En Cuba estuve apenas un par de meses, malviviendo del dinero que llevaba conmigo. En la isla quedaban numerosos descendientes de españoles, algunos bastante acomodados, a los que habría podido acercarme para tratar de hacer fortuna. Pero no quise aceptar una solución como aquélla, que me mantenía en cierta manera bajo la dependencia de la patria que había traicionado y cuya protección había perdido el derecho a impetrar. No era sólo el remordimiento lo que me alejaba de ella. Después de mi peripecia africana, en la que tan aciagamente me había salpicado la inmundicia del desastre, todo lo español me parecía ruín y desdichado, una especie de infección que debía extirpar para salvarme de la catástrofe en que se sumían todos los que la contraían. Fue entonces cuando alguien me habló de Nueva York, a donde arribaban cada día centenares de inmigrantes de todas las partes del mundo con la promesa de una nueva existencia. Un día vi una película que transcurría en Estados Unidos, donde había casas pulcras y enjambres de automóviles. A la semana siguiente, zarpé hacia esa seductora y fantástica Nueva York.
Uno siempre elige seguir viviendo, aunque sea con los dientes apretados, y alejarse del fin, sobre todo cuando se ha tenido la ocasión de vislumbrarlo y de olfatear su proximidad. Sólo a ese instinto puedo atribuir el férreo esfuerzo al que me entregué después de desembarcar aquí. Esfuerzo para aprender el idioma, del que ignoraba todo, y para desempeñar los sucesivos oficios, siempre agotadores y míseros, en los que se vio comprometida mi subsistencia. Hubo momentos de una oscuridad formidable, en los que me acerqué al borde del abismo. De ellos saqué la fuerza que pude y debí utilizar años más tarde, cuando mi vida se desprendió de la penuria material. En aquellos primeros tiempos, el regreso a España ni siquiera fue una tentación, por razones obvias. Era un desertor, y posiblemente también se supiera que había sido un malversador y un asesino.
Empleé unos cinco o seis años en disponer de los medios necesarios para consolidar mi posición. Tenía un trabajo de dependiente de comercio, no demasiado lucrativo, pero más o menos estable. Gracias a él alquilé una habitación en el Lower East Side y fue mientras vivía en ella cuando se manifestó el impulso de escribir. Ya lo había hecho de adolescente, antes de ingresar en la Academia, y se reavivó allí después de entrar en contacto con un cubano que colaboraba en La Prensa, un periódico hispano de la época. Gracias a él pude leer muchos libros españoles, que llegaban a Nueva York con cierta dificultad. Sobre todo me aficioné a Valle-Inclán y Unamuno, dos patriotas críticos y problemáticos, como lo era mi propio patriotismo de criminal huido. También leía libros americanos, y traducciones de vanguardistas franceses y alemanes, que me desconcertaron con su alternativa a la realidad convencional, dogma uniforme al que me inclinaba mi formación militar y del que me alejaban las paradojas de mi experiencia. De la lectura pasé a la pluma espontáneamente. Empecé haciendo pequeños artículos de interés local, dirigidos sobre todo a los emigrados, que mi amigo colocaba en el periódico. Con los pocos ahorros que podía reunir, me compré una vieja máquina de quinta o sexta mano. Una noche, me sorprendí poniendo en el papel la descripción de un episodio imaginario que transcurría en Toledo. Lo hice en inglés, el idioma al que con alguna dificultad se iba acostumbrando mi alma, y el resultado no me disgustó. Otra noche, probé a reconstruir en la misma lengua una conversación de café en Madrid. Y tampoco me disgustó. Comprobé que así, en un idioma ajeno, podía regresar a la patria de la que había renegado, y que el regreso, por primera vez en todos aquellos años, me tentaba poderosamente. Así nació mi novela, en la que trabajé febrilmente durante todas las noches de los dos años que siguieron.
Cuando terminé mi libro, intenté en vano publicarlo. A nadie le interesaba aquella extraña historia española de personajes movedizos. A la vista del fracaso, pensé en traducirla y enviarla con seudónimo a Madrid o a Buenos Aires. Incluso llegué a traducir el primer capítulo, pero pronto vi que la labor era absurda. Durante siete u ocho años seguí escribiendo, artículos y narraciones que a veces aceptaban los diarios y otras veces no. De día, seguía siendo dependiente. El italiano para el que trabajaba llegó a tomarme afecto, y me daba un sueldo suficiente para vivir. Decía que él también había llegado a Nueva York con una maleta de madera y que sabía lo que era la angustia. Creía en Dios, decía, y Dios le exigía que se ocupara de la gente que tenía empleada, como Dios se había ocupado de él. A principios de los treinta tuve un par de novias de las que casi me he olvidado; una era judía, y me gustaba de veras, pero su familia lo impidió, o quizá fue que a ella yo no le gustaba tanto. A veces me parece acordarme de cómo me miraba, con una especie de repugnancia acongojada, cuando yo me negaba a convertirme.
En la primavera de 1936, poco antes de que en España estallara la guerra, me ofrecieron publicar el libro. Me lo ofreció una de las editoriales que lo habían rechazado siete años antes, y acepté. Cosechó un par de críticas indulgentes, pero no se debieron vender arriba de doscientos ejemplares. Hacia finales de aquel año, cuando me persuadí de que mi obra nunca llegaría a nadie, dejé definitivamente de escribir, y a partir del momento en que tomé esa decisión los acontecimientos se precipitaron. Siempre me ha resultado curioso que las decisiones que más han contribuido a mi supervivencia fueran tomadas en contra de lo que me dictaba mi corazón. Así, contra mi idea de lo que era justo, me plegué a los turbios manejos de mi teniente coronel, salvándome de una muerte probable en el frente. Así, también, huí de España, librándome acaso del presidio. Y así dejé de escribir, lo que a la postre, apartándome de una tarea infructuosa que consumía mis desvelos, me iba a permitir alcanzar la riqueza, a cuyo vil disfrute debo mi insoportable longevidad.
No quiero extenderme demasiado acerca de las casualidades e industrias que llevaron a un pobre emigrante a detentar, éste es el único verbo que puede emplearse para aludir a la dominación de un hombre sobre las cosas, cuando éstas son demasiadas, un patrimonio como el que ahora detento. Para conseguirlo, me vi obligado a dañar con frecuencia a otros seres humanos, y a desatender sus súplicas e incluso las súplicas de sus viudas. Mientras lo hacía, a veces lo lamentaba; otras, quizá las más, me consolaba pensando que casi todos aquellos a quienes derribaba me habrían derribado a mí gustosamente, de haber sido inversas las circunstancias. Puede que hubiera perdido todo escrúpulo cuando había tenido que saltarle la tapa de los sesos a un canalla a la edad de veinte años, o cuando había ensuciado la memoria de mis antepasados con mi deserción, poco después. Pero la pendiente, propiamente dicha, comenzó en 1937, cuando conocí por azar a un desalmado que traficaba desde Nueva York con armas y petróleo para Franco. Simpatizó conmigo y me ofreció cooperar con él. Necesitaba a alguien que dominara el inglés y el español y que estuviera dispuesto a correr algunos riesgos. En juego había mucho más dinero del que podría ganar en la tienda en toda mi vida, aunque el italiano siguiera apiadándose de mí indefinidamente. Me avine a colaborar, y tuve mi recompensa. Durante la Guerra Mundial me refugié en un banco de Wall Street, donde me hacía pasar por traductor, aunque en realidad tenía otras ocupaciones bastante más provechosas. Allí me familiaricé con las finanzas y con la gestión de los fondos de otros, y descubrí las posibilidades que proporcionaban los enormes caudales incontrolados que circulaban al socaire del esfuerzo bélico. Cuando terminó la guerra ya tenía el dinero suficiente para dar el salto y fundé mi primera compañía. El resto, hasta 1966, cuando decidí que no volvería a ocupar mi cerebro en toda esa porquería y contraté al primer antecesor de Pertúa, fue una rutina sin otro mérito que el de prescindir de cualquier ruido de mi conciencia.