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– Pasa, Hugo -murmuró al verme en el umbral, y dirigiéndose a las mujeres, pidió-: Dejadnos solos un momento.

Matilde titubeó, pero la enfermera salió en seguida. Debía tener experiencia en moribundos y sabía valorar su voluntad. Me acerqué a la cama. El aspecto de Dalmau, rota la exigua pero pertinaz reserva de vitalidad que le sostenía, causaba espanto.

– ¿Has estado alguna vez en Italia? -preguntó, con un hilo de voz.

– No -repuse, desorientado.

– Yo fui con Karen, por nuestro décimo aniversario -informó apremiadamente-. Fue el único viaje de placer que hice en toda mi vida. Estuvimos en Roma, Venecia, Florencia y Pisa. Allí, en Pisa, en el Baptisterio, me pasó algo que no he olvidado nunca. Mientras paseaba por la galería superior, me fijé en una hermosa chica pelirroja, sentada. Apenas posé mis ojos sobre ella, alzó de golpe la mirada del folleto que estaba leyendo. Me encontré con dos ojos verdes que me atravesaron y después se apartaron. Tras eso, la muchacha se levantó y se fue. Un par de minutos más tarde, volví a tropezarme con ella. De nuevo, apenas la miré, ella estaba de espaldas, se volvió y sus ojos sin fondo se clavaron en mí. Era como si dispusiera de un sexto sentido que la avisaba cuando alguien la observaba, aunque fuera de pasada, como yo había hecho las dos veces. No pude sostener su mirada. Al fin ella se marchó, dejándome con la sensación de haberme cruzado con un ser infinitamente más poderoso que yo, que me había examinado y había decidido que no merecía la pena destruirme. Desde entonces la he esperado, a la chica pelirroja, con una mezcla de miedo y de deseo. Era tan placentero estar inerme ante ella, a merced de su crueldad esquiva. Ha tardado mucho, demasiado, pero al fin ha venido. Esta noche he soñado con ella. He vuelto a verlo todo, incluso detalles que se habían borrado de mi memoria. Y la chica no se iba, Hugo.

Había hablado tan bajo que había tenido que acercar el oído a su boca para oírle. Había hecho un esfuerzo inmenso, para las energías que le restaban, pero se forzó a seguir.

– Cuando me he despertado me ha venido el ataque, y luego, mientras los médicos organizaban todo esto a mi alrededor, en realidad lo tenían preparado desde hacía tiempo, he seguido pensando en Italia. Un país de sol y aceite, como el nuestro. Me he acordado de muchos sitios que vi y me gustaron, pero sobre todo de uno, y he tenido una idea que requiere de tu colaboración.

– Cálmese. No tiene por qué cansarse así.

– Claro que tengo -protestó-. Debes ir a Florencia. Allí hay una iglesia pequeña, a orillas del Arno, que se llama Ognissanti. Arréglalo para casarte en ella con Sybil.

– ¿Cómo dice?

– Lo has oído. Vas a casarte con mi nieta. Hazlo en esa iglesia.

– No soy creyente -objeté.

– Yo tampoco, pero soy católico. Todos los españoles somos católicos, aunque no seamos creyentes. No te será tan difícil. Hazlo y lo entenderás.

– ¿Por qué?

– En esa iglesia está enterrado Botticelli, de quien también allí se guarda un sensacional retrato de San Agustín. Es un templo desangelado, algo tenebroso, pero después de ver la tumba y la obra de aquel gran hombre, me quedé durante un buen rato. Y sucedió algo, Hugo. De pronto me sorprendí rezando. Fue la última vez que lo hice.

Dalmau sonreía misteriosamente. Una parte de mí me impulsaba a rechazar la tiranía que aquel espectro trataba de ejercer sobre mi futuro. Pero la otra, la que él siempre había sabido convocar, me movía a acatar su designio.

– Lo haremos, si ella quiere -me rendí.

– Querrá -aseveró, con aquella certidumbre irritante.

2.

El vaso de Charlotte

Vino Sue, y vino Paul Fromsett, el padre de Sybil, un hombre saludable de poblado flequillo a quien Dalmau trataba con displicencia. Fue extraño para todos, incluso para Sybil, que yo estuviera allí con ellos, junto al moribundo, y que él me reclamara y yo hablara en voz baja con Matilde o consolara a Charlotte cuando se le saltaban las lágrimas. Sin embargo, eran personas corteses y procuraron no hacerme sentir intruso, aunque yo me sentía, o más bien lo que sentía era una cierta culpabilidad por que el viejo no confiara como habría debido en ellos. Por eso procuré no quedarme en la habitación si no estaba alguno de los Fromsett, que eran su verdadera familia, a la que Dalmau no podía rehuir en aquel momento, a pesar de todo lo que pudiera circularle por la cabeza. Así compartí vigilia con Sue, que trataba de reconocer en mí al jugador impulsivo que la había visitado en su casa de Madison, o con Paul, que se interesaba por asuntos tan peregrinos como la abundancia de sexo explícito en la televisión europea, y que ante mis evasivas parecía dudar de la lucidez de su hija al enredarse conmigo. Pero sobre todo, traté de estar acompañado de Sybil, entre otras cosas porque en su presencia Dalmau se mostraba un poco más humano y afectuoso. Con Sue tenía una confianza un poco despegada y a Paul, cuando se quedaba adormilado en el sillón, le miraba de reojo como si planeara entregarlo a un taxidermista.

Precisamente estaba con Sybil, la víspera de Nochebuena, cuando Dalmau nos rogó:

– ¿Podéis prestarme ese vaso?

– Nadie tiene que prestártelo -observó Sybil, aturdida-. El vaso es tuyo.

– No es mío -se opuso Dalmau-. Uno sólo tiene las cosas mientras puede sujetarlas y yo ya no puedo sujetar nada. Échame agua, por favor.

Sybil echó agua en el vaso y se lo acercó a los labios. Dalmau bebió a sorbos cortos y volvió a recostarse.

– El agua sí es mía, ahora -proclamó, triunfal-. Pero nada más, ya.

– No se esfuerce -intervine, porque vi que le costaba respirar.

– Qué poca cosa es un vaso, normalmente -dijo, desobedeciéndome-. Uno sobrevive a tantos vasos que acaban hechos añicos, en el suelo o el fregadero. Hasta que un día uno se enfrenta a un vaso que va a sobrevivirle. Si uno dijera que ese vaso es suyo, el vaso reventaría de risa. Hay que pedirlo prestado, porque el vaso, como todo, sólo puede ser de otro que seguirá viviendo.

Ni Sybil ni yo supimos qué decir. Ella le colocó el cobertor, subiéndoselo hasta el cuello. Dalmau se dejó hacer. Sus ojos parecían no ver ya nada.

– Todo, en realidad, lo hemos tenido prestado -repitió-. Y ahora hay que devolverlo. Qué trago terrible, para tantos imbéciles.

Dalmau reía, sin fuerza.

– La verdad es tan magnífica, y tan limpia -susurró, antes de dormirse.

De aquel sueño ya no despertó. Se quedó en él, en la madrugada de un 24 de diciembre, cuando todos en Nueva York soñaban con regalos que recibirían o harían a la noche siguiente y que invariablemente crearían una ilusión de propiedad en sus destinatarios. Su nieta y yo nos dimos cuenta del desenlace por la mañana, cuando caímos en que habíamos dejado de escuchar su respiración. Me aseguré de que Sybil se encontraba bien y fui a dar la noticia a los demás, que ya estaban desayunando. Sue se levantó y se encaminó muy despacio hacia el dormitorio. Paul hizo chascar la lengua y meneó la cabeza, buscando algo que pudiera decir. Matilde siguió con prudencia de mujer vieja los pasos de la hija de Dalmau. Charlotte quedó inmóvil, como alienada. Cuando reaccionó, la acompañé a la cámara mortuoria, sujetándola por los hombros. Temblaba imperceptiblemente.

Siempre recordaré cómo se acercó al cadáver, abriéndose paso entre las otras tres mujeres, y acarició con las yemas de sus dedos los párpados cerrados. Dalmau había previsto que ella los bajase, pero no había hecho falta, porque había muerto dormido. Después Charlotte cogió el vaso y la bandeja que había sobre la mesilla y se los llevó. Al verlo en sus manos supe, y me confortó saberlo, que aquel vaso le pertenecía.