3.
La idea estaba absolutamente clara en mi cerebro, pero no era yo quien poseía facultades legales para ponerla en práctica. Por eso, en cuanto se hubo serenado, me llevé a Sue fuera de la habitación y traté de ganarla para la causa. Inicié la cuestión por el borde de fuera, para que resultase menos violento.
– Ahora hay que pensar en algunas cosas inevitables -dije.
– ¿Querrás ocuparte tú? -abdicó rápidamente Sue, como si lo hubiera estado esperando-. Puedes contar con Paul, desde luego.
– ¿Dijo alguna vez qué quería que se hiciera?
– ¿Con qué? -y reparando de pronto, repuso-: Ah, no que yo sepa. Hay un testamento. Deberás hablar con Pertúa.
Ya suponía que debía hacerlo, y ya suponía que el testamento no aclararía nada al respecto. Entonces me lancé:
– Creo que él quería que se le enterrase en España.
– ¿Cómo? Era ciudadano estadounidense. Su mujer está enterrada aquí. Su hijo está enterrado aquí, quiero decir en Wisconsin, tú lo viste. Toda su vida estuvo aquí. En tu país lo único que hizo fue nacer.
Sue se había revuelto sin pensar, como si yo acabara de ofenderla en lo más sagrado. Pero después de desahogarse quedó un tanto meditabunda, y tras una pausa preguntó, sin la ferocidad de hacía sólo unos segundos:
– ¿Por qué crees que él quería que le llevaran allí?
Con Sue hablaba siempre en inglés. Si lo hacíamos en castellano, aún se comunicaban peor nuestros pensamientos. Había una especie de horror en la manera en que había dicho la última parte de la frase, to be taken there.
– Porque nunca fue en vida -repliqué.
En cualquier otra circunstancia, respecto de cualquier otra persona, el razonamiento habría sido un completo contrasentido. En aquel instante, a propósito de Dalmau, encerraba el significado preciso para que Sue, que no lo ignoraba todo (a fin de cuentas, ella había hecho las gestiones para que Matthew fuera enterrado en Kenosha, a donde jamás iría a reunírsele nadie), desfalleciera y admitiese:
– Es posible que tengas razón.
Para resolver el arduo problema de la repatriación, con innumerables trámites que debían ser realizados en dependencias oficiales con la actividad atenuada por las festividades navideñas, recabé la cooperación de Pertúa, quien prestó aquel último servicio a Dalmau como había prestado todos los anteriores, aviniéndose a todo cuanto yo sugería. Para esta diligencia de Pertúa había motivos diversos. Por un lado compartía mi convicción de que aquélla era la mejor forma de cumplir con los deseos que el viejo nunca había tenido la debilidad de expresar abiertamente. Por otro, conocía el testamento de Dalmau, y aunque en él, en efecto, no se contenía disposición alguna acerca del destino que debía darse a sus restos mortales, sí había detalladas previsiones respecto de mi persona. Casi todas se condicionaban a mi matrimonio con Sybil, a quien instituía como heredera universal, pero algunas se mantenían incluso tras una posible ruptura.
Una gélida mañana de enero, un féretro fue introducido en la bodega de un avión en el aeropuerto de Newark, en Nueva Jersey. En ese mismo avión iban Sue y Sybil, a quienes yo acompañaba a conocer el lugar donde habían vivido sus antepasados, hombres heroicos que volvían sentenciados de las campañas de África y mujeres abnegadas que enviudaban y morían en silencio. En ese avión, en fin, deshizo la travesía el muchacho sin nombre que había llegado a América setenta y cinco años atrás.
4.
El día que enterramos a Dalmau, el sol brillaba sobre una radiante mañana invernal, de las que sólo pueden soñarse en tantos otros países y enero depara sin especial dificultad a Madrid. Enterrar a Dalmau allí, en el cementerio frente al río donde reposaban sus padres, había exigido a Pertúa los mejores esfuerzos. En aquel antiguo camposanto ya sólo se sepultaba a quienes disponían de una tumba familiar en propiedad, y aunque quizá hubiera podido averiguarse el nombre de los padres de Dalmau, preferí que no se hiciera. Para proporcionarle las pistas necesarias habría tenido que confiarle a Pertúa detalles que Dalmau me había revelado en la reserva de nuestras conversaciones, y que nada me autorizaba a compartir con nadie, ni siquiera con él. Por otra parte, si Dalmau no había querido que nadie, y esto me incluía, supiera su verdadero nombre, tampoco era aquél un pretexto suficiente para contrariar su deseo. De modo que me contenté con que reposara en el mismo recinto en el que, en algún sepulcro que nunca podríamos reconocer, habían dado a la tierra a los suyos, y para lograrlo Pertúa tuvo que encontrar la manera de eludir todas las ordenanzas y las restricciones que lo impedían.
No me opuse a que hubiera un sacerdote en la inhumación, según ofrecía el cementerio, porque recordé lo que Dalmau me había dicho poco antes de morir: aun sin creer en Dios, era católico. Mientras el cura recitaba sus oraciones, en las que se postulaba el acceso del difunto a la gloria y a una resurrección de la carne que el propio Dalmau habría sido el primero en declinar, observé a sus descendientes. Enlutadas, escuchando las peculiares palabras españolas con que se encomendaba a Dios a aquel hijo pródigo tardíamente regresado, se las veía más rubias y más extranjeras que en ningún otro momento de los que había habido desde que habíamos tomado tierra en Madrid. Me produjo una emoción confusa, la imagen de aquellas dos mujeres rubias contemplando el agujero abierto en la tierra española, intentando comprender por qué el hombre cuya sangre llevaban era devuelto a aquel país extraño en el que ni siquiera el invierno era demasiado frío.
Después, cuando bajaron el ataúd y empezaron a cubrirlo de tierra, me acordé de él, de Dalmau. Le vi de nuevo, en la semioscuridad de su despacho, extendiendo ante mí con tesón, casi con una especie de furia, el mapa quebrado de su conciencia. Le vi cuando miraba venir o irse a Charlotte, cuando hablaba de sus minuciosos recuerdos de España, o cuando confesaba con impudicia sus culpas. Le vi, en fin, cuando me enfrentaba los ojos, tratando de vadear con los suyos la niebla que los anegaba, y cuando había llorado, por única vez, al relatarme el final de su hijo. Todas estas escenas sombrías que desfilaban por mi mente contrastaban intensamente con la luz poderosa de aquella mañana, el azul hiriente del cielo sin una sola nube y el soplo tenue y vivificante del viento que se arrastraba sobre la colina en que estaba el cementerio. Me percaté de que Sybil, tras las gafas oscuras, que sólo parcialmente podían atenuar su color, estaba absorta en la nitidez de aquel cielo al que el libro de su abuelo había conferido carácter casi legendario. Entre tanto, la tierra iba cubriéndole. Había vivido lejos, había rehusado volver, pero antes de morir se había asegurado, por mi mediación, de que se le restituiría a aquella tierra; al principio, donde sólo podía terminar su viaje. Pensé, aunque esto no tuviera que ver con Dalmau y puede que él nunca lo pensara, que lo que hace sublime a una patria (si es que ha de existir tal cosa como una patria, más allá de los trompetazos huecos de los que la palabra suele acompañarse) no es la forma en que recompensa el arrojo o la inmolación de sus paladines y sus mártires. Lo que hace sublime a una patria, al contrario, es la dulzura con que acoge a sus desertores, como la tierra acogía a Dalmau, que había hecho el único camino posible, el más largo y ominoso, para aprender a quererla sin reservas. Los hijos necesitan un sacrificio ingente, para acertar a corresponder a la madre.
Después fui con Sybil al Retiro, aunque no era mayo y los árboles estaban pelados y las flores ausentes. Era una hermosa mañana y los dos aspiramos fuerte el aire del parque, sin avergonzarnos, porque el que ella y yo sobreviviéramos a Dalmau, contra lo que habría podido suceder con otro, no era su derrota, sino su triunfo.