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Lo último que había previsto era que Pertúa me llamara para ofrecerme trabajo, por cuenta de Dalmau. Le transmití mi perplejidad:

– No comprendo. ¿Por qué habían de confiar en mí?

– Es lo mínimo que le debemos, señor Moncada. De todas formas, acaba de tocar un punto importante -Pertúa adoptó un gesto severo-. No quisiera que interpretara que esto supone la más mínima reserva por nuestra parte, pero, ¿podría preguntarle cuál fue el propósito que lo movió a tratar de localizar a Manuel Dalmau?

– Leí su libro.

Pertúa meditó un segundo. Me dio la impresión de que aquel asunto, la faceta literaria de Dalmau, escapaba a sus competencias. Fue extremadamente precavido al inquirir, sin que pudiera tomarse como indicio de un juicio, favorable o adverso:

– ¿Y qué vio en el libro?

– A alguien que había venido de España a Nueva York mucho antes que yo, cuando apenas venían españoles aquí. En su experiencia, por lo que se desprendía del libro, había ciertas coincidencias con la mía.

– ¿Qué coincidencias? Si no es demasiada indiscreción -se excusó.

– Coincidencias sentimentales. Respecto de la propia tierra y la forma de recordarla.

– De modo que su único interés era literario.

– Puede describirlo así. Por eso, cuando deduje que Manuel Dalmau no quería ser localizado, abandoné sin más mis investigaciones.

– Sin embargo, trabó relación con su nieta -se traicionó Pertúa, posiblemente con plena conciencia de hacerlo y de que yo iba a pensar que se traicionaba. Aunque refutase la supuesta ausencia de reservas que acababa de proclamar, comprendí que él tenía la obligación de no pasar por alto aquel detalle.

– Por otras razones. Si no me equivoco, Sybil debe haberle comunicado que en ningún momento hice por saber nada de su abuelo.

– Ya veo. En cualquier caso, señor Moncada, quiero que disponga de algún argumento para ser indulgente conmigo. Convendrá en que no podía resultarme indiferente que la hija y la nieta de Manuel Dalmau recibieran su visita, y en el caso de la segunda, algo más que su visita. No es frecuente que un simple interés literario lleve a una persona a viajar tanto y a establecer ese tipo de contacto con la familia del autor.

– No lo sé -dije-. En realidad, ignoro la razón por la que Manuel Dalmau prefiere ser un misterio, aunque la respeto y lamento las preocupaciones que haya podido causarles.

Pertúa percibió mi ironía y yo me arrepentí de ella en el acto. Me pregunté cómo habrían seguido todos mis pasos y me percaté de que en realidad había debido ser muy fácil. Le había dejado una tarjeta a Sue Fromsett, y aunque quizá ella no se la hubiera facilitado a Pertúa, debía haber llegado hasta él con relativa presteza a través de algún cauce. El único cauce que se me ocurría era Dalmau, a quien Pertúa exculpaba de todas sus providencias, acusándose él mismo de impulsarlas. Pero mi último comentario requería algo que justificara a Dalmau, y de nuevo Pertúa realizó la labor.

– No necesita ser suspicaz -aseveró, con dulzura-, aunque me hago cargo de que yo le he dado pie para que lo sea. Manuel Dalmau es un hombre muy anciano, y como puede ver, en él concurren circunstancias que pueden sugerir a ciertas personas la posibilidad de tomar iniciativas arriesgadas. No debe asombrarle que trate de preservar su intimidad y la de su familia. En fin, después de todo, esto nos devuelve adonde estábamos antes. La confianza mutua, señor Moncada. Le he hecho una oferta, creo que bastante apetecible para un hombre en su situación presente. ¿Qué me contesta?

– Esa oferta, ¿viene acompañada de alguna exigencia? -quise cerciorarme.

– Ninguna en absoluto. Es un empleo y se espera de usted que trabaje por el sueldo que se le dará, en los términos que son habituales. Nada más.

– ¿Qué sueldo?

– El adecuado al puesto que ocupe. Le garantizo que no estará descontento, señor Moncada -Pertúa debía tener sobrada experiencia en comprar hombres con dinero, a juzgar por la seguridad, casi desdeñosa, que exhibía al tocar ese punto.

– Supongo que no le ofenderá que quiera pensarlo un poco. Son demasiadas cosas para asimilarlas según vienen.

– Desde luego. Tómese el tiempo que desee. Y deshágase de cualquier reticencia. Le estoy ofreciendo un trabajo normal y honorable. Con nuestros errores, como cualquiera, somos personas normales y honorables. Estamos ansiosos, y yo personalmente, de demostrárselo de forma que no le quepa ninguna duda.

Me di cuenta de que era la primera vez que me encontraba ante un hombre que se veía en la necesidad de proclamar y demostrar que era normal y honorable. Eso habría debido espantarme, pero Pertúa sostenía su discurso con temple y convicción. Tras su aspecto deslustrado, tenía una innegable capacidad para cautivar al oponente.

– No quiero robarle más tiempo. Por cierto -administró con destreza el efecto-, alguien le espera en la recepción.

Con esta noticia, que le complacía visiblemente darme, por lo que corroboraba sus palabras o por mi momentáneo desconcierto, Pertúa se puso en pie y me tendió otra vez la mano, que estreché y volví a notar templada y seca. También noté que era fuerte.

Sybil me aguardaba arrellanada en una butaca que había frente a la mesa de la recepcionista. Estaba exultante, porque me había enseñado su poder.

– ¿Has aceptado? -fue su saludo.

– Todavía no.

– Pero aceptarás.

– Tendrás que proporcionarme alguna razón.

– Te la proporcionaré.

Habría debido recelar de su alborozo, de la propia Sybil, que jugaba a obedecer a su jefe del despacho de arquitectos cuando su abuelo dictaba las vicisitudes de un hombre como Pertúa. Sin embargo, estuvimos juntos aquel día, y al día siguiente y en los días sucesivos, y cuanto más estaba con ella menos podía resistirla, porque ella había desentrañado mi debilidad, o yo se la había desvelado, irresponsablemente, la noche en que le había pedido reconstruir mi sueño. Pero no escribiré mucho más acerca de mis andanzas con Sybil, porque nunca he sabido o querido escribir historias de amor y porque Sybil importa a mi vida y ésta no es la historia de mi vida, sino la de cómo llegué hasta el ángel oculto. A esta historia, la del hallazgo inaudito que guardaba para mí la ciudad que antes había creído vacía, Sybil deja de ser indispensable una vez dicho cómo me condujo hasta Pertúa. Desde allí, aunque ella estuviera cerca, incluso aunque me favoreciera siempre, era yo quien debía seguir camino hasta Dalmau, donde terminaba el viaje.

V. EL ÁNGEL OCULTO

1.

Al servicio de Dalmau

En ningún momento, ni siquiera mientras representaba lo contrario ante Pertúa, había dudado que aceptaría entrar a trabajar al servicio de Dalmau. No lo había dudado aunque desde luego tenía motivos para rechazar la oferta, o quizá sería más correcto decir que me costaba encontrarlos a favor. Si bien se trataba de un medio de vida más o menos asequible a mi capacitación profesional, y me permitía demorar un regreso que no deseaba, cuando llamé a Pertúa para confirmarle que quería el trabajo, no era eso lo que inclinaba mi ánimo, ni tampoco ninguna de las razones a las que Sybil se había afanado, conforme a su promesa, en convertirme. Si consentí fue, sobre todo, por la intuición de que era allí, en los dominios de Dalmau, mucho antes que en un regreso deshonroso a Madrid o en cualquier otra ocupación en Nueva York, donde podía tener una oportunidad de esclarecer las causas que habían provocado mi viaje. Era la misma intuición que había despertado en mí la lectura del libro, y que resucitaba, intensificada, con la reaparición de Dalmau a través de Pertúa, aquel formidable subalterno.