– ¿Para qué viniste a Nueva York, Hugo?
Tardé en responder. Cuando había tomado el avión en Madrid, no tenía la respuesta. Más de un año después, seguía sin tenerla. Sólo había algo de lo que podía servirme: lo que había estado haciendo durante el tiempo que llevaba en la ciudad. Por eso dije:
– No sé, o al menos no lo sé claramente. Creo que vine para tratar de averiguar si todavía podía sentir algo en la vida.
Dalmau me observó con detenimiento. Su observación me inquietaba como una especie de reproche, acaso por lo altisonante de la frase. Me apresuré a corregir, a devaluarla: que si hubiera podido ser cualquier otra ciudad, que si fue porque aquí vivía Raúl, que si en realidad sólo quería irme lejos. Me aferré a esto último:
– Lo más lejos posible. Necesitaba mandar al diablo todo lo que me ocupaba, irme a donde fuera diferente de los otros. A donde no tuviera nada, ni futuro ni pasado, fuera de los pocos recuerdos que siempre hay que llevar encima.
Dalmau sopesó mi última frase, como si le incumbiera. Le incumbía, y ahondó:
– ¿Escapabas de algo, entonces?
De nuevo tuve que ofrecerle argumentos que lo difuminaran: en realidad, escapaba de nada y de todo, ya quisiera haber tenido algo preciso de lo que escapar. Y entonces se me ocurrió hablarle de las señales:
– Hubo, como mucho, algunas señales. Señales, cómo diría, de hundimiento.
Dalmau sonrió. Me tenía. Sin titubear, exigió:
– Cuéntame cuáles fueron esas señales.
Ya he contado aquí las señales, al comienzo de todo. Ahora importa apuntar que Dalmau me escuchó sin interrumpirme, desde la primera hasta la última, y que cuando terminé de referirle los sueños que ya se conocen, y en concreto el del paseo con la mujer por un Nueva York imaginario, Dalmau me habló extasiado del sueño que él había tenido y de la América que había imaginado antes de venir, y agregó:
– La herida que todos los emigrados nos esforzamos por ocultar es que a esa América, que es la que habría valido de veras el viaje, no se llega nunca.
– Yo he tenido suerte -sostuve, con osadía-. Puede que nunca llegue a la América que buscaba, si buscaba alguna. Seguramente no llegue, como dice. Pero reconstruí mi sueño, o creí reconstruirlo, que puede valer otro tanto. Fue con Sybil, en Columbus Avenue, la noche de nuestra primera cita.
Dalmau alzó la vista, su vista mermada y un poco vesánica, a veces. Así, acechando en la oscuridad que había sobre su cabeza quién sabe qué fantasma de su memoria, se humedeció los labios y declaró:
– Me alegro de haberte encontrado. Tú compensarás muchas cosas que creí que no iban a compensarse. Ahora te diré por qué vine yo a Nueva York y por qué me quedé, y el resto de las cosas que no quise contestarte el otro día.
Dalmau empezó a contarlo, y su narración me fue envolviendo, en aquella atmósfera entenebrecida y casi sacra de su cubil. No abrí la boca hasta que acabó. Era el relato de un hombre y como tal, sin acotaciones ni circunstancias, lo transcribo.
Cuando yo apenas acababa de cumplir los quince años, mi padre murió. Mi padre era comandante de Infantería y había combatido en 1909 en África, de donde trajo la Cruz del Mérito con distintivo rojo y una enfermedad infecciosa, he olvidado cual, que a la postre daría con él en la tumba. Si ya antes estaba insinuado, a raíz de su desaparición se confirmó irrevocablemente el designio de que yo me incorporase a la Academia de Infantería para seguir la carrera militar, como mi padre y su padre y el padre de su padre. De los años en Toledo, en la Academia, bajo cuya rígida dureza se esfumó de golpe mi juventud, recuerdo una constante sensación de esfuerzo y violencia interior, que sólo encontraba alguna tregua en los paseos que se nos permitía emprender algunas tardes o los fines de semana por la ciudad. Allí éramos por una parte compadecidos por nuestra juventud y nuestra escasez de carnes, y por otra pasto de las turbias ilusiones que concebían las muchachas idiotizadas por el rosario y la misa diaria, lo que quizá no parezca un destino en exceso halagüeño, pero envuelve mis sensaciones de la ciudad en un halo de inmovilidad provinciana que por alguna razón no me resulta desagradable. También era posible disfrutar de la trama moruna de las calles, la oscuridad de los templos, o el cálculo medieval con que se habían construido las casas, entre las que se favorecía la angostura y la clandestinidad. Otras veces íbamos al puente de San Martín o al de Alcántara para desde allí contemplar el río, encajado en la herida abierta en la roca. Uno nunca puede olvidar el lugar donde ha cumplido diecisiete años, aunque fuera sometido a disciplina. Por eso, como habrás adivinado ya a estas alturas, se menciona Toledo en mi libro.
Tras obtener mi despacho de oficial, pasé un año en Madrid. Fue quizá el año más hermoso de mi vida, aunque lo viví casi sin darme cuenta, como un interludio un poco obligado, sin sospechar que en su transcurso estaba amontonando muchas de las cosas que después viviría para añorar. El caso es que pronto pedí ser destinado a África, lo que no me resultó difícil, porque ya estaba preparándose otra guerra como la que le había costado, aunque fuera indirectamente, la vida a mi padre, ha razón por la que me vi atraído allí, a aquel trozo miserable y agreste de Marruecos que el reparto colonial y la perfidia francesa nos habían deparado como una especie de postrer sarcasmo, fue en parte un vago y desatinado propósito de vengar a mi progenitor y en parte un ansia comprensible de conocer aquella tierra extraña que él había pisado. Antes de morir, mi padre había tenido tiempo de hablarme de África, con una ensoñación que no podía distinguirse si era debida a la fiebre que no le abandonaba o a otro arrebato más íntimo y profundo.
No me habría importado, porque sólo tenía diecinueve años y un conocimiento muy incompleto del miedo, ser destinado a un regimiento en primera línea. Sin embargo, la burocracia militar quiso que se me enviara a la Comandancia de Ceuta, donde acabé recalando en una oficina y viéndome encargado de mantener al día estadillos de almacén. Protesté por ello, con la escasa eficacia que el conducto jerárquico concedía a tales iniciativas. El teniente coronel de quien dependía me llamó a su despacho y me recriminó que desdeñara una labor que era imprescindible para el correcto funcionamiento del Ejército, una labor que alguien tenía que hacer y que yo no era quién para considerar inferior a mis aspiraciones o aptitudes. Tras el rapapolvo, me mantuve en mi puesto, cumpliendo con mi deber, en tanto no hubiera posibilidad de solicitar un nuevo destino, cosa que abrigaba el propósito de hacer en cuanto se presentara la ocasión.
A medida que fueron pasando las semanas y me fui familiarizando con las tareas que se me habían encomendado, comencé a sospechar que algo allí no marchaba como debía. No tenía indicios, propiamente dichos; eran sólo impresiones inconcretas que sacaba aquí y allá, de la actitud de uno, de los movimientos de otro, de la manera en que se agrupaban o desagrupaban los epígrafes en los inventarios. Yo no era un experto en aquellas lides y no era mucho más lo que podía obtener. Con todo, alguien debió notar mi suspicacia, y maniobraron rápidamente. Por segunda vez, el teniente coronel me llamó a su despacho, pero esta vez no estaba tan iracundo como la otra, sino que empezó interesándose por mi estado de ánimo y por cómo me adaptaba a mi labor en la Comandancia. Después, sin mucho recato, colocó sobre la mesa un sobre con mi nombre. En el interior había una suma equivalente a mi paga de dos meses. Me explicó que en la administración de los recursos de que disponía la Comandancia se hacían ciertas economías que era costumbre repartir periódicamente entre quienes contribuían a ellas, como un complemento a los emolumentos, tan parcos, que oficialmente teníamos asignados. No sé si en ese momento no me di cuenta de que se me estaba sobornando, ni de que aquel individuo y sus cómplices, entre los que pasaba a contarme, malversaban el dinero del Ejército, o si preferí no darme cuenta deliberadamente. Sin embargo, no pude dejar de darme cuenta cuando empecé a recibir indicaciones para alterar cifras, rehacer partes, eliminar partidas. Y aunque había ido a África para combatir en primera línea, no tuve la resolución necesaria para negarme. Era muy joven y carecía de recursos para enfrentarme a una situación como aquélla, aunque quizá no habría vacilado en arremeter a pecho desnudo contra una partida de rífeños. No puedo asegurarlo porque nunca llegué a entrar en combate. A mis primeras trampas en los documentos siguió un segundo sobre, y después vino otro, y así sucesivamente. A medida que fueron viendo que no me negaba, se hicieron más audaces las interpolaciones o las omisiones que me sugerían. Al final, terminaría comprendiendo por qué había llegado allí y por qué no habían consentido en tramitar mi solicitud de cambio de destino. Querían a un oficial inexperto, a quien fuera posible engañar primero e implicar después. Y llegué a estar muy implicado, tanto como para olvidarme de la posibilidad de salir y, aún peor, como para seguir adelante cuando descubrí que una de las cosas que hacía mí teniente coronel era vender armas y cartuchos que terminaban recibiendo los insurrectos contra los que luchaban nuestros compañeros. A menudo me remordía la conciencia, y a veces pensaba en denunciar a todos, empezando por mí mismo. No estimaba en mucho el dinero, que recibía casi con desgana, porque no recelaran del hecho de rechazarlo. Pero me faltó el coraje, y una cierta convicción de que, aparte de hundirme, serviría para algo mi denuncia. Sabía, todos lo sabíamos, que el teniente coronel no actuaba en solitario, sino con poderosas conexiones dentro de la Comandancia y aun en la Península. ¿Qué podía hacer contra eso un insignificante alférez a quien sería sencillo imputar demencia o un intento de amparar su propio delito?