Habría querido formular alguna queja, pero sólo se me ocurrieron frases inoportunas o confusas y comprendí que no me quedaba más alternativa que obedecer. Me quedé allí, callado, mientras ella tomaba su iced scorpion con sorbos largos y abstraídos.
Al fin salió al escenario la pianista que actuaba aquella noche, acompañada de sus músicos. Era una mujer físicamente semejante a Sybil, escueta de cuerpo y con una melena rubia muy clara que se destacaba en la distancia sobre sus ropas, de un luto riguroso. Cuando se puso a tocar, la cabellera partida a ambos lados de la frente se le desordenó rápidamente, hasta ocultar en parte sus rasgos. Como anunciara Sybil, tenía voz de negra, y Sarah Vaughan no era un término inadecuado de comparación.
Una tras otra se fueron sucediendo las piezas, en su mayoría títulos célebres de Cole Porter, Charlie Parker o Ellington. La mujer que se parecía a Sybil se entregaba de tal modo a la interpretación, tanto al piano como al micrófono, que al cabo de unas cuantas canciones estaba sudorosa y con las mejillas encendidas. En el instante culminante de la actuación le tocó el turno a There Are Such Things, una vieja canción de Sarah Vaughan, a quien la intérprete debía haberse resignado ya a imitar, en mayor o menor medida. Era una melodía algo cursi, y una letra de vanas esperanzas compuesta para animar a los soldados y a sus novias en tiempos de guerra y separaciones inciertas. A fuerza de dejarse en ella la garganta, no obstante, aquella mujer de aspecto frágil consiguió elevarla hasta alturas impredecibles. Con toda la piel erizada la escuché cantar:
Cuando la cantante enmudeció, exhausta por el esfuerzo, me volví hacia Sybil. Ella también se había vuelto en mi dirección y me observaba. Como yo, estaba conmovida por la emoción y la belleza que había creado la otra, su gemela de la voz de negra. Se había quitado la chaqueta y sus pálidos hombros desnudos brillaban en la semioscuridad que reinaba en la sala. Se inclinó sobre la mesa y se aproximó a mí. Pude olería, el aroma de ella y no el del perfume que se había puesto encima. Era un olor templado, como incienso. Imponiéndose a duras penas sobre los aplausos, gritó:
– Ya ves. Todo es cuestión de fe.
– Como diría el gran Meaulnes.
– Como diría el capitán don Hugo de Moncada, que dio la vida por su barco -enmendó, clavando en mí sus ojos, tan americanos y azules.
La mujer blanca que cantaba como Sarah Vaughan y sus músicos ejecutaron todavía cinco o seis composiciones más. Mientras les escuchábamos, acaso por descuido, la mano de Sybil rozó mi mano, y de ahí no pasó, porque sabía reservarse. Sin embargo, cuando al salir del Iridium me ofrecí a acompañarla hasta su casa, ella consintió. Fuimos por Columbus Avenue, el camino más recto, sólo doce manzanas. Las aceras estaban desiertas y apenas había tráfico. En ese momento se juntaron en mi cerebro dos sensaciones acuciantes. La primera era que el tiempo se terminaba, que en unos pocos minutos llegaríamos ante su portal y que entonces ella iba a despedirse de mí, acaso para siempre. La segunda era que ya había vivido aquello con anterioridad. Escarbé en mi memoria y no tardé en averiguar cuándo. Había sido diez meses atrás, en Madrid, mientras dormía.
– No vas a creerlo -le dije a Sybil, sin poder contenerme-, o peor, creerás que es una especie de truco idiota. Yo he soñado esto.
– ¿El qué? -inquirió, sorprendida por mi exaltación.
– Esto. La noche, la ciudad, los edificios. Los maniquíes de ese escaparate. Tú, o alguien como tú. Fue antes de haber estado nunca en Nueva York. Sólo había una diferencia: hacía frío y a la mujer del sueño la abrazaba, mientras caminábamos.
– Un sueño -murmuró, perpleja.
Y estuvo así, pensativa, durante unos segundos interminables. No fui capaz, aún hoy no soy capaz de desentrañar lo que la movió entonces; si quiso tener fe, si lo hizo para probarme, o si sólo interpretó que aquello formaba parte del juego y quiso jugar a él hasta las últimas consecuencias. Lentamente, se cogió los hombros y declaró:
– Ahora que lo dices, también esta noche hace frío.
La miré y no me atreví. Me quedé quieto ante ella, resistiéndome a creer que el sueño pudiera repetirse y que ella pudiera ser como la mujer que me había enseñado la infinita noche de Nueva York, antes de que yo atravesara el océano. Sybil exigió, impaciente:
– Vamos. Nunca había ayudado a reconstruir un sueño.
Era imperiosa y propicia, tal y como la había deseado, incluso antes de conocerla. La abracé. Su cuerpo estaba tibio, y era tan delicado que casi daba miedo apretarla. Echamos a andar y nuestros pasos se acompasaron en seguida. No debió ser más de un cuarto de hora, pero duró lo que quise, porque ella era el sueño y, como la otra vez, tenía el poder inaudito de alargar los instantes. Estuvimos solos allí, sin cambiar palabra, hasta que todo fue idéntico y perfecto. Luego la dejé en su portal, y no hubo promesas, pero no tuve necesidad de pedirlas. Antes de separarnos, la nieta de Dalmau puso en mi mano un papel diminuto, el que había sacado del pastelillo de la suerte, en el restaurante. Cuando ella hubo desaparecido, leí el mensaje que traía impreso. Rezaba, lacónico e inverosímiclass="underline"
Se te otorgará lo que esperas.
5.
– Así que se dejó abrazar y ahí quedó la cosa -resumió Raúl-. ¿Cuánto hace de eso?
– Tres días -calculé.
– Y no la has llamado ni te ha llamado.
– No.
– Muy bien -celebró-. Mi dilatada experiencia me permite concluir que estás en una estupenda situación para olvidarte del asunto.
Era domingo y había invitado a Raúl a desayunar y almorzar a la vez en ACME, un establecimiento un tanto tenebroso, aunque acogedor, situado en Great Jones Street, a mitad de camino entre su apartamento y el mío. Mientras dábamos cuenta de nuestros copiosos brunches, le había puesto en antecedentes de lo ocurrido la noche de mi cita con Sybil. Había acudido a él porque era el único a quien me parecía que podía contárselo.
– El caso es que no quiero olvidarme -dije.
– Entonces, ¿por qué no la llamas?
– Tengo la sensación de que ahora tengo que esperar. De que si hago algún movimiento antes de tiempo puedo arruinarlo todo.
– Hugo, el ocio te está perjudicando la cabeza -diagnosticó Raúl, con circunspección-. No es la Bella Durmiente, sino una chica cualquiera de Nueva York. O vas por ella o te dejas de fantasías. Tal vez deberías probar a ser un tipo normal, conseguir un trabajo, y conformarte con lo que cayera, como yo. Hace diez años que me aburro y vivo feliz.
– No es tan fácil. ¿Nunca has sentido que no eres dueño de lo que haces? Como si tu vida no tuviera una finalidad en sí misma, y sólo fuera una pieza en el plan de otro, otro a quien nunca ves y a quien tú le traes sin cuidado.
– Naturalmente. Lo siento cada vez que veo la televisión y me doy cuenta de que estoy siendo computado en un índice de audiencia.
– No me refiero a eso -le atajé-. Al cabo de diez meses, no sé a qué he venido a esta ciudad. Pero mientras paseaba con esa chica, por primera vez, tenía la sensación de estar cerca de algo, y a la vez de que ese algo escapaba a mi control, como si yo fuera parte de ello y no al revés. Ahora me doy cuenta, por ejemplo, de que esa noche ella averiguó lo que quiso de mí, mientras yo no conseguía averiguar nada. Maldita sea, se supone que era yo quien la había seguido a ella. Todo esto tiene algún sentido y quizá llegue a entenderlo. La cuestión es que no será antes porque yo me dé más prisa.
Raúl meneó la cabeza.
– Estás en una etapa crucial, compañero -dijo-. La etapa en que tienes que pensar, si de verdad deseas quedarte aquí, en cómo deseas quedarte y para qué. Hasta ahora no has sido más que un turista de larga duración y para eso sobra con dejarse llevar. Pero esa etapa se te acaba. A todos nos llegó el momento y lo resolvimos, de una forma o de otra. Tú te niegas a resolverlo. No soy partidario de aconsejar a nadie, pero tal vez deberías considerar con seriedad si lo que quieres no es volver a casa, simplemente.