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A medida que fueron pasando los días, no obstante mis iniciales reticencias, la brega y los combates compartidos propiciaron, de forma casi imperceptible, un acercamiento personal entre ambos. Una noche, en la sede de la compañía, después de un par de jornadas extenuantes, Avinash debió creerme lo bastante reblandecido como para permitirse una confidencia de carácter humano, aunque con pretexto profesional.

– Siempre detesto este momento -dijo-. Ya hemos hecho la parte más importante, pero es ahora cuando queda lo peor. En lo importante sólo entran los especialistas en resolver problemas, con los que no me cuesta tratar, aunque sea a tiro limpio. A partir de ahora intervienen los especialistas en crearlos. ¿Sabes por qué?

– No.

– Para lo importante hace falta trabajar, y eso, en nuestro mundo, sólo lo hace la gente de segunda fila. En el remate, o sea, lo que viene ahora, sólo hay que aparentar que se tiene una mente estratégica. Eso sí están dispuestos a hacerlo los protagonistas, a quienes me refiero como los creadores de problemas. Después de doce años de experiencia, hay pocas cosas que haya aprendido a despreciar tanto como la estrategia. He llegado a la conclusión -afirmó Avinash, con sorna- de que la estrategia, para la mayoría de esos fantoches, no es más que un invento que levantan después de que todo ha terminado. Así tratan de vender a los demás, incluso a quienes realmente contribuyeron, que lo que salió al tuntún o por fuerza, como siempre sale todo, obedecía en realidad a un plan que ellos tenían.

En ese instante alguien llamó a la puerta. Estábamos solos, en la sala en la que se reunía el consejo de administración, al lado del despacho de Ronald. Quien llamaba, según se vio una vez que Avinash le gritó que pasara, era precisamente la secretaria de Ronald. Era una pelirroja tan alta como las mujeres de las que se rodeaba Pertúa, y no menos atractiva, porque Ronald también amaba la belleza. Llevaba un traje color cereza de quinientos dólares, como poco, y había un mohín de asco en su cara cuando le dijo a Avinash:

– Tiene una llamada telefónica. El señor Pertúa.

– ¿Y no puede pasarla aquí? -se interesó el hindú.

– Bueno, sería posible si…

– Si es posible, pásela, por favor.

Avinash lo pidió sin brusquedad, casi con pleitesía, como alguno de sus antepasados podía haber llamado sahíb a algún británico desalmado del que pudiera obtener unas monedas, techo o sustento. La pelirroja pudo percibir, no obstante, la desaprobación que recibía su torpeza debió indignarla que aquel indio piojoso la vejase. Desapareció sin decir nada más y al instante sonó el teléfono de la sala. Avinash le dio la novedad a Pertúa y me lo pasó para que yo completara la información con lo que me pareciera pertinente. Había poco que añadir. En realidad Pertúa sólo debía querer mostrarme que no confiaba más en Avinash que en mí; me dio ánimos, se los agradecí y colgó.

Avinash se había quedado pensativo. Como parecía que era una noche de confraternización, le pregunté algo que hasta entonces me habría abstenido de preguntarle:

– ¿En qué piensas?

Avinash se volvió hacia mí y dijo, como si saliera de una ensoñación:

– En la pelirroja. ¿Te das cuenta de que vamos a vender su empresa, lo que en cierto modo equivale a decir que su destino está en nuestras manos, y sin embargo no podemos hacer nada para que nos tenga la menor estima? He estado meditando y no se me ocurre ninguna forma de domarla. La admiro por eso -proclamó, con convicción-. Es mucho más digna que Ronald, por ejemplo.

Ronald, a quien manteníamos al margen de todo, siempre tenía lista una sonrisa nerviosa cuando nos presentábamos allí, para utilizar la sala de su consejo, y también cuando le pedíamos que nos dejara a solas, en sus mismísimas oficinas. Avinash, con una incomparable crueldad, había llegado a echarle de su propio despacho por gusto, para debatir conmigo cualquier asunto sin trascendencia.

– Quizá habría alguna forma de persuadirla -aventuré.

Avinash meneó la cabeza.

– Todo el mundo es sensible al chantaje apropiado, desde luego. Pero no hablo de forzarla, sino de que hubiera un medio pacífico de lograr que fuera tan dócil como Ronald. He ahí un reto para la inteligencia, Hugo, y no lo que nos pasamos horas haciendo, en los últimos días. Que esa hermosa muchacha blanca fuera dulce con un feo indio como yo. Sólo es valioso lo que no se puede tener -recitó, inflamado-, como sólo es preciosa la luz en las horas oscuras. El único consuelo que encuentro en renunciar a ella es que la sabiduría de mi pueblo enseña que el espíritu de un hombre es tan grande como sus renuncias.

Me pasmaba oír a aquel sujeto, capaz de pasarse horas tratando únicamente de dinero, encadenar en un estado cercano al éxtasis aquellas palabras sobre la desposesión y el tamaño del espíritu, aunque fueran sarcásticas. Y más aún me pasmaba sospechar que no lo eran. Pero Avinash, como solía, cambió de pronto de asunto:

– ¿Cómo has encontrado a Pertúa?

Derivar la conversación hacia Pertúa era un nuevo signo de relajación por parte de mi compañero. Hasta entonces no habíamos hablado de él. Escogí ser comedido:

– Siempre encuentro a Pertúa más o menos igual.

– ¿Y qué te parece, Pertúa?

Inquiría sin énfasis, con la neutralidad con que hacía casi todo.

– No le conozco desde hace demasiado. Supongo que es la clase de persona que conviene tomarse algún tiempo para juzgar.

Avinash se rió.

– Pertúa es un hijo de perra, eso se ve en seguida -dijo.

– Siempre he procurado observar la regla de no criticar a las personas para las que trabajo, al menos mientras lo hago -me replegué.

– No le critico -protestó Avinash-. Me mata, ese hombre. Es un hijo de perra magnífico, un modelo para imitar. La mayoría de la gente, y sobre todo sus víctimas, piensan que es un perro ruin, porque no le tiembla la mano a la hora de defender lo que cree que son los intereses de su amo. Muchos fantasean con el momento en que el amo sea otro, preferiblemente uno a quien Pertúa haya perjudicado de una forma u otra, lo que es verdad que no resultaría difícil, o al menos sería un nutrido número, el de los candidatos. Pero esa gente no le conoce, no saben por qué Pertúa es un hombre grande. Pertúa ha medido las consecuencias de sus actos, meticulosamente, y las ha asumido, hasta la última, hasta la peor que puedas imaginar. Si a eso le sumas que desdeña la mayor parte de las ventajas de que podría disfrutar, tienes que Pertúa, además del último de los conscientes, es el último de los ascetas. Trabajo con él desde hace ocho años, y no le he visto caer en una sola debilidad.

No se estaba burlando. Le veneraba de veras.

– Tampoco puede ser tan de una pieza -objeté-. No hay hombres de una pieza.

– No si buscan la perfección, la bondad, la felicidad, o cualquiera de esos ideales que no existen -precisó Avinash-. Pertúa sólo busca cosas que existen, y siempre sabe qué puede esperar de lo que emprende. Su limitación es su fuerza. Pero es toda una tarea, limitarse como él ha llegado a hacerlo. A todos nos tienta la mentira, porque la verdad no basta.