Выбрать главу

– No.

– Son artefactos fascinantes -declaró, con arrobo-. Le describiré someramente su funcionamiento, para que se haga una idea -Kyriakos se paró a ordenarse, se veía que quería estar a la altura, e inició con viveza su descripción-: Lo primero, claro, es elegir el blanco. Una vez elegido, se lo ilumina con un designador, que es un aparato que sirve para estas cosas. Desde ese momento, al piloto del avión que lleva la bomba le aparece una señal en la pantalla del radar. Párese a pensar esto: el piloto está a treinta mil pies de altura, a sesenta millas de distancia, no sabe qué hay detrás de esa señal, ni quién se la ilumina. Maniobra hasta que el radar le indica que está en posición de lanzamiento; entonces suelta la bomba y da media vuelta. Y se va, señor Moncada. Ahora viene el trabajo de la bomba. Porque la bomba busca el blanco que le están iluminando, mientras cae corrige levemente su trayectoria, hasta que llega al suelo y bum, fin de todo. El piloto ya vuela hacia casa, sin saber a quién ha matado, porque no hace falta que lo sepa. Sólo es preciso que alguien le ilumine el blanco. Y el que lo ilumina no ha tirado la bomba, sabe quién muere, o lo sospecha, pero él no ha matado a nadie. Al final, la única asesina es la bomba. Es un montaje perfecto, con el que nuestro gobierno sacude su violencia allí donde resulta necesario. ¿No adivina por qué le cuento esto? A una escala más modesta, mis amigos y yo somos como el piloto que tira la bomba láser. No sabemos a quién jodemos, ni por qué, ni para quién, y tampoco hace falta. Es más: no saberlo es lo que nos hace inflexibles.

Kyriakos estaba radiante. Se puso en pie, se ajustó la corbata y se abrochó la chaqueta, con dedos diestros. Greg y Keith también se levantaron, aunque más cansinamente.

– Con esto termino -dijo Kyriakos-. Ahora verá con claridad que carece de sentido que denuncie a la policía lo que ha sucedido aquí esta tarde. En el mejor de los casos, y ya sería demasiado bueno, detendrían a Kyriakos, Greg y Keith, que no saben nada, y dentro de una semana vendría otro piloto, pero no le ofrecería la ingeniosa solución que hemos acordado ahora. Tampoco nosotros, desafortunadamente, estaremos en condiciones de rehacer el trato si usted incumple su parte y nos vemos obligados a volver a entrevistarnos con usted. Lo que haremos entonces puede deducirlo de lo que antes le rogaba que guardase en su memoria: todo lo que hemos estado hablando acerca de la función social de la violencia. Que tenga un buen domingo, señor Moncada. Confío en que no volveremos a vernos.

Kyriakos salió el primero, liviano y ágil como una gacela. Greg y Keith le siguieron y cerraron sin dar portazo. Eran gente respetuosa, con el sosiego y la propiedad ajenos. No habían ensuciado nada, ni siquiera habían dejado olor. Aquella tarde me quedé sentado en el sillón hasta que se fue la luz, y por la noche, arropado hasta el cuello aunque no hacía frío, estuve recordando palabra por palabra la teoría de Kyriakos sobre la inclemencia de las franjas de desequilibrio, en las que un hombre normal podía caer más fácilmente de lo que se creía, arrastrado por el azar o la culpa, o por una mezcla de ambos.

6.

Tan vulnerable

Según asegura una canción, junio es uno de los mejores meses en Nueva York, porque ya no hace frío pero todavía no hace un calor agobiante, y los días son largos y las noches despejadas. Junio también es un mes bueno en Madrid, al menos yo siempre había estado algo optimista en junio, quizá por una reminiscencia de los tiempos de la escuela; ese mes daban las vacaciones y las notas y yo sacaba buenas notas y me sentía mejor, probablemente un poco mejor de lo que realmente era, en junio. Sin embargo, cuando vino aquel junio, mi primer junio en Nueva York, no estaba nada optimista ni me sentía mejor que otros meses, sino más bien como una especie de gusano con las horas contadas. Durante días permanecí recluido en mi apartamento, temiendo incluso el momento de salir a la tienda a comprar pan y mantequilla de cacahuete, de la que comprobé que un hombre puede vivir, al menos durante un corto periodo, sin echar de menos ninguna otra fuente nutritiva. Decliné sistemáticamente las invitaciones de mis amigos, me negué a que me visitaran, acabé por descolgar el teléfono.

Mientras recorría con el mando a distancia los innumerables segmentos de vacío que me proporcionaba la televisión por cable, pensaba en Kyriakos y también, aunque un poco en segundo término, como si Kyriakos pudiera enterarse de que lo hacía, en Sybil y en todo lo que ella había dicho las dos o tres veces que habíamos hablado. Especialmente en una frase que había pronunciado mientras cenábamos en el Silk Road Palace, y que ahora adquiría un significado imprevisto: Quizá seas tú el que debería prevenirse.

También pensaba en la insistencia de Michael para que me abstuviera de telefonearla, y en las palabras de Raúl, nunca vayas donde no te llaman, cuando nos habíamos emborrachado con tequila, la misma noche en que Sybil me había invitado en el Fez. Pero al fondo de todo, como una sombra impenetrable y una clave obstinadamente hurtada, era imposible no pensar en Dalmau. En él y en los obstáculos con que me había ido topando cada vez que, por uno u otro camino, me había aproximado a su secreto. Me había entrevistado con su editora, había interrogado a su hija, incluso había descubierto la tumba de su hijo, a orillas del lago Michigan, sin que ninguna de estas indagaciones me permitiera saber nada del mismo Dalmau. Y cuando ya había abandonado la búsqueda, cuando sólo perseguía a una mujer que también podría no haber sido su nieta, aunque lo fuera, ¿era aquello, Kyriakos y su amenaza, el signo de que le había encontrado? ¿Qué maldita cosa enterrada era lo que había encontrado, en mi infinita torpeza?

Fuera lo que fuese, aquellos hombres conocían mi apellido y mi domicilio y habían entrado y salido de mi apartamento como si nada; no podía aspirar a burlarlos. Podía mudarme de apartamento, pero también irían a mi nuevo apartamento y entrarían y saldrían como si nada, si tuvieran que hacerlo por alguna razón. Desde luego existía una diligencia mínima que me cabía mantener y en la que acaso pudiera confiarse: observar mi parte del trato que Kyriakos había hecho consigo mismo, en mi presencia. Pero no había ido a aquella ciudad para vivir en peligro; lo cierto era que nunca había vivido en peligro. Como Kyriakos había expuesto, sabiamente, siempre había estado lejos de la frontera y estaba incapacitado por una defectuosa conciencia de mi cuerpo y de otras muchas nociones útiles.

Así que a mediados de junio, por las mismas fechas en que recibí, como una broma del destino, mi documentación definitiva de residente, estaba ya casi resuelto a regresar a casa. No era la forma en que había soñado volver. No había terminado lo que había ido a hacer, si había ido a hacer algo, y no me empujaba el deseo de reintegrarme adonde pertenecía, sino la esperanza de que en Madrid tendría menos miedo. Cuando decidí colgar otra vez el teléfono en su sitio y utilizarlo, llamé a Raúl y se lo anuncié:

– He estado meditando sobre lo que me aconsejaste. Creo que voy a volver a Madrid.

– ¿Por eso has desaparecido estos días?

– En parte.

– ¿Has estado viéndote con la chica?

– No.

– Y no tiene nada que ver con tu decisión.

– No.

Raúl no era entrometido y podía arreglarse con una mentira, aunque fuera tan grosera como aquélla. También era un buen amigo. Contra lo que suele creerse, la verdad puede decírsele a cualquiera, porque todo el mundo tiene una afición malsana por estar al tanto de la verdad. Sólo a un buen amigo puede despachársele con una mentira.

Una noche, mientras cenaba, sonó el teléfono. Supuse que podían ser Raúl o Gus o Michael y lo cogí sin darle importancia. Al otro lado de la línea estaba, sorprendentemente, Sybil.