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En mis dos primeros meses en la compañía de inversiones, Pertúa me llamó a su despacho en tres o cuatro ocasiones. Siempre que llegué a la suite del Rockefeller Center la enorme recepcionista me estaba esperando, ufana, y Myrtle estaba presta para hacerme pasar al despacho de su jefe. Un día, cuando ya había logrado una mínima certeza de que podía conducirme ante aquel hombre con algún desembarazo (llevaba semanas trabajando para él, o para Dalmau, sin contratiempos; salía con Sybil; y Pertúa y yo ya habíamos mantenido otras entrevistas), reuní el valor preciso para interrogarle acerca de aquel detalle que desde el primer momento me había impresionado, la desproporcionada y unánime belleza de las mujeres que trabajaban allí, a su alrededor. Pertúa no se ofendió.

– Estoy aquí durante muchas horas -dijo, con su sempiterna sonrisa demediada-. La belleza de que me rodeo aquí es casi la única que veo. No sé si estará de acuerdo conmigo, pero en mi parecer un hombre que carece por completo de la oportunidad de contemplar la belleza se convierte en un ser abyecto e indeseable. Confieso que puede ser reprobable que destine algunos recursos económicos de la empresa a paliar una necesidad personal, pero afortunadamente la belleza que tanto le llama la atención es barata, y no se trata de personas ineficientes, como afirma el tópico. Myrtle, por ejemplo, es la mejor secretaria que existe.

Se enorgullecía de Myrtle como de un pura sangre o una motocicleta, pensé, pero ya les había sorprendido alguna vez comunicándose con una mirada como el relámpago y temí estar siendo burdo e injusto. En nuestras conversaciones, Pertúa seguía obsesionado por rectificar lo que él llamaba su falta, es decir, la drástica iniciativa que había adoptado respecto de mi persona antes de conocernos. A este afán respondía la protección que me hacía sentir y que claramente me prestaba, y la aparente franqueza con que me instruía acerca de distintos aspectos del grupo de sociedades de Dalmau. Yo almacenaba en mi memoria todo lo que me transmitía, sin preguntarle casi. Para mí el problema no era confiar en ellos, algo que en mi composición de lugar de entonces no iba a suceder nunca, sino que ellos confiaran en mí, y nadie confía con facilidad en un curioso. No podía ser más evidente que Pertúa, con aquellas entrevistas y por otros medios, me vigilaba.

Aquella vigilancia podría haberme provocado cierta tensión, pero me las arreglé para evitarlo. Algunos mediodías de aquel agosto, cuando no me citaba con Sybil para almorzar, me iba a pasear por Nassau Street, entre los turistas. Caminar por aquella calle, tan parecida a algunas calles comerciales de España, curioseando por las tiendas o simplemente mirando a la gente, me producía un gran placer, lo mismo que alargarme hasta Battery Park, donde iba a veces a tomar un bocadillo o una hamburguesa en mi hora de descanso. Por primera vez acaso desde mi llegada, un año atrás, mientras estaba allí, sentado a la sombra de los árboles con la chaqueta de mi traje de oficinista en el brazo y la camisa arremangada, me sentía acogido por la ciudad, casi uno de ellos. Y me gustaba.

2.

La prueba

Aunque me sirviera en parte para ello, la mira de Pertúa al darme el trabajo no había sido ayudarme a construir una sensación confortable en mi estancia en Nueva York. En nuestras conversaciones, después de la primera, no volvió a mencionarse el nombre de Dalmau, pero Dalmau seguía allí, omnipresente y agazapado detrás de cualquier cosa que Pertúa hiciera, y yo lo sabía y por eso barrunté que Dalmau no podía ser ajeno a lo que, una mañana de septiembre, Pertúa me convocó para discutir en su despacho. Hacía un día soleado y la luz que entraba por la ventana recortaba su silueta ante mí. Era una silueta enhiesta, como sus pocos cabellos y como su mismo temperamento, siempre en guardia.

– Ya llevas con nosotros algún tiempo, Hugo -creí no haber oído bien; era la primera vez que me tuteaba-. En ese tiempo has probado tu valía y nos has convencido de que la decisión que tomamos en su día fue una afortunada solución para una lamentable desgracia que todos preferimos olvidar. Desconozco hasta qué punto hemos podido satisfacer tus expectativas, pero las nuestras se han visto con mucho superadas.

Siempre hay que dudar cuando a uno se le elogia. Quien elogia siempre busca algo, inocente o perverso, y el elogiado debe medir antes que nada si está en su mano pagar el elogio. A veces es un precio módico, que se desembolsa de buen grado; otras veces es una penitencia con la que se purga desmedidamente el privilegio obtenido. No sabía si podría pagar lo que Pertúa andaba buscando, así que dudé y no dije que también mis expectativas se habían colmado, lo que, por otra parte, podría no haber sido excesivamente mendaz.

– Por eso -prosiguió Pertúa, tal vez haciéndose cargo-, queremos dar un paso más en nuestra relación, si tú crees que puede seducirte.

– ¿Qué quiere decir exactamente un paso más?

– Quiere decir trabajar aquí, en la cabecera del grupo.

– ¿Aquí?

– Entiendo que pueda resultarte prematuro -concedió-. A fin de cuentas, sólo llevas con nosotros dos meses. Pero te ruego que prescindas de ese aspecto. El tiempo es una magnitud relativa, que depende de quien lo marca y de quien lo recibe. Nosotros no nos complacemos en alargar las ceremonias, al menos ciertas ceremonias, y aunque a otros no les bastarían veinte años, los dos meses que tú has tenido han sido suficientes. Puedes creer que no somos inexpertos en este tipo de apreciaciones.

Podía creerlo, aunque no me fiara. Pero la propuesta de Pertúa era tan tentadora que comprendí inmediatamente que no iba hacer otra cosa que dejarme conducir a donde él hubiera pensado. A aquellas alturas, no podía ser tan ingenuo como para cometer el desperdicio de fingir ante Pertúa, así que me limité a consultar:

– ¿Qué tendría que hacer?

– Para empezar, un trabajo especial.

La palabra especial me inquietó. Pertúa lo notó y se apresuró a explicarlo:

– Hemos decidido una reorganización de parte de nuestros negocios. La operación principal de esa reorganización es la venta de la empresa para la que has estado trabajando. Tenemos un comprador que oferta un precio atractivo. Necesitamos alguien con conocimiento de lo que se vende que sirva de interlocutor al personal del comprador que vendrá para comprobar la valoración y cerrar el trato. No estarás solo. Te ayudará alguien con experiencia en estas cosas -y avisó a Myrtle-: Myrtle, llama a Avi.

– ¿Avi?

– Se llama Avinash. Nunca pronuncio bien su apellido. Es hindú, una raza imperturbable, cualidad ventajosa para estas misiones.

Avinash apareció al cabo de unos segundos. Era un tipo desgarbado, más o menos de mi edad, y todavía más bajo que Pertúa. En su rostro oscuro, el blanco de los ojos relucía como la luna en mitad de la noche.

– Avi, te presento a Hugo Moncada. Se encargará de la negociación, con tu ayuda.

Avinash no preguntó qué demonios pintaba yo allí, por qué me iba a encargar de la negociación o por qué tenía que ayudarme. Ni siquiera pestañeó. Me tendió la mano y dijo:

– Encantado.

Durante los primeros días de trabajo, la presencia del hindú me incomodó. Era competente y laborioso, y también temible para nuestros interlocutores en la polémica; conmigo, por lo demás, se atenía en todo momento a un compañerismo que parecía sincero. Pero no se me iba de la cabeza que aquel hombre, además de pertenecer a otra civilización, lo que no dejaba de advertirse en alguna que otra circunstancia, era uno de los auxiliares de Pertúa en la misteriosa cabecera del grupo y tenía, por añadidura, experiencia en trabajos como aquél. Las reuniones, casi siempre largas y exasperantes, se sostenían en un lúgubre edificio de Spring Street y a veces en la propia sede de la compañía cuya venta se negociaba. En el primer caso el obstáculo era estar durante horas en una oficina arrendada para la ocasión, rodeados de ordenadores y pizarras y soportando las ingeniosidades de los mercenarios contratados por el comprador (abogados, auditores, etcétera), que ineludiblemente versaban sobre los diversos particulares del negocio que permitían exigir una rebaja en el precio, o un incremento de las garantías, o ambas cosas a la vez. En el segundo caso, había que tener la sangre bastante fría para ajustar con la distancia adecuada las condiciones de la transacción, bajo el mismo techo que cobijaba a todas aquellas personas que iban a ser vendidas a tanto alzado y en lote (alguna de ellas entraba en la sala, de vez en cuando, para pasar un recado o renovar el café).Y ello sin dejar de sugerir, si resultaba a propósito, los costes laborales que podía rebajar el comprador tan pronto como tomase el control de la compañía. Pero Avinash no se inmutaba por lo uno ni por lo otro, y tanto le daba dormir cinco horas o dos. A la mañana siguiente siempre aparecía con su flequillo negro empapado y cepillado a un lado, los ojos muy abiertos y las ojeras camufladas bajo el color de su tez.