– ¿Sí?
– Que nos preparen café, Matilde -ordenó Dalmau, rehusando entrar en más detalle. Al inclinarse sobre el aparato le vi encorvarse por primera vez, y al hacerlo me pareció por primera vez el anciano casi imposible que en realidad era.
– Bueno, no sé por qué hemos terminando hablando de Pertúa -recobró el hilo Dalmau-. La decrepitud, que es el único nombre plausible que el castellano ofrece para mi condición, tiene estas servidumbres. Uno va de un lado a otro, como si anduviera sin brújula. Estábamos con nuestras comunes inclinaciones literarias. Ya te he participado lo que pienso de tu libro. Ahora cuéntame qué te atrajo tanto del mío.
No era difícil estar allí, frente a él, escuchándole. Dalmau estaba dotado para la elocución y me gustaba oír las inflexiones de su voz, más débil que la de un hombre joven, pero sin llegar al extremo grotesco al que edades muy inferiores a la suya reducen con frecuencia, con una invencible crueldad, a oradores antaño deslumbrantes. También me gustaba su levísimo acento norteamericano, con el que modelaba su español despacioso. Mientras fluían sus palabras, me preguntaba cuánto habría en ellas del idioma que había traído consigo, cuánto de lo que hubiera leído y cuánto del ejercicio oral que le hubiera sido dado durante todos aquellos años, con Pertúa u otros. Sí, era agradable, escucharle. Pero ahora era yo quien debía tomar la palabra ante Dalmau, y eso dudaba cómo hacerlo. Elegí no deformar lo que me brotaba del corazón. Imprudente o no, era mi único recurso.
– Lo primero que me atrajo -dije- fue el título. Y me atrajo aún más después de haber leído el libro, porque me parece que encierra el espíritu, que es lo máximo que puede conseguir un título. Su libro, si no me equivoco, es un libro sobre la distancia, y proclama que la distancia puede ser una proximidad a lo esencial. Esa es la experiencia que también yo he sacado de la distancia, en el tiempo que llevo en Nueva York.
Me detuve, por si Dalmau quería rectificarme. No quería. Me atendía con el puño derecho sujetando su pómulo, los ojos nublados fijos en mí.
– Otras razones para que el libro me atrajera son obvias -afirmé, buscando un terreno más seguro-. Usted también había venido de España, como yo, y hacía tantísimos años que no podía dejar de llamar la atención. Y sobre todo, estaban las descripciones que hace de Madrid. No quisiera que me considerase presuntuoso, pero en muchos momentos tenía la certeza de estar entendiendo el libro como quizá nadie lo había entendido antes.
– Quién sabe, por qué no -concedió Dalmau-. Cuando publiqué ese libro, hace sesenta años, lo hice convencido de que nadie iba a entenderlo, y nadie lo entendió. Cuando lo reedité, hace muchos menos años, no creí tener razones para estar convencido de otra cosa. Aunque tu presencia aquí, esta tarde, puede ser un indicio de que sí las tenía. Ahora bien, ¿qué fue lo que te hizo dar el paso siguiente, buscarme?
– No podría darle un motivo preciso, o racional, o lo que sea que deban ser los motivos para ser tenidos por tales -reconocí-. Estaba aquí, en Nueva York, sin nada que hacer; sin un oficio, ni una finalidad, ni siquiera un pretexto. Supongo que necesitaba lo que cualquiera, que el día siguiente tuviera algún objeto, y le escogí a usted. Era con mucho lo mejor que tenía a mano. Su libro me había absorbido de veras.
Dalmau me contempló con aprecio. Aunque tenía los labios finos y las facciones ya bastante escasas, no resultaba inexpresivo, y no debía quitarle el sueño que su cara fuera espejo de sus emociones.
– Te confesaré algo -dijo-: desde que se me ocurrió que podía ser el libro, y sólo el libro, lo que te había impulsado, tuve el presentimiento de que tarde o temprano te pediría que vinieras aquí, para conocerte. Me costó persuadirme, sobre todo cuando se produjo ese malentendido con mi nieta, pero al fin se hizo la luz, una luz casi milagrosa. Por eso he querido que esta tarde hablásemos antes que nada de literatura. Es la literatura lo que nos ha unido, Hugo. Qué lazo poderoso puede ser, si ha sido capaz de unir a dos personas como tú y yo, entre las que median tantos abismos.
Paladeó la palabra abismos, con una suerte de entusiasmo. En ese momento, alguien golpeó la puerta. Dalmau se echó hacia atrás, y aguardó, sin autorizar ni impedir nada. Un par de segundos después, la puerta se abrió y entró una criatura de ensueño. Era una chica de quince o dieciséis años, preciosa, e incitante hasta el extremo de desasosegar. Mientras le ponía a Dalmau su café reparé en sus grandes ojos acuosos, sus labios fruncidos, que apenas cabían entre su barbilla y su nariz. Cuando colocó la otra taza ante mí y me sirvió el café me quedé hipnotizado por sus manos. Después, hube de hacer un esfuerzo para enfrentar su sonrisa y agradecerle el servicio. No era fácil, pero quizá lo era menos mantener la vista a la altura de su talle. Cuando ella susurró you're welcome, apartándose de la sien y enganchándose a la oreja con una de aquellas manos un largo mechón suelto de su cabello castaño, comprendí que me encontraba ante uno de esos raros ejemplares de belleza estrictamente animal, que escapan a cualquier raciocinio y a cuyo embrujo casi humillante no hay nada que pueda oponerse.
Una vez que la muchacha se fue, Dalmau, a quien no se le había escapado el brutal efecto que en mí había producido, constató:
– Creo que no eres insensible al encanto de la pequeña Charlotte. Quién podría serlo. Desde hace años, me he preocupado de que siempre hubiera aquí alguien como ella, porque me conforta mirar y escuchar a las muchachas de su especie. A veces me gusta también tocarlas, pero me basta con tocar sus manos o sus mejillas, cuando vienen a traerme algo. Con la edad se va casi todo, y lo primero la apetencia carnal. Además, hay algo intolerable en la idea de mezclar algo como Charlotte con algo como yo. ¿Has visto alguna de esas repugnantes películas en las que los adultos yacen con niñas? Yo me hice traer una, hace años, y mandé que la quemaran. Ver la juventud marchitarse entre lo marchito, tan sucia y bruscamente, es un espectáculo más degradante que el propio envejecimiento. No sé como a nadie le consuela de nada.
Dalmau se interrumpió, asqueado. Pero no le costaba hablar de aquello, como no le había costado confesar su afición por el esplendor adolescente de Charlotte. Era difícil distinguir si se confiaba o si me consideraba menos que nada y eso le hacía impúdico.
– Sin embargo -prosiguió-, sí es agradable mirarlas, y tocarlas, donde no pueda confundirse con un intercambio sexual. Por desgracia mis ojos empezaron hace un año a dar señales de rendición, y cada vez me cuesta más verlas. Pero es portentoso cómo perdura el tacto. Me gusta tocar la piel joven, Hugo, porque me da una prueba de la continuidad del mundo, la continuidad que hace tanto que yo he dejado de representar. Mirando y tocando lo joven, teniendo cuidado de no mezclarse nunca, para no mancharlo y arruinarlo, se puede seguir en el mundo, aunque se esté ya más muerto que vivo, como yo. Es un arte riguroso, porque la tentación de querer seguir siendo dueño de la vida, y no simple espectador, es fuerte. Pero hay que retirarse, despreciarse si hace falta. Es la única manera de enterrar con honor la propia juventud. Hay tanta gente empeñada en alargarla y pudrirla en una pantomima ridícula, cuando no repulsiva.
– ¿Qué hará cuando Charlotte crezca? -intervine.
– Lo mismo que hice con las demás. Saldrá de mi casa como entró, entera si lo estaba, y tendrá un lugar en el mundo. Hay que preocuparse por que los jóvenes tengan un lugar en el mundo; es lo único de lo que hay que preocuparse, aunque ahora esté todo lleno de viejos egoístas. Ése es el equilibrio de la naturaleza, todos los animales mueren por defender a sus crías. Pero el individuo humano se ha vuelto demasiado importante, tiene pretensiones de absoluto, y por eso la gente no quiere apartarse y dejar paso. ¿Has pensado en ese invento perverso, los planes de pensiones? Está tan asumida la guerra a muerte entre las generaciones, tan por descontado se da que habrá que defender el hueso contra los perros jóvenes, que los bancos, a quienes conviene el negocio, venden sin problemas el producto. Ya nadie se fía, con razón, de que los que hoy están ganando sueldos bajos, y viviendo en el alero, vayan a apiadarse de los que los tienen a agua y migajas. Al final, todo afán acaba en su contrario. Se terminará pasando por las armas a los viejos, sin pestañear.