En 1945, dos meses después de la derrota de los japoneses, me casé. Ella era una chica de buena familia, americana de pura cepa, si esa expresión no resultara grotesca en un país de advenedizos. La conocí en un selecto baile de celebración de la victoria, al que mi flamante opulencia me facultaba para acudir. Ya era un hombre maduro y me exasperaba relacionarme con estúpidas codiciosas y presumidas. Karen era modosa y complaciente, tanto como para aceptar mi prematura proposición y prestarse a una boda desigual. Me dio dos hijos, a los que siempre quise, aunque seguramente no supe tratarlos, y una nieta que se parece a ella, salvo en el carácter, de una forma que a veces me asusta. Cuando mi esposa murió, en 1965, comprendí que nunca la había amado, en el sentido propio de la palabra, pero desde que desapareció el mundo me ha parecido deshabitado y triste. No digo que no lo fuera cuando ella estaba, pero he de admitir que su presencia, aunque siempre fuera tan leve, neutralizaba en parte esa sensación.
Ahora tengo noventa y cinco años, y si se me concede un poco más de vida, cumpliré noventa y seis dentro de unos meses. A menudo, cuando empecé a disponer de recursos abundantes, pensé en volver al país que abandoné hace tantos años. Nadie podía recordar mi delito, tenía un pasaporte americano, era casi invulnerable. Pero nunca llegué a vencer el obstáculo que había en mi interior, la culpa que me impedía creerme con derecho a regresar. A lo largo de mi vida, como ya he dicho, he cometido sin pestañear muchas acciones execrables, y sin embargo, durante aquellos mismos años en que las perpetraba, fui incapaz de sobreponerme al reproche que me dirigía el recuerdo deshonrado de mi padre, el clamor intolerable de todos aquellos muertos mutilados a los que nunca había visto y entre los que habrían debido terminar tan jóvenes mis días.
En cambio he llegado a ser muy viejo, este viejo. Cuando observo el transcurso de tan larga e indebida prórroga, con la irresponsabilidad que infunde la vejez, a veces siento la tentación de envidiar a aquel muchacho en que pude haberme terminado, sin que hubiera existido nunca Nueva York, ni mi familia dispersada por el viento, ni esa ficción penosa que tan abnegadamente gobierna Pertúa. Pero la impresión que tengo en general es muy otra. Después de todo, doy las gracias. Las gracias por todo, incluso por mis crímenes y por haber vivido encerrado en este edificio durante tres décadas, encima del antiguo almacén del italiano. Hay algo bueno en haber llegado a ser tan viejo: todo se vuelve admisible, incluso lo más inadmisible de todo. Si yo hubiera acabado en África, con veinte años, habría acabado asustado, doliéndome toda la vida, cercenada. Ahora puedo admitir la muerte como una necesidad, como un remedio de este exceso de duración que ha terminado arrebatándome el dolor de casi todas mis heridas. Cuando a un hombre ya sólo le duele el cuerpo, sabe que su tiempo está cumplido, y es un privilegio poder aceptarlo.
Y lo acepto, sobre todo, porque me ha sido dado conocer la fe. La fe en la belleza fugaz y a la vez eterna de cada día que puede ser el último. La fe en la dulzura magnífica de Charlotte, que cerrará mis ojos. La fe en mi nieta, que es la viva imagen de aquella muchacha que tuvo la audacia de unirse a mí cuando yo ya no podía prometer nada. Y también la fe en ti, Hugo, que has llegado a tiempo de escuchar la confesión del hombre que durante setenta y cinco años ha vivido lejos, bajo el falso nombre de Manuel Dalmau.
7.
Aquella fue una de las últimas tardes. Como si lo presintiera, Dalmau condujo directamente la conversación al punto que había eludido siempre, incluso en lo más íntimo y descarnado de sus confidencias. Tampoco yo me había atrevido a abordarlo jamás, aunque en cierta forma planeaba siempre como un sobreentendido entre nosotros. Dalmau denunció la omisión de ambos al decir:
– Has sido muy cuidadoso. Nunca me has preguntado por aquel hombre cuya tumba viste, a orillas del lago Michigan.
Noté que hablar de él le costaba un sufrimiento indecible, y que no obstante lo arrostraba como si me lo debiera o se lo debiera, a sí mismo o al hombre enterrado que era o había sido su propio hijo. Recordé lo que me había dicho acerca del dolor, días atrás. Era posible que aquello fuera lo único que le doliera ya, y también era posible, porque nada en todas las tardes que habíamos compartido había sido impremeditado o inútil, que estuviera tomando las medidas para desprenderse de aquel último dolor. Para desprenderse, en suma, de la vida. En realidad, y por mantener la lealtad a los hechos, esto lo escribo ahora, cuando sé lo que pasó después, y constituye mi interpretación de aquel gesto de Dalmau.
– No estaba seguro de que eso fuera de mi incumbencia -repuse.
Dalmau sonrió, y durante una fracción de segundo volvió a ser el hombre calculador e implacable que había construido su fortuna desde la indigencia de un emigrado sin esperanzas. O acaso, corregí sobre la marcha, el joven de veinte años que había partido impávido hacia una guerra a la que nunca habría de llegar.
– Claro que es de tu incumbencia. En la vida conviene ser humilde, porque la ostentación de cualquier cosa es la más lisa de las imbecilidades, pero no dejes que la modestia te impida ver las cosas que te atañen. Todo aquí dentro es de tu incumbencia. Todo en esta habitación y todo en la conciencia de este hombre que te habla. Es más, si no lo tomas como el fruto de la enajenación de un nonagenario, lo expondré de la manera más franca: no sólo te incumbe, sino que te estaba destinado.
– Comprenderá que eso me resista a creerlo -alegué.
– Me es indiferente. Dejarás de resistirte. Tú y yo sabemos que el mundo está lleno de hombres que han consumido su existencia en esfuerzos sin sentido y que han llegado, por poder guardarse algún respeto, a descartar la posibilidad de que ninguna cosa tenga una verdadera finalidad. Eso, los más honrados y listos entre ellos. Los otros, los tramposos y los mentecatos, se aferran a cualquier patraña que compense fingidamente el vacío y con eso van tirando, sin que importe a dónde van a caer. Tú y yo los hemos visto y hemos vivido entre ellos, pero no hemos podido compartir su impiedad; ni la de unos ni la de los otros. Tú y yo creemos en el sentido de las cosas, aunque nos cueste defender ese sentido en mitad de los escombros que nos rodean.
Dalmau se detuvo, como si comprobara.
– Nosotros, Hugo -prosiguió-, podemos creer en el valor del hombre, aunque nos conste que cada hombre y cada uno de sus afanes están condenados a desaparecer y ser perdidos. El ansia desordenada de eternidad, aparte de un insulto a la vida, es un error innecesario. Al final, sólo hace falta poder tener alguna fe en el día siguiente. Y tú eres mi día siguiente. Justamente lo que él, mi hijo Mateo, no pudo ser.
Dalmau apuró su café, como si precisara del vigor que pudiera infundirle. Aquella tarde Charlotte nos lo había traído acompañado de suizos, unos suizos que sabían como los de los obradores de confitería de Madrid, y no como los empalagosos bollos sajones preñados de mermelada que se hacen en Nueva York. Me pregunté dónde y cómo habrían aprendido las blancas manos nórdicas de Charlotte a manipular tan recónditos misterios, a la altura de la memoria intransigente de Dalmau, y pensé como única posibilidad en Matilde, aunque ésta no era española, sino de algún país a orillas del Caribe. Quizá a Matilde la hubiera instruido antes otra persona ya ida, que había guiado sus pasos como ella guiara los de la muchacha. Las imaginé a las dos, a Matilde y a Charlotte, en la cocina: Matilde vigilando discretamente los movimientos de su pupila, a la distancia pertinente; Charlotte absorta en la elaboración de la masa, restituyéndose a la oreja algún mechón caedizo de sus finísimos cabellos con un largo dedo enharinado. Poder estar allí sentado, mirándolas, cuando trabajaban o por la mañana temprano, cuando desayunaban y conversaban quizá sobre cosas sin importancia, se me antojó de pronto una aproximación rotunda al paraíso.