– Al fin -dijo-.Ya creía que te habías muerto.
– ¿Sybil? -quise cerciorarme.
– No lo digas así, como si fuera una especie de fantasma telefónico. También yo puedo encontrar un número en la guía, aunque temí que hubieras dejado de pagar la factura. Comunicaba todo el tiempo.
– Ha estado estropeado -inventé, dudando si colgar.
– ¿No pasaste cerca de ninguna cabina? -reprochó-. Estuve esperando que me llamases. Lo pasé bien la otra noche, o más bien hace un siglo. ¿Cuánto hace, dos semanas? Me extrañó que no dieras señales de vida. Normalmente me doy cuenta cuando decepciono a alguien.
– Perdóname, Sybil. No puedo atenderte.
Y corté la comunicación. Cuando estuvo hecho, los latidos de mi corazón se desbocaron. Era consciente de estar actuando a tientas, y no era una sensación apaciguadora. A los pocos segundos volvió a sonar el teléfono. No sonó mucho, cinco o seis veces. Desde esa noche dejé constantemente conectado el contestador automático. Al día siguiente, cuando volví al apartamento, me aguardaba un mensaje de Sybiclass="underline"
No entiendo muy bien lo que ocurre, y no me gusta demasiado no entender. Te ofrezco vernos y charlar. De qué, puede que te preguntes. Bien, yo no he sido sincera contigo y tú no lo has sido conmigo. ¿No tienes curiosidad por probar cómo resultaría si lo fuéramos? Yo sí. Una explicación sobre mi insistencia: hacía años que no sentía curiosidad por nadie. En fin, tienes mi número. Yo sí cojo el teléfono.
Su tono, sobre todo al final, era exigente y tozudo, como el de una niña a la que se le hubiera denegado un capricho, aunque intentaba mostrarse amable, en cierto modo. Escuché el mensaje muchas veces, quince o veinte, y luego lo borré. Yo tampoco entendía nada, o entendía algo que Sybil no podía remediar. Después de aquél, esperaba que hubiera otros mensajes, más o menos deprecatorios, hasta que se aburriese. No los hubo. Al principio eso pudo desilusionarme, por efecto de algún resorte estúpido; una reacción comprensible, pese a todo. A medida que fueron pasando los días sucumbí a la evidencia de que era mejor que nada estorbara mis preparativos de viaje.
En ellos estaba cuando una tarde, bajando por Atlantic Avenue, distraído en la voluptuosa estampa oceánica en que desembocaban todas las perspectivas, alguien me salió al paso. A contraluz, como venía, tardé en reconocerla.
– Hola -dijo Sybil. Llevaba un vestido corto, estampado, que la hacía parecer diez o doce años más joven. Estaba algo bronceada, y aunque había elogiado su palidez, hube de admitir que también era hermoso aquel suave color de miel que ahora tenían sus hombros.
– ¿Cómo has llegado hasta aquí?
– En metro. Fui a tu casa y llamé a tu piso. Como no respondía nadie, decidí dar una vuelta por el barrio. ¿Vienes de hacer la compra? -preguntó, señalando el paquete que yo llevaba bajo el brazo.
– No creo que me interese relacionarme contigo, Sybil. Disculpa -y eché a andar.
– Eh -me interceptó, enérgica-. ¿Qué demonios pasa aquí? ¿Ni siquiera podemos tomar un café y hablar como personas?
– ¿Estás segura de que puedo tomarme un café contigo?
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir si tienes permiso de quien tengas que tenerlo. O mejor dicho, si yo lo tengo.
Sybil me soltó y dejó colgar su brazo inerte junto a su cadera. Se volvió hacia el océano, al final de la avenida, y luego me miró otra vez. Cegado por el sol, no podía captar el brillo de sus ojos, aunque debían estar brillando, en ese momento.
– ¿Permiso de quién?
– Tres días después de cenar contigo -relaté, con desgana-, llegué por la tarde a mi apartamento y había tres hombres en el dormitorio. No me hicieron nada, ni siquiera me tocaron, pero fueron muy convincentes. Me convencieron de que no me convenía verte más. No sé por qué, y no voy a hacer por saberlo -quise contenerme, pero lo solté todo-: No sé qué esconde Dalmau, ni me importa. Me quito de la circulación y listo. En realidad no buscaba nada, y menos de él. Lo estuve haciendo antes, y lo dejé.
– ¿Me seguiste porque era su nieta? -preguntó, abatida.
– Te localicé así, pero no te seguí por eso.
– Siempre supe que le conocías -dijo-. Por esa falsa llamada desde la embajada, mencionando su nombre. Pero no intentaste nada. Si hubieras querido algo de él lo habrías intentado. No habrías sido siempre tan vulnerable. Han cometido un error.
Meneaba la cabeza y agitaba las manos, desolada.
– Ahora ya no tiene remedio, Sybil. Nunca me habían esperado en mi habitación tres hombres dispuestos a pulverizarme. Las pocas tonterías en que se ha ido mi vida hasta ahora no me han preparado para esto. Dile a Dalmau que no se preocupe, que me esfumo.
Y esta vez arranqué con fuerza, para que ella no pudiera detenerme si volvía a agarrarme del brazo. No se movió. Me alejé diez o quince metros antes de que ella reaccionara. Oí sus pisadas, rápidas e irregulares, que avanzaban hacia mí. Apreté el paso, pero Sybil corrió y logró rebasarme. Traté de esquivarla, sin éxito.
– Por favor -imploré, fatigado-. El juego ya ha ido bastante mal. ¿No te cansas nunca?
– No ha sido Dalmau -dijo, como si eso lo excusara todo.
– No me interesa, Sybil, de veras -protesté.
– La culpa la tiene Pertúa, ese paranoico.
– ¿Pertúa?
– Escucha -Sybil me sujetó por un hombro y me dedicó su gesto más persuasivo-. Si es Pertúa el que anda detrás, y apuesto que es él, puede arreglarse fácilmente. Confía en mí y no vayas a ninguna parte. Alguien ha sido demasiado listo.
Acarició mi mejilla, como si fuera la de un niño a quien hay que confortar de una pesadilla que ya ha pasado.
– Te llamaré -prometió.
Y se fue avenida abajo. Viéndola irse, aquella leve silueta de muchacha soñada en la lenta tarde de junio sobre la bahía, tuve un raro sentimiento. Dalmau, Sybil, quizá incluso Kyriakos, formaban parte de algo que me correspondía. Podía temerlos, podía huir, podía aceptarlos. Pero nunca podría repudiarlos, a ninguno de ellos, y menos que a nadie a aquella muchacha empeñosa que se alejaba deprisa, por la avenida que moría en el océano.
7.
Sybil incumplió su promesa de aquella tarde, al menos en la literalidad de sus términos. Cuando sonó el teléfono, a la mañana siguiente, y lo cogí creyendo que podría ser ella, en la línea surgió la voz de un hombre al que no conocía. Era una voz cadenciosa y un tanto tímida, aunque pronto me di cuenta de que era una timidez engañosa. Hablaba en español, con un acento sudamericano indefinido, no demasiado fuerte.
– ¿Hablo con Hugo Moncada?
– Sí -repuse, indeciso.
– Soy Pertúa. Llamo de parte de Sybil Fromsett.
Guardé silencio. Lo que hubiera de decirse, lo diría él.
– Creo que le debo una disculpa y una explicación -continuó, entendiéndome-. No obstante, tal vez no sea el teléfono el mejor medio. Quisiera proponerle que viniera a verme, si no está demasiado ocupado.
– Ir a verle dónde -dije, con cautela.
– No estoy lejos. En el Rockefeller Center, Quinta Avenida. Lo conocerá, seguramente.
– Desde luego.
– Le doy el piso y la suite. Se entra por la puerta de la estatua de Atlas. No tiene pérdida. En todo caso, si se extravía, pregunte por mí.
– No me consta que pueda fiarme de usted -alegué.
– Puede hacerlo. Estoy muy avergonzado y deseo ofrecerle una reparación -hizo aquella confidencia, casi íntima, sin variar la entonación, como si sólo fuera su deber y nada pudiera oponerse. Más tarde averiguaría que el deber era para Pertúa lo primero en la vida.
– De acuerdo. Iré. Deme una hora.
Aunque no solía ponerme corbata, había llevado alguna, y se me ocurrió que aquélla era una buena ocasión para utilizarla. Con corbata, debía ser el entrenamiento o alguna confianza inconsciente, me las arreglaba para ofrecer un aspecto relativamente respetable. Sin ella, porque carecía de elegancia natural o me faltaba envergadura, era mucho más improbable que se me tomase en serio. En los años cuarenta y cincuenta, cuando el respeto que a uno le tuvieran era decisivo, todos los hombres, aun los que debían quitárselo de comer, llevaban chaqueta y corbata. Incluso los galanes de cine, a quienes las mujeres habrían admirado igual en atuendo deportivo, se pertrechaban invariablemente con estos accesorios, así fuera para protagonizar películas en las que debían rodar todo el tiempo por los suburbios, unos suburbios de pega en los que llovía siempre, o casi siempre. Juzgué que también yo debía procurar que Pertúa me tomara en serio, aunque ello me obligara a sufrir un poco más el calor matinal. En suma, me puse corbata.