Aquel pequeño malvado, al contrario que tantos otros de su clase, era un filósofo. Llegué a hacerme buen amigo de Avinash, aun abrigando siempre mis reservas. Durante mucho tiempo traté en vano de adivinar qué había pretendido Pertúa poniéndome a trabajar con él y encargándome que negociara aquella venta. Sólo estaba claro que se trataba de una prueba, y por eso me dediqué con ahínco a la última fase, que como Avinash había predicho, fue la peor y sufrió la injerencia de algunos creadores de problemas. Al final la operación se consumó, el precio fue bueno y Ronald perdió su puesto y su despacho con vistas. La pelirroja, según se cuidó Avinash de comprobar, conservó el suyo, y Pertúa nos felicitó a ambos. También nos dieron una gratificación, pero nadie nos odió por eso. En la cabecera del grupo no existían esas rivalidades infantiles.
3.
Hacia mediados de octubre, hacía ya un par de semanas que iba todos los días a la oficina del Rockefeller Center. La inmensa morena de la recepción me recibía ya como un habitual y se me había habilitado un despacho, mucho más pequeño que el que había tenido en la compañía de inversiones. En contrapartida, y una vez cerrado el trabajo especial con el que me había incorporado, la información que ahora aparecía en la pantalla de mi ordenador era mucho más suculenta; a veces lo era tanto que llegaba a intimidarme. Aparte de eso, mi trabajo no difería mucho de lo que había hecho antes o de lo que había hecho en España; en muchos aspectos, aunque no en todos, era sólo una cuestión de escala. Las reuniones con Pertúa se habían incrementado hasta alcanzar una periodicidad semanal. Ahora ya no eran encuentros sociales, y no sólo intervenía él, sino que la mayor parte del tiempo era yo quien tenía que dar cuenta de cómo iban las cosas en las parcelas que se me habían asignado. Como jefe, aunque siempre estuviera entre nosotros, condicionándolo todo, la forma en que habíamos entrado en contacto, Pertúa era exigente y directo, pero no como esos jefes que son directos por no dar sensación de titubear, lo que les hace tomar a menudo el recto camino del precipicio o el todavía más recto camino a ninguna parte. Pertúa siempre tenía los oídos abiertos, se tomaba su tiempo, y cuando arrancaba iba a donde dolía, a donde faltaba algo. Además, se guiaba más a menudo por el instinto que por el cerebro, por lo que nadie soñaba con urdir añagazas que pudieran desorientarle. Cuando señalaba un error, había que admitirlo y corregir, porque también era intransigente. Podía permitírselo, y todos sabíamos por qué: siempre se había informado suficientemente. Lo leía todo, incluso lo aburrido o lo mal escrito. No valoraba especialmente la retórica, aunque podía practicarla.
Seguíamos sin hablar de Dalmau. Tres meses después de entrar a su servicio, seguía sin saber gran cosa de él, aunque cada vez sabía más de lo que poseía, si eso es conocimiento acerca de un hombre. De todas formas, me cuidaba de exteriorizar la más mínima ansiedad al respecto. Suponía que entre otras se me estaba sometiendo a una prueba de paciencia, y no tenía motivos invencibles para no superarla. El trabajo distraía mi tiempo y mi mente y Sybil reparaba mi alma. Me gustaba el otoño en Nueva York, aunque se avecinara el frío, y me sentía optimista. También lo estaba mi familia, incluida mi siempre reacia hermana, al saber que tenía un trabajo que no era peor que el que había abandonado en España y que iría a visitarles aquellas navidades, como cumplía a un hijo que no estuviera desequilibrado, accidente que habían llegado a temer de veras meses atrás. Y no tenía prisa respecto a Dalmau, sobre todo, porque me asistía la certidumbre cada día creciente de estar cerca de él. Una tarde, la propia Sybil, con quien, como con Pertúa, el asunto de Dalmau había adquirido tácitamente desde el principio la categoría de tabú (nunca mencionado, siempre presente), quebrantó la prohibición. Paseábamos por Brooklyn Heights Promenade, como muchas otras tardes. Me había aficionado de nuevo a hacerlo, desde que pasaba la mayor parte del día en Manhattan, y a Sybil no le importaba acompañarme. Sin que nada le diese pie a ello, como una observación casual, dijo de pronto:
– Espero que puedas conocer pronto a mi abuelo. Verás que es un gran hombre, aunque no ha tenido suerte en la vida.
Haciendo un esfuerzo, continué la conversación, como si fuera normaclass="underline"
– ¿Dónde vive tu abuelo?
Sybil se detuvo y extendió el dedo hacia la isla cubierta de rascacielos.
– Ahí. Desde hace más de mil años.
No me atreví a preguntar más y Sybil terminó por cambiar de asunto. Sus palabras sobre Dalmau se me quedaron dando vueltas en el cerebro, y desde aquella tarde, en la que confirmé que la indicación que traía la nota biográfica de su libro {en la actualidad vive jubilado en Nueva York) no era un engaño, no pude dejar de percibir una invisible presencia cada vez que cruzaba a la isla.
Aunque no solía pasar en la oficina tanto tiempo como Pertúa, a quien nadie habría podido aspirar a batir en ese aspecto, cuando una noche de aquel octubre, a las nueve, Myrtle se acercó por mi despacho para ver si estaba, todavía me encontraba en él. Ella ya llevaba la gabardina puesta y se disponía a irse. Atendía a Pertúa durante la mayor parte de sus ingentes jornadas, y aunque ya no era joven, como creo haber consignado, todas las mañanas tenía la cara radiante y la mente rápida. Había llegado a congeniar, con Myrtle.
– No sabía si seguirías por aquí -dijo, en voz queda.
– Ya me iba.
– El jefe quiere verte. Si quieres irte, le diré mañana que ya no te encontré.
– No es necesario que mientas por mí, Myrtle, aunque me turba que pienses en hacerlo.
– En serio. Temo que sea largo.
– No te preocupes. Hasta mañana.
Cuando fui al despacho de Pertúa lo encontré con Rhoda, una colaboradora escogida que se encargaba de supervisar las operaciones del grupo en Europa. Era una mujer de unos cuarenta años, concienzuda y brillante, por lo que se contaba, y a la que se comparaba con el propio Pertúa. No me había relacionado mucho con ella, hasta entonces.
– Pasa, Hugo -me invitó Pertúa, al verme asomar por la puerta.
Me aproximé a la mesa sobre la que estaban trabajando. Tenían mucha documentación, tomos, gráficos, un bloc de notas infestado con la minúscula caligrafía de Pertúa y otro con la inclinada letra de Rhoda. De reojo me pareció leer palabras en español, en los tomos abiertos, pero no quise mirar más por no ser indiscreto.
– Te he llamado porque estoy viendo con Rhoda algo en lo que estoy seguro de que puedes sernos de mucha ayuda. Una ayuda insustituible, en realidad.
Me intrigaba en qué podía ayudar yo, y de forma insustituible, cuando se ocupaba de todo una máquina imparable como Rhoda, si su fama era justa. Quizá deduciendo lo que estaba pensando, Pertúa me dio uno de los tomos y me indicó que lo abriera. Empezaba con unos estados financieros y seguía un informe, y a medida que pasaba aquellas hojas iba dando menos crédito a mis ojos. Todo estaba escrito en español, como había atisbado, pero eso no era lo único familiar.
– Es una pequeña firma -constató Pertúa, quitándole importancia-, pero nos pareció interesante, un buen complemento a nuestras inversiones en España. Pujamos y sus dueños resultaron estar abiertos a venderla. Así que la hemos comprado. Rhoda firmó todos los papeles en Madrid la semana pasada.
Mientras iba relatando todo aquello, Pertúa se deleitaba observando cómo reprimía yo mis emociones. Si aquello podía considerarse una debilidad por su parte, ya tenía un ejemplo que darle a Avinash.