has querido citarte conmigo esta noche, entonces?

Vaciló un instante antes de responder, y entonces me percaté de que ella sí estaba procurándose una mentira; quizá no una mentira entera, aunque eso diese lo mismo.

– No sé -dijo-. Por curiosidad. Compraste el libro que yo estaba leyendo y lo leíste. Nadie había hecho antes algo así por mí. Aunque no significara nada, me halagó, porque era un gesto minucioso y sentimental. Luego se me ocurrió que también podía ser el gesto de un psicópata, pero no me pareció que fueras un psicópata.

– Gracias. De todos modos, es asombroso que no hayas tomado más precauciones.

– ¿Por qué es asombroso? Quizá no sepas lo suficiente de mí. Quizá seas tú el que debería prevenirse -advirtió, misteriosa.

Al final de la cena, y a cambio de los pocos dólares de la cuenta, uno de los empleados del restaurante dejó sobre nuestra mesa un plato con los consabidos pastelillos de la suerte. Sybil se apoderó de los dos y los partió sin contemplaciones. Desenrolló sucesivamente los dos mensajes, los comparó y se deshizo de uno, rompiéndolo en muchos trozos. El otro se lo guardó en la chaqueta.

– Esta es tu suerte para esta noche -decretó.

– ¿No me dejas verlo?

– Claro que no. Te la estropearías. ¿Nos vamos?

Bajamos por Amsterdam Avenue hasta Broadway, y seguimos ésta hasta la intersección con Columbus, a la altura del Lincoln Center. La noche era como la había previsto. Y aunque Sybil dictara su curso y yo sólo pudiera ir tras ella, resultaba desproporcionadamente placentero, como una estratagema impune y triunfal, recorrer junto a la nieta de Dalmau aquellas avenidas iluminadas. Al llegar a la 63 cruzamos hasta el minúsculo Dante Park. El Iridium estaba al otro lado, en los bajos de una fachada que hacía esquina con Broadway. Era un establecimiento de decoración modernista, con dos plantas, una en superficie y otra subterránea. Arriba había un bar con decenas de aparatos de televisión en los que podían verse series, noticiarios, y hasta los exasperantes pronósticos meteorológicos del Weather Channel. Abajo era donde tenían lugar las actuaciones.

– ¿Te gusta Sarah Vaughan? -preguntó Sybil, según bajábamos por las escaleras.

– A todo el mundo le gusta Sarah Vaughan.

– A la mujer que actúa esta noche se la considera la Sarah Vaughan blanca -me ilustró, ostentando de nuevo una certeza inequívocamente estadounidense.

En la sala del piso inferior había una tenue luz anaranjada. Sobre las mesas destellaban las llamas de las velas, encerradas en copas de vidrio azul. Los muebles eran costosos y extravagantes, llenos de ojivas asimétricas y líneas curvas. Gracias a la anticipación de Sybil, teníamos una reserva. De otro modo no habríamos podido acomodarnos en la sala repleta de gente. Nos condujeron a una mesa y nos ofrecieron la carta.

– Yo no necesito mirarla -la rechazó ella-. De comer tomaré un baked Alaska y para beber un iced scorpion.

– Lo mismo -la secundé.

El baked Alaska era un monstruoso dulce de helado y merengue, del que sólo habría podido dar debida cuenta un comedor infatigable. El iced scorpion hacía justicia a su intimidatorio nombre. Sybil se enfrentó a ambos sin pestañear. Mientras paladeaba el merengue, hizo un calculado comentario:

– Debe haber una razón poderosa, para que alguien venga desde Madrid a gastarse su herencia en Manhattan.

– Casi nunca hay razones poderosas -la defraudé-. Además, no vivo en Manhattan, sino en Brooklyn.

– ¿Y no echas de menos tu país?

– Como todos los expatriados. Lo que no significa que arda en deseos de volver. Puede que a los países se los quiera mejor desde lejos -observé, acordándome de Dalmau.

– Así que lo quieres, después de todo.

– Y cómo no. Es la sangre española la que me impulsa, lo mismo cuando reniego de mis compatriotas que cuando me atrae algo extranjero, como esta ciudad. O como tú.

– ¿Es un cumplido?

– Para qué fingir, a estas alturas.

– Nueva York está lleno de extranjeros -apreció, esquivando mi insinuación-, y a todos les atrae la ciudad, de una manera o de otra. Pero todos se enorgullecen de los suyos, incluso forman asociaciones y hacen desfiles. Ninguno suele renegar de sus compatriotas.

– Tampoco yo los maldigo siempre.

– ¿Y cuándo sí?

– Cuando los veo aceptar los abusos -improvisé, por simplificar-, los que sufren y los que cometen, como si no tuvieran alma. En mi país ha habido siempre una especie de incertidumbre entre el heroísmo y la siesta. Ahora lleva ventaja la siesta.

– Y tú querías ser un héroe -apuntó, mordaz.

– Yo era como cualquiera, un cobarde. Pero nunca he dormido siesta.

– Aquí no existe ninguna de esas cosas -observó, fríamente-. Esto es América. Adelanta a tu vecino en la autopista y haz más dinero que él. Así de simple. Sin heroísmo ni siestas. Me temo que éste no es el mejor lugar para alguien como tú.

– El hecho es que tampoco intento integrarme aquí -aclaré-. Sólo miro el paisaje, y es un buen lugar para mirar. Quizá vine nada más para eso, para mirar desde lejos.

– Puedo creerlo. Se te da bien mirar, Hugo Moncada.

– Y a ti se te da bien decir mi nombre. ¿Hablas español? -pregunté, en mi idioma.

– Muy poco -contestó, en el suyo-. Lo estudié apenas un par de semestres, cuando estaba en la escuela secundaria.

– ¿Y dónde leíste acerca del cielo de Madrid?

Sybil adoptó una expresión reticente. Tardó un segundo en responder:

– ¿Por qué tendría que haberlo leído?

– Bueno -balbuceé-, si no lo leíste, debió contártelo alguien.

Entonces ella se rió. Fue una risa delgada y breve, como un cristal quebrado. Después de gastarla, pero todavía divertida, se aclaró la voz y me contempló con aire maligno. Una vez más, Sybil gozaba desorientándome.

– Es un secreto -me amonestó-. No me preguntes por mis secretos y yo haré como si creyera que eres sólo lo que aparentas, un chiflado que andaba tras de mí porque sí, o por esas cosas que dijiste antes. Déjame ser una tonta americana rubia. Es más agradable que jugar a contarte la verdad, por ahora.