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– Si no me equivoco, nunca he estado más lejos de querer eso -proclamé, terminante.

Despachado así su aviso, Raúl se calló. Sin duda sus razones eran sensatas y atendibles, y no era improbable que pusiera en práctica algunas de sus recomendaciones, como por ejemplo la de buscar un empleo. Sin embargo, fallaba en lo principal. Yo no tenía ningún objetivo, y por eso estaba dispuesto a aceptar cualquiera que se ofreciese, especialmente si se sustraía a mi voluntad y quedaba al arbitrio de fuerzas desconocidas.

De esas fuerzas, suponía, habría de venir una señal, y es posible que ya hubiera comenzado a intuir cómo podría ser, incluso a coleccionar intuiciones diversas, todas ellas benéficas y estimulantes, cuando la señal vino, pero de una manera radicalmente distinta de todos aquellos necios borradores mentales que yo había estado garabateando. Al principio, cuando esa tarde regresé a mi apartamento, no advertí nada inusual. La puerta estaba bien cerrada con llave, el salón desocupado y en orden, las luces desconectadas. Incluso perdí un minuto preparándome un vaso de leche y dos o tres más paladeándola. Desde que la había probado por primera vez, me apasionaba la leche americana, por el sabor deliciosamente artificial que le daban todas las vitaminas y las demás sustancias con que la enriquecían. Luego me acordaría de aquel vaso de leche, como un detalle absurdo.

Los vi cuando entré en el dormitorio. Eran tres hombres, y parecían tranquilos. Dos de ellos estaban sentados sobre la cama, con las manos cruzadas entre las rodillas. El tercero estaba de pie, junto a la ventana, absorto en la quietud que aquella tarde dominical reinaba en Hicks Street. Los dos de la cama no iban ni mal ni bien vestidos, pantalones limpios y camisa de manga corta. El de la ventana llevaba un traje beige y una corbata de color teja, con pintas de un tono verde claro. Después de que yo entrara en la habitación, los dos de la cama continuaron inmóviles, porque ya estaban mirando hacia la puerta por la que yo había de aparecer, y el de la ventana volvió el cuello, sin precipitarse. Tenía una cara huesuda y lampiña. El sobresalto, y también el miedo, me privaron del habla.

– Buenas tardes. No se asuste -me saludó el hombre del traje. Hablaba como un locutor de televisión, marcando impecablemente cada sonido.

– ¿Qué significa esto? -llegué a decir, por algún milagro, pero me arrepentí en seguida, porque los dos hombres que estaban sentados en la cama se levantaron, vinieron hacia mí y me invitaron con un gesto a volver al salón.

– Vaya hacia allí -confirmó el del traje, sin despegarse de la ventana-. Tendremos más sitio.

Hice lo que me indicaban, y cuando me señalaron un sillón, me dejé caer sobre él. En mi cerebro se sucedían a toda velocidad pensamientos que no podían serme de ningún auxilio: no era frecuente que por allí hubiera robos en las casas, era todavía menos frecuente que hubiera robos acompañados del secuestro de sus moradores, aquellos hombres no tenían aspecto de ladrones, ni de traficantes, ni de gamberros juveniles (no eran jóvenes, para empezar), tampoco parecían ser mafiosos, pero ¿qué idea tenía yo de cómo eran los mafiosos, aparte de las estupideces de las películas? Los dos hombres que habían estado sentados en la cama y que ya no lo estaban, los dos hombres con camisa de manga corta, descripción que seguiría sirviendo mientras no se la quitaran (y no era probable que lo hicieran), cogieron cada uno una silla de las que había junto a la mesa de comedor y se sentaron ante mí, algo retirados, obstruyendo el paso hacia la salida. Siempre me quedaba la ventana (¿me produciría lesiones irreparables saltar desde un segundo?). Sólo cuando los otros se hubieron acomodado en aquellas sillas, que se veían pequeñas y endebles debajo de ellos, vino el hombre del traje al salón y tomó asiento frente a mí, más cerca que los otros. Antes de hacerlo, se desabrochó el botón inferior de la chaqueta. Era una chaqueta de buen corte y tejido caro, aunque el estilo pretendiera ser informal, o sólo veraniego. El hombre del traje sonreía mientras se sentaba, como si notara que yo le envidiaba la chaqueta.

– Antes de nada -dijo, otra vez con aquella voz y aquel inglés maravilloso, de locutor televisivo-, me permitirá que le presente a mis compañeros y que me presente yo mismo. Ellos son Keith y Greg y yo soy Kyriakos y podrían ser nuestros nombres auténticos, aunque le dejaré con esa duda, para que tenga algo con lo que entretenerse mientras estamos aquí y también luego. Con esto le transmito una información importante, que espero que le aliente: habrá un luego. Bueno, no debe caberle ninguna duda. Si no fuera a haber un luego, ni siquiera habría tenido tiempo de vernos. Somos personas ocupadas y cobramos por horas. Además hoy es domingo, precio doble.

Consignó la circunstancia como si hubiera de resultarme peculiarmente halagüeña. Era un hombre caluroso, pese a aquella cara angulosa y flaca y a la brillante piel de muchacho, femenina y desasosegante.

– ¿Ha reflexionado alguna vez sobre el papel que la violencia desempeña en nuestra sociedad, señor Moncada? -preguntó Kyriakos, como si fuera un profesor de filosofía preguntando a un alumno si alguna vez se había parado a reflexionar sobre el alcance de los conceptos de forma y substancia en los escolásticos.

No habría podido responder aunque hubiera querido, y aun si hubiera querido y podido no habría tenido nada que contestarle. Era obvio que Kyriakos iba a mostrarme perspectivas para mí inasequibles del problema. Kyriakos lo sabía, y prosiguió, sin cuidarse de mí:

– La organización de nuestro tiempo se basa en un permanente ejercicio de la violencia. Con ella se resuelven los desequilibrios entre las naciones, las clases sociales, y también dentro de las clases sociales. Nuestro gobierno utiliza la violencia para que ciertos países, los que olvidan cómo son las cosas, estén donde deben estar y hagan lo que deben hacer. Los poderosos utilizan la violencia para que los que no tienen el poder, y también olvidan cómo son las cosas, se aguanten y no molesten. Y todavía entre los desgraciados, unos ejercen la violencia sobre el resto, porque todavía quedan papeles por repartir; siempre se puede ser primero y último, aunque sea en el infierno.

Keith y Greg escuchaban con la frente arrugada, con la vista alzada al techo, como si estuvieran en la iglesia oyendo un sermón que no fuera ni muy novedoso ni muy rutinario, de labios de un pastor que tampoco les cayera demasiado bien o mal.

– Ahora bien -Kyriakos extendió las manos al frente, para llamar la atención sobre lo que iba a exponer a continuación-. En nuestros países, y me refiero a los países que se llaman civilizados, como éste o el suyo, son muchas las personas que viven en la ilusión de que la violencia no existe. Y debe comprender lo que quiero decir exactamente. Pueden ver guerras en la televisión, o atracos en el cine, y hasta sufrir pequeños robos ellos mismos, y aun así mantener la ilusión de que la violencia no existe. ¿Por qué? Porque nunca se han encontrado en una franja de desequilibrio. Viven confortablemente en amplias zonas de equilibrio, lejos de las fronteras donde la violencia es necesaria. ¿Me sigue?

Asentí, porque le seguía y porque me dio la sensación de que si no asentía volvería a explicármelo. Kyriakos era un hombre meticuloso, demasiado para tenerle puesto un precio a su tiempo, quizá. Mi asentimiento le confortó:

– Espléndido. Me agrada mucho tratar con usted, señor Moncada. Pues bien, todo esto nos lleva al siguiente razonamiento: hay que caer en una franja de desequilibrio, para poder entender hasta qué punto la violencia es el pilar sobre el que se asienta nuestro orden. ¿Y cómo es posible caer en una franja de desequilibrio? Lo cierto, señor Moncada, es que no es tan difícil como la mayoría de la gente piensa. Una combinación de azar y de culpa, como siempre pasa en la vida, puede llevarle a uno allí con relativa facilidad. Desde luego, hay franjas en las que será más improbable caer, dependiendo de la situación de cada uno. Ninguna aviación extranjera ha bombardeado nunca las ciudades de Estados Unidos, y esto es una tranquilidad casi indestructible para un americano; una tranquilidad de la que no goza, por ejemplo, un iraquí. Pero otras franjas están a nuestro alcance, o quizá sería mejor decir que somos nosotros quienes estamos al alcance de ellas. Y cuando un hombre normal, un hombre que ha vivido toda su vida en zonas de equilibrio, cae en una franja de desequilibrio, la súbita comprensión de la violencia y de su cometido desencadena en su espíritu fenómenos extremadamente notables.