Me sentí culpable por abstraerme así, cuando Dalmau había decidido hablarme al fin de su hijo. Pero él no tenía prisa, y había aguardado lo suficiente para que mi atención fuera completamente suya cuando ofreció aquel dato exacto:
– Mi hijo nació el catorce de septiembre de 1949. Era un día gris, y los Estados Unidos eran un país gris por aquella época, también. Aunque nació de mañana, recuerdo que fui a conocerle cuando ya había anochecido, porque su nacimiento, algo prematuro, me sorprendió de viaje en Baltimore. Era una criatura pequeña y débil, de color algo violáceo, como si estuviera medio muerto o a punto de morirse, y sin embargo miraba fijamente, o creaba la ilusión de hacerlo. Según me dijeron los médicos, era verdaderamente excepcional que un niño que venía antes de tiempo tuviera los ojos tan abiertos como mi hijo los tenía. Mientras lo veía allí, tan ínfimo e indefenso, pensé otra vez: mi hijo. Susana había nacido tres años antes. Era una niña despierta y alegre, pero por alguna razón siempre me pareció que era algo extraño, un ser en cuyo nacimiento mi intervención había sido casual y probablemente intercambiable por la de cualquier otro. Con Mateo, desde el primer instante, la sensación fue completamente opuesta. Desde ese momento en que lo tuve ante mí por primera vez, hasta el día que mi hija vino a decirme que había muerto en esa ciudad de nombre indio, siempre estuve convencido de que mi herencia en él era excesiva, como una maldición. Pero también desde ese instante primero hasta el fin, me esforcé por mantener la esperanza de que él pudiera salvarse de lo que a mí me había destruido.
Dalmau no vaciló en emplear aquella palabra, que era cruel para él y para su vástago difunto, quien ostensiblemente había defraudado su esperanza.
– Durante los primeros quince años de su vida -prosiguió, con una frialdad deliberada-, no me ocupé gran cosa de él. Estaba con su madre, que le daba cariño y protección, mientras yo me dedicaba a las transacciones que acrecentaban estérilmente mi fortuna material y me iba convirtiendo sin darme cuenta en un viejo. Cuando mi hijo celebró su decimoquinto cumpleaños, el último cumpleaños en el que su madre preparó la tarta, yo ya contaba sesenta y tres y asistí a la fiesta como si fuera la familia de otro, la que habría debido pertenecer a un hombre de poco más de cuarenta años, confiado y enérgico. Nunca, hasta fecha reciente, he sido un hombre torpe o falto de fuerza, pero a aquellas alturas tenía ya el alma demasiado trabajada y vivía en un escepticismo algo venenoso, de arribista en perdición, como diría mi pobre tocayo, o el pobre tocayo de este nombre que yo mismo me impuse. Por eso no debe asombrar que tras la muerte de mi esposa no fuera capaz de enfrentar, entre otras fatigas cotidianas, la de consolar personalmente a mi hijo, que había quedado desprovisto de todo amparo. Preferí enviarle a costosos internados, en Europa. Ya que descuidaba los dolores de su corazón, quise justificarme procurándole una forma de enriquecer su espíritu, con el conocimiento de otros países y la experiencia de unos años alejado del esquematismo moral y mental de los colegios americanos. De allí regresó endurecido, lo que al principio me causó satisfacción, hasta que comprendí que aquel temple procedía de la solitaria asimilación de su tristeza y adolecía de fisuras irremediables. En esa época intenté acercarme a él, sin gran éxito. Era un muchacho de diecinueve años, casi un hombre, con el que apenas había hablado o paseado, y al que había forzado a buscar sin auxilio de nadie un camino alternativo. Cuando se incorporó a la universidad, en Boston, fue un alivio para ambos. Para él porque no tenía que soportarme, y para mí porque no debía perseverar en una tarea infructuosa. Ya me había mudado aquí y había empezado a habituarme a la soledad oscura y silenciosa que había elegido para mi vejez. No estaba en la disposición idónea para enfrentarme a los vaivenes anímicos de un muchacho, razoné entonces. Lo estaba menos, aunque eso no me detuviera a meditarlo, para identificar en tales vaivenes la repetición de los que yo mismo había sufrido, en aquella misma edad tierna y crucial en la que tan bruscamente se había decidido mi vida.
Dalmau se frotó los ojos. Según me había indicado Matilde, sobre aquel gesto pesaba una proscripción facultativa. No reuní el valor suficiente para recordárselo. De todas formas, qué finalidad conservaban las prohibiciones médicas, ante un ser que había pulverizado todos los pronósticos de la medicina y puesto en ridículo todas sus amenazas.
– En la universidad, Mateo fue un estudiante mediocre -juzgó, otra vez con esa dureza que debía esconder su sentimiento-. Y seguramente no por falta de inteligencia, sino de interés. En cualquier caso, se las arregló para terminar la carrera en el tiempo estipulado y obtener la graduación que le facultaría para el ejercicio profesional. Me sorprendió un tanto que no rechazase mi oferta de incorporarse a una de mis empresas. Aunque nunca llegué a conocerle como habría debido, sospecho que en todas las bifurcaciones, como un desquite por las penalidades a las que había tenido que sobreponerse sin ayuda cuando su madre le faltó, escogía sin más la opción que le resultaba menos sacrificada. Asigné a una persona de mi confianza la misión de supervisarle y orientarle para superar los obstáculos que pudieran surgir en su camino. Mateo aceptó esta facilidad de la manera más destructiva posible. Se escudó en ella como si de una patente de corso se tratara, de suerte que se habituó a hacerlo todo como más le apetecía y sólo en la medida en que le apetecía, y a aguardar a que otro enderezase sus errores. Al cabo de unos años la situación se había vuelto insostenible, tanto para él como para quienes recibían el encargo de tutelarle, a quienes debía relevar con cierta regularidad para impedir que perdieran la fe en la empresa y se dieran al resentimiento. Hay hombres de negocios a quienes no les importa capitanear un hatajo de resentidos. A mí siempre, incluso cuando los tiempos eran difíciles y mis posibilidades más escasas, me ha preocupado que quienes trabajan para mí se encuentren razonablemente a gusto. Los hombres en paz son mucho más fiables que los amargados, que ahora manejan tantas manivelas delicadas en el mundo. El caso es que con treinta años mi hijo era un parásito pernicioso, y que cuando reuní el valor preciso para llamarle a mi presencia y tratar de encararle con la vida de la que estaba huyendo, no escuchó una sola de mis advertencias y me anunció con gran placer que, salvo que yo le negara los fondos que necesitaba para ello, se iba a vivir a España.
Como siempre que lo hacía, Dalmau bajó un poco la voz al pronunciar el nombre de su país, que también era el mío. Lo hacía por respeto, o por mantener el misterio alimentado de su ausencia.
– Aquí -dijo-, quizá deba explicar qué era lo que Mateo sabía de España. Desde el principio me aseguré de que ambos, él y su hermana, aprendieran el idioma de sus antepasados. Como yo no estaba mucho en casa, contraté profesores particulares; profesores españoles, no puertorriqueños. Había pocos españoles en Nueva York, entonces. Los traía de Méjico, a veces incluso de España, a través de alguien a quien conocía en la fuerza aérea. Estos profesores les contaron cosas, todas las que yo no les había contado porque prefería retrasar, hasta que ya fue tarde, el momento de contárselas. También leyeron libros, de los muchos libros españoles que había en mi biblioteca. Digo españoles pero muchos, aun escritos por españoles, estaban publicados en Sudamérica, en Argentina o Uruguay. Con todo ese bagaje, y mi mutismo, Mateo se hizo sin duda una idea romántica, que quiso comprobar sobre el terreno cuando su frágil personalidad comenzaba a desmoronarse. Era una escapatoria, sencilla mientras yo la financiara, y la abrazó. Vivió en Madrid un par de años, y durante ellos, sin cartas, ni otra noticia que la solicitud periódica de los giros que yo le enviaba, llegué a concebir, con no poco estupor, la posibilidad de que mi hijo invirtiera casi simétricamente la huida de su padre. Pero no hubo tal. De lo que encontró en España, de lo que allí le decepcionó y le indujo a volver a América, nada me dijo. Sólo supe de lo que se trajo, una mujer completamente superficial que no era ni siquiera española. La había encontrado de alguna forma absurda en Madrid y de forma igualmente absurda se había casado con ella en Amsterdam. Era holandesa y la hija de alguien de la embajada de su país en España. Antes de un año ella le había abandonado y se había ido a California, lo que al parecer era su propósito desde el principio.