La mujer y yo paseábamos junto al canal. Era por la tarde y hacía mucho sol. El agua del canal se rizaba con la brisa templada que soplaba sobre su superficie. La mujer y yo íbamos discutiendo acerca de la posible existencia de otra vida. Ella la afirmaba con vehemencia y yo dejaba traslucir con cierta frialdad mi propensión a descartarla. En un momento de excitación, la mujer me insultó y se separó de mí. Desapareció casi instantáneamente. Continué solo el paseo. Iba por una de las amplias aceras de cemento que habían hecho a ambos lados del canal, y advertí que ése no era el único cambio desde la última vez. Habían derribado algunas casas, reconstruido otras, remozado el resto. Los jardines habían sido cuidadosamente organizados para que nadie se sintiera invitado a entrar en ellos, sino más bien abrumado por el temor de distorsionar el equilibrio de un férreo orden vegetal. Habían subido las verjas y habían cambiado las cancelas por puertas macizas. Todo estaba más nuevo pero también más vacío. Aquel paisaje restaurado me era completamente ajeno, frente a la familiaridad de otra época. Todavía guardaba mi alma la impresión de los rosales indómitos, las fachadas desconchadas y los senderos de tierra donde se olvidaban viejas butacas de mimbre. En aquella otra disposición de las cosas, me habría considerado autorizado a entrar en cualquiera de los jardines y a sentarme bajo los frutales. Ahora, no me atrevía siquiera a tocar la campanilla de la entrada. Fue entonces cuando se abrió una de las puertas y tras ella apareció la mujer que creía en la inmortalidad.
– Ven -dijo.
Me tomó de la mano y me arrastró hacia el fondo de la espesura. Caímos sobre un césped mullido, igualado al milímetro. La mujer había abandonado su irritación por mi escepticismo de hacía un rato. Me hizo cerrar los ojos y me acarició la frente hasta que supe que había decidido aspirar a que yo me entregara a ella.
– Este ya no es mi lugar -confesé, por si se lo debía.
– Vamos a la isla -propuso.
Abrí los ojos y resultó que estábamos en la isla que cerraba el límite de la laguna. El horizonte era limpio y el mar estaba en calma. No había espacio para el engaño. Fuimos hasta el agua, nos adentramos en ella y vi que era cristalina y azul. Moví los dedos de los pies un par de veces, por el asombro de divisarlos ahí abajo como a través de lentes de aumento. El Adriático nunca había sido tan transparente. Esa fue otra señal de que el sueño había cambiado de forma irreparable.
– ¿Y ahora qué? -pregunté-. De esto nadie puede esconderse. Estamos solos bajo la luz y ni siquiera hace frío. Nos dejan que lo miremos todo, los barcos a lo lejos, los niños que se bañan. Todo, como si fuera de otro. Nadie habla, porque no hay nada que decir. ¿Y aquí tengo que quererte?
– Aquí -asintió la mujer, triunfal.
Y allí la quise, amargándome.
El otro sueño pasaba en América, donde yo no había estado nunca, todavía. Incluso pudiera ser que el conductor del taxi que me llevaba desde el aeropuerto mencionara (pero eso no podría jurarlo) el nombre de Nueva York. Aquella Nueva York, o lo que fuese, era una ciudad de altos edificios grises, todos casi iguales y de estilo funcional, que se levantaban de pronto al final de una autopista. El taxi se internó por las calles despobladas, sobre las que se iba apagando despacio una tarde nubosa y desapacible. El conductor buscó la dirección que yo le había dado y que resultó ser, inexorablemente, uno de aquellos altos edificios. Le di una buena propina y él me ayudó a meter mis maletas en el portal, al que se accedía después de empujar una inmensa puerta de hierro forjado. No había ascensor, así que me vi obligado a subir cargado por las escaleras, que tenían escalones altísimos y anchas revueltas con las paredes tapizadas de verde. De algún modo me había provisto por anticipado con la llave de mi apartamento, cuya puerta abrí con la seguridad de un viejo inquilino. Comprobé las vistas: la avenida de edificios iguales, el parque de árboles negruzcos con la bandera de las barras y las estrellas ondeando al lado de un templete blanco. Luego invadí los armarios con mis pertenencias y me di una ducha bien larga. Ya aseado, se me ocurrió dar una vuelta antes de la cena. Era raro bajar por aquellas escaleras y pensar que a partir de ahora allí tenía mi casa. En parte me agradaba, porque todo era misterioso y contundente, y en parte me daba miedo, como cuando de niño veía el Partenón y me imaginaba a los dioses, obligados a inventar una vida cotidiana entre aquellas columnas perfectas. Recorrí las calles, admirando los escaparates remotos de tiendas que no parecían cerradas por el fin de la jornada, sino por los efectos de una guerra atómica. Vagué sin cruzarme con nadie mientras la noche caía sobre la ciudad, hasta que al final de una calle divisé un local que parecía abierto. Al menos, de allí venía algún ruido. Cuando me acerqué vi que era una especie de cafetería. Hacía esquina y tenía grandes vidrieras blancas. En la acera, enfrente de la puerta, había cuatro o cinco mesas con sus sillas. A la luz de los faroles portátiles que completaban la terraza, pude comprobar que estaban desocupadas todas, salvo una. La mujer, a la que reconocí, sorbía un batido de vainilla con una pajita de franjas. La tarde era demasiado fría para quedarse a la intemperie, pero me senté con ella.
– También estás aquí -observé.
– Claro -corroboró, sin dejar de aspirar por la pajita.
Un camarero de pelo entrecano vino a tomar nota de mi pedido. Pregunté si era posible que me trajera lo mismo que a ella y el camarero contestó, mezclando los idiomas:
– Sure, señor.
Pero luego no volvió. Miré varias veces hacia el interior de la cafetería, que no difería en mucho de un bar cualquiera de Madrid. Incluso puede que hubiera carteles de corridas de toros. Afuera, no obstante, seguía siendo aquella ciudad de América, Nueva York u otra. Me dirigí a la mujer, que continuaba absorta en su batido:
– Es bonita la noche aquí. Como si uno no pudiera dominarla.
– Se puede, si se sabe -sugirió la mujer, revolviendo la bebida con la pajita.
– ¿Hablas por ti?
La mujer asintió con la cabeza.
– He aprendido, desde que llegué. La noche durará lo que me pidas.
Miré hacia arriba. Las nubes, encima de los altos edificios grises, ocultaban las estrellas. El aire me batía la cara y en la calle se escuchaba un silencio que no estaba hecho de la falta de sonidos, sino de algo mucho más complicado y profundo. La luz del farol proyectaba sombras tenues en el rostro de la mujer, cuyo gesto había adquirido una arrogancia infantil. Temblando, solicité:
– Quiero que dure siempre, y no darme cuenta de que somos felices. Si me doy cuenta, se habrá acabado.
La mujer tomó mi mano y prometió:
– No te lo diré nunca.
Ella era el sueño y podía cumplir una promesa. Fue maravilloso caminar abrazado a ella por las calles desiertas, bajo el mudo escrutinio de los maniquíes de los escaparates, en la quietud de la noche infinita.
Dalmau, que había asistido sin inmutarse al resto de mis explicaciones, cambió perceptiblemente de actitud ante el relato de los sueños. Cuando hube terminado, me confesó, con una emoción que le truncaba la voz:
– Yo soñé también con América, antes de venir. En mi sueño era una manzana de casitas con jardín y, cómo se dice en español, picket jenees. Sabía dónde estaba la escuela, la tienda, el parque de bomberos. Muchos fines de semana he ido a ciertas partes de Queens y Coney Island para buscar la manzana de mi sueño, sin resultado.