Dalmau había llegado al momento culminante de su relato. Ahora sí había sentimiento en sus palabras, y fue creciendo a medida que seguía adelante. Se le advertía en algunas indecisiones a mitad de frase, alguna inseguridad al articular los sonidos.
– Entonces -confesó-, vislumbré la primera y última oportunidad de conseguir que mi hijo se redimiera y redimiera mis errores. Una de las aspiraciones más sentidas de los padres, aunque también la más ilegítima, consiste en que los hijos salven los fracasos que los padres han debido apurar. Nada puede enorgullecer más a un padre que ver a su hijo sortear las trampas en las que él ha caído. Por contraste, y éste es el riesgo, nada puede herir a un padre tanto como ver sucumbir a su hijo en las mismas o en peores miserias que las que él padeció. Cuando eso sucede, el padre piensa que ha transmitido con la sangre una especie de veneno a su hijo, y que al exponerlo a ese veneno y al esperar que se inmunizara, lo ha arrojado en realidad al infierno. Un infierno del que habría podido librarse si le hubiera mantenido al margen de sus expectativas.
Dalmau volvió a interrumpirse. En la última frase, se le había quebrado la voz. Carraspeó, como si se tratara sólo de una incordiosa flaqueza física, y se obligó a continuar, con su energía habituaclass="underline"
– He aquí, en resumen, que cuando a mi hijo le abandonó su mujer, y quedó momentáneamente sin saber a dónde acudir, hice aquello de lo que habría de arrepentirme. Le llamé y le conté en detalle todo lo que había hecho desde que había llegado a Nueva York. Dudé si hablarle también de lo que había habido antes, en España, pero respecto de eso decidí inventar una mentira en la que sólo intercalé la verdad de mis recuerdos de su abuelo y de su abuela, de quienes merecía saber. Al fin y al cabo, demasiada verdad había ya en el resto. Mateo lo encajó todo como si lo soñara, y cuando le comuniqué que había resuelto ponerle al frente de todos los negocios y que en adelante podía darles el rumbo que mejor le pareciera, asintió como si nada de todo aquello fuera realmente con él. Yo podía haber hecho cualquier otra cosa: tenerlo conmigo, buscarle una mujer que fuera mejor que la holandesa, llevarlo a un médico. Pero le puse al frente, como si eso fuera algo.
– Era una prueba de confianza -opiné, con cautela.
– Era una mierda, una prueba de ceguera, Hugo -disintió-. Mateo no valía para nada, no podía llegar a ninguna parte, porque nadie le había preparado para llegar o porque no estaba en su naturaleza. Yo tendría que haber cuidado de que nadie le retara, y fui yo quien le reté. A los seis meses de entregarle el mando tuve que relevarle y humillarle así para siempre. Los diez años o más que vivió después de aquello los pasó escondido en casas que yo compraba para él, allí donde creía que podía estar más lejos de todo lo que le asustaba. Al final descubrió el lago, y creo que a su orilla fue feliz, en la manera estrecha a la que le había condenado con mi negligencia. Lo que más me dolió fue no enterarme de su enfermedad. Me la ocultó, todos me la ocultaron, y con eso me hundieron en la vergüenza de estar ajeno a todo mientras él se apagaba. La última ofensa, que me había ganado sobradamente, como las otras, fue que abandonara la casa que yo le había pagado y huyera a morir a una casa alquilada, en ese maldito pueblo de nombre indio. Pero le enterramos allí, enfrente de su lago, porque allí, tan brevemente, había sido libre de lo que le había arruinado la vida. Allí, al fin y para siempre, había sido libre de mí.
Ahora, Dalmau lloraba. Las lágrimas resbalaban por su piel rígida mientras él miraba al frente, como el nazareno soportando todas las penitencias. En ese momento, ni tarde ni pronto, cuando él lo había querido, entendí todo. Entendí la secuencia tan extensa y compleja de su vida, el despliegue meticuloso al que había dedicado tantas tardes, la ordenada sucesión de todos los crímenes que hasta aquel último, inexpiable, había cometido aquel anciano que se ennoblecía con el remordimiento. Justo entonces vi al ángel, el que estaba oculto en la ciudad vacía que yo había buscado por azar y había encontrado por necesidad, porque creía, como Dalmau, que las cosas tenían un sentido aunque todo zozobrase alrededor. Y el viejo, que sabía que yo ya sabía, dijo:
– Tú sí estás preparado para llegar, y está en tu naturaleza intentarlo. Contigo no habrá culpa, ni la burda superchería que habría sido confiárselo a otro que no viniera de donde ambos venimos. A ti puedo encomendártelo, y esperar que me redimas. Sigue tú el viaje que él no pudo seguir. Y llega, por los dos y también por él.
– ¿A dónde? -pregunté, sólo por cerciorarme.
Dalmau se encogió de hombros, y contestó:
– Al principio.
VI. DESCUBRIMIENTO DE LA ARMONÍA
1.
Desde la tarde en que el anciano que usaba el nombre de Manuel Dalmau me refirió la historia de su hijo Matthew, algo en mi interior se aprestó a afrontar una torcedura de los acontecimientos. El premioso proceso que se había desarrollado ante mi dócil atención estaba concluso, y al igual que había medido y previsto todo lo anterior, él debía haber medido y previsto el paso siguiente. Pero fue la naturaleza, después de tanto contemporizar con él, la que se adueñó de la situación. Pertúa me trajo la noticia, y lo hizo con su aire de solvencia habitual, aunque parecía un poco más agitado que de costumbre.
– El viejo ha empeorado -dijo-. Los médicos dicen que puede irse de un momento a otro.
– ¿A qué hospital le han llevado? -pregunté, mientras me echaba encima la chaqueta.
– A ninguno. Si no tuviera noventa y cinco años podrían ponerle un tratamiento, o incluso operarlo. A su edad, cualquiera de esas dos cosas equivale a ejecutarlo en el acto. Le dan calmantes y le ayudan a respirar con una máquina si se fatiga. No pueden hacer más.
– ¿Qué es lo que le pasa? -nunca antes había indagado tan frontalmente aquel extremo.
– Qué es lo que no le pasa. No vengo a alertarte, sino a sugerirte que te resignes y te esfuerces en ayudarlo, en lo que puedas, a acabar en paz. Quiere que vayas a verlo.
– ¿Han avisado a su hija?
– Los he avisado a todos. Quiere verte antes de que lleguen.
Volvía a ser Navidad y Nueva York lo festejaba bajo la nieve con una de sus consabidas olas de frío polar. Mientras iba en el taxi recordé cómo había sido la navidad anterior, la que había pasado con Raúl y Gus. Era como si hiciera mil años.
Me recibió Charlotte. Había estado sollozando y lo tenía todo enrojecido: las mejillas sutiles, los ojos celestes. Hasta aquella niña primaveral se encogía ante la cercanía de la muerte. Con su paso inaudible me precedió hasta la cámara del enfermo. Era un dormitorio no demasiado grande, que casi habían vaciado de muebles para poder introducir los aparatos médicos. En la cabecera estaban Matilde y una enfermera. Dalmau, en pijama, había quedado reducido a la mínima expresión.