– Eso he oído. Qué terrible error. Este es un país por muchas razones admirable, pero endiabladamente insulso. Es un país protestante. Y está lleno de optimistas. El optimismo es el germen de todos los desastres humanos. El optimismo social lleva a los guetos. El optimismo económico, el liberal lo mismo que el marxista, al agravamiento de la pobreza. El optimismo científico, a la bomba atómica. El optimismo artístico, al arte automático. Esta gente es disciplinada, y así puede sobrevivir a su optimismo. Pero los españoles son indolentes. Será una catástrofe.
– Puede que los españoles de hace sesenta años fueran indolentes. Ahora muchos trabajan doce horas diarias.
Esta información pareció sorprenderle. Pero no fue gratamente.
– Peor aún -exclamó-. Acabarán haciéndose americanos. Tendrán miedo de las palabras y de los sentimientos, y tomarán el café aguado. No sabes lo difícil que es conseguir que te hagan un café como éste. No hay nada como el café español -proclamó.
El café que traía Charlotte, en efecto, era fuerte y denso, tanto que las primeras veces me costó asimilarlo, hecho como ya estaba al uso local.
– ¿Cómo es que se ha quedado aquí, si tiene ese concepto de los americanos? -pregunté.
– Al principio las razones son más bien gratuitas, casuales -afirmó Dalmau-, aunque después de toda mi vida sin creer en el destino, ahora, cuando puedo observarlo todo junto y encadenado, me he vuelto un fatalista intermitente. Lo cierto es que uno no se queda por la impresión del principio, sino por lo que va sucediéndose a medida que corre el tiempo. Ya te digo que este país tiene muchas virtudes: la organización, prodigiosa para ser casi espontánea, aunque no te dejes embaucar; aquí vinieron muchos alemanes, con el orden en la sangre. También la honradez, que es el lado favorable del defecto de la mojigatería. Y la urbanidad, que es un resultado quizá no buscado del sentido comercial de la vida, y que ha alcanzado una impregnación increíble. Recuerdo que una noche, cuando yo aún salía, andaba por la calle ciento y muchas y se me acercó un sujeto de aspecto temible con las manos en los bolsillos. Nunca me ha pasado nada en Manhattan, y he dado muchos paseos nocturnos, pero siempre he estado convencido de que si una noche tenía mala suerte sería asesinado sin más trámite, así que cuando lo vi venirse hacia mí me dije que ya había sacado la bolita negra. En fin, que allí estaba, resignado a morir, cuando el sujeto me dice sorry to bother you, sir, y me pregunta por una estación del metropolitano. Le doy las indicaciones, él presta atención, inclina imperceptiblemente la cabeza y se despide diciendo thank you very much, God bless you, sir. La urbanidad es algo muy cómodo, sobre todo para los extranjeros, que siempre se hallan en cierta inferioridad. En España, en mi tiempo, no sólo había gente zafia, sino que se jactaba de serlo. ¿Sigue siendo así?
– En Madrid nadie te dice que Dios te bendiga, ni siquiera que tengas un buen día -hube de admitir-. Ni en la tienda en la que acabas de comprar algo. Y si alguien te aborda para pedirte alguna cosa, es bastante probable que la pida directamente, sin excusas.
– He ahí una herencia genuinamente católica. Por alguna razón no lo bastante investigada, el catolicismo fomenta la brusquedad y el despotismo. Debe ser el ejemplo de los clérigos, tan eficaz para difundir la ignorancia moral.
– La verdad, me cuesta situarle -confesé, sin poder aguantarme más-. Flagela a los marxistas y a los liberales, a los protestantes y a los católicos, a los franceses, a los americanos, a los españoles. ¿Hay algo o alguien de lo que sea mínimamente partidario?
Dalmau suspiró.
– Ese ha sido siempre mi gran problema, Hugo -dijo-. Siempre he tenido una gran capacidad de admirar a todo el mundo. A los propios franceses, sin ir más lejos. ¿Hay muchos filósofos tan sublimes como el gran Voltaire? Pero al mismo tiempo sufro una incapacidad de adherirme, siempre hay algo que me resulta intolerable, algo que me subleva, o peor aún, me aburre, y me impide atarme a nada, salvo a algunas ideas magníficas e insensatas de las que no se puede vivir. Es un vicio español, si lo piensas. Y es por eso por lo que en este país, o en esta ciudad, encuentro otra ventaja, la mayor de todas: aquí no hace falta ser de aquí, porque esta isla es en realidad ninguna parte. He vivido en ella desde hace más de setenta años. No he salido de la ciudad desde hace treinta, y nunca volví a España, ni siquiera de vacaciones. No me impulsó a regresar la guerra, aunque pudiera gobernar y terminara gobernando Franco, el mismo sujeto ambicioso y sin piedad al que conocí en Ceuta cuando era comandante de una partida de patibularios. Tampoco pensé en volver cuando él murió y había tantos que volvían. Pero no soy un americano, ni un neoyorquino siquiera. He tenido hijos que lo son, o lo fueron. Sin embargo, yo he podido vivir aquí sin pertenecer a los Estados Unidos, como viven tantos otros de tantas partes del mundo, aunque muchos de ellos, no cabe duda, sí se convierten espiritualmente en americanos.
Dalmau estaba fatigado. Aquella tarde la conversación, al menos por su parte, estaba siendo quizá demasiado apasionada para sus fuerzas. No obstante, se obligó a seguir:
– Yo no podía seguir viviendo en España. Algún día, hoy no, te contaré por qué. Pero cuando vine aquí comprendí que no podía dejar de ser español. Es más: que era, ante todo, un pedazo de aquella tierra, con toda su miseria y acaso una pizca pequeña y recóndita de su genio. Tuve que estar lejos para llegar al corazón de mis propias cosas. El viaje que sólo te lleva a otra parte es un viaje a medias, Hugo. El único viaje completo es el que te lleva al sitio de donde partiste. Lo que hay al final del viaje, en cada imagen extraña a la que uno se siente ligado, incluso en el paisaje descabellado de esta ciudad, es tu propia alma. Si no está tu propia alma detrás de todo, el viaje no vale la pena, lo olvidas, te vuelves. Yo me di aquí con mi propia alma, y me quedé. Y para contarlo, escribí mi libro, y lo hice sobre Madrid, sobre España, porque no podía tener otro objeto.
Dalmau enmudeció, emocionado. Lo que sentí en ese momento, mientras escuchaba las palabras de aquel anciano que desnudaba su conciencia, es difícil de describir. Quizá en ningún otro momento, en toda mi vida, ni antes ni quizá después, aunque todavía el trato de Dalmau y el de otras personas habían de depararme momentos extraordinarios, tuve una certeza semejante de estar en el lugar que me correspondía, allí donde se ventilaba la cuestión esencial que me afectaba. En las palabras de Dalmau hallaba una confirmación de mis intuiciones, un reconocimiento, una identificación, tantas otras cosas que daban una consistencia un poco amarga pero apaciguadora a la vez a mi existencia, a la de aquella habitación, a la de la ciudad y a la del mundo del que éramos piezas al fin valiosas.
Guardé silencio, y Dalmau también lo guardó, para reponerse. Fueron unos pocos segundos, en los que ambos apuramos como una ambrosía aquel café al estilo español preparado por las finas manos adolescentes de Charlotte.
– No imaginas -volvió a hablar Dalmau-, como echo de menos, como he echado de menos Madrid, durante todos estos años. Recuerdo cuando me levantaba temprano, siendo un muchacho, y entraba por la ventana el olor de fuera, la tierra mojada de la calle cuando regaban, la albahaca de las macetas, el olor de los árboles de la Casa de Campo si el aire venía de allí. Es quizá lo que más echo de menos, el olor. Esta ciudad huele tan mal, de tantas formas diferentes, pero todas tan cargantes.
– En Madrid ya no hay calles de tierra, ni albahaca en las macetas, ni huele la Casa de Campo, salvo que se esté allí -le aclaré, porque creí debérselo-. No huele como Nueva York, pero tampoco bien, salvo en primavera, quizá.
– En primavera Madrid era maravilloso -asintió-. No puede haber dejado de serlo. El cielo de mayo, el Retiro. Tuve que escribirlo, en mi libro, tal vez lo recuerdas. También me gustaba el verano, aunque hiciera tanto calor íbamos a bañarnos al río, ahora no creo que se pueda, ya nadie puede bañarse en ningún río, van todos contaminados. Los alrededores del río eran magníficos. Incluso el cementerio. En ese cementerio enterraron a mi padre, cuando yo tenía quince años, y a mi madre, cuando apenas había cumplido veinte, pero era un hermoso cementerio. Cuando estaba allí, enterrándolos, las dos veces, pensé que la desgracia era terrible, injusta, pero que el cementerio era hermoso, y así conseguí no llorar, ninguna de las dos veces, sobre todo la segunda, que iba de uniforme. Un oficial, yo ya era oficial, no podía llorar, ni siquiera la muerte de su madre. Luego sí la lloraba, aquí, mirando el mar desde el puente de Brooklyn cuando me entraba el desamparo.