Dudó un instante, como si no me incumbiera la historia, o su tristeza. Al fin, recobrando su tono de siempre, admitió:
– La herida que todos los emigrados nos esforzamos por ocultar es que a esa América, que es la que habría valido de veras el viaje, no se llega nunca.
II. TRÁNSITOS
1.
Aunque no tenía apenas ocasiones de demostrarlo, o bien carecía del valor preciso para aprovechar las que le venían, mi jefe era un buen hombre. Por eso me refirió con sincera tribulación la queja colérica que el profesor Navata, armado de toda su retórica pro derechos humanos y también de la otra, la del tipo usted no sabe con quién está hablando, le había arrojado a propósito del desgraciado apostrofe racista que yo había dedicado a su nunca bien ponderada esposa Liana. No obstante la difícil posición en que le había colocado, que habría justificado la adopción en mi contra de las medidas más drásticas, mi jefe manifestó renovarme una confianza algo menguante, pero todavía sólidamente asentada en los muchos éxitos que había cosechado para la firma en el pasado. También me demandó alguna explicación para mi conducta, y a mi lacónica declaración de haber sido ofendido por aquella mujer de forma que nadie podía obligarme a soportar, opuso una protesta muy tenue. Ya digo que no era mal sujeto.
Por eso, o porque mi resolución no estaba todavía plenamente tomada, aguardé una semana antes de comunicarle que abandonaba mi empleo. Acompañé la noticia con una genérica invocación de razones personales, lo que por otra parte se ajustaba bastante a la realidad, pero mi jefe no pudo dejar de pensar que podía cambiar el curso de los acontecimientos. Acaso fuera porque las razones personales se consideran algo lo bastante pintoresco como para que sólo pueda esgrimirlas un desequilibrado, y porque mi jefe me tenía por un individuo cuerdo y responsable. El caso es que se empeñó en interpretar que mi decisión tenía que ver con el trabajo en sí, y se aplicó a disuadirme.
– Si es por lo de Navata, no tiene ninguna importancia -aseguró, con fervor-.Todos saben que la amarilla es una zorra. Mal está perder los estribos, pero puede comprenderse. Nadie te ha pedido cuentas por eso.
– Tampoco a mí me importa lo de Navata, salvo como síntoma -le guié, con desgana.
– Si es que te pagan más en otra parte, podemos negociarlo. Joder -gritó, por dejar clara la confianza-, con cualquier otro me negaría, pero tú te lo ganarás.
En ese momento me percaté de que no le había dicho a dónde me iba. No quería entrar en demasiados detalles sobre ello, pero podía ayudarle a situarse:
– No me pagan nada, en ninguna otra parte. Me largo de Madrid y de todo esto. Me voy a Nueva York, a estudiar.
– ¿A estudiar qué? -me atajó-. Si quieres hacer un master o una especialización no tienes por qué dejarnos. Coño, te lo pagamos y cuando vuelvas te subimos además el sueldo.
– No sé qué voy a estudiar, todavía. Tengo un amigo en la universidad de Columbia y me ha mandado un programa de cursos. Creo que al final me apuntaré a uno sobre filosofía del siglo diecisiete; ya sabes: Descartes, Spinoza. Nada de masters. Voy a coger un poco de aire, para empezar. Luego ya se me ocurrirá por dónde seguir.
Las alusiones filosóficas obraron el efecto de desintegrar la idea preconcebida de mi jefe. En su cerebro vi florecer la sospecha de que yo, que hasta aquel día había sido su colaborador más estrecho, había perdido inopinada y acaso irreversiblemente el juicio. No dejó de entelarme de su piadoso horror:
– No sé qué es toda esta mierda. Pero me parece que estás tirando tu carrera a la basura, y es una auténtica lástima.
– Apréciame un poco -le reconvine-. Aunque sólo sea por los años que te he dado. No estoy loco. No más que cuando me quedaba aquí sin dormir, con alguno cualquiera de los petardazos de la Bolsa, y tú tampoco dormías.
Mi jefe se quedó pensativo, mirándome. Aunque no supiera si Spinoza era un filósofo del diecisiete, como malévolamente yo había dado antes por sentado, o un delantero de la selección italiana, era muy posible que en algún otro tiempo hubiera concebido para sí vidas distintas de la que arrastraba a la mezquina luz de las pantallas de Reuters.
– En cualquier caso -salió despacio de su ensimismamiento-, si cambias de opinión, si te das cuenta de que has hecho una tontería, si sólo vuelves y quieres trabajar en lo que sabes, llama aquí primero. Siempre habrá hueco para ti, al menos mientras yo esté.
– Eso lo agradezco, aunque no pienso fiarme a ello. Me voy de verdad, jefe.
– Si es así, que tengas suerte. La que puedas, quiero decir.
Le deseé lo mismo, procurando no adivinar los sentimientos que él reprimía. Pude percibir cómo dudaba entre atenderlos y ceder a la urgencia de las múltiples preocupaciones que mi defección le planteaba. Habría que reasignar clientes, sustituirme en los proyectos que estaban a medias, a lo peor contratar a alguien. No descarto que en cualquier otra circunstancia aquel hombre y yo hubiéramos podido darnos un abrazo de despedida, pero algo semejante no cabía, ni para él ni para mí, en la que nos había sido adjudicada.
Esa misma tarde recogí mis cosas, por dejar limpio el sitio para otro, no porque tuviera intención de hacer nada con ellas. De hecho, después me desprendería de casi todo. Cuando lo tuve embalado, me sorprendió lo poco en que se resumían los años que había pasado allí. Mi despacho vacío ofrecía una sensación de insignificancia y sordidez que reforzaba mis ansias de mudanza. Tras la ventana se veía una estrecha perspectiva de la parva City de Madrid, un trozo de cielo agobiado de edificios que nunca podría echar de menos. En la pared dejé colgando unas láminas de Kandinsky, cuyos laberintos de colores vivos hacía un siglo que habían perdido cualquier interés. Tal vez supondrían un ensueño de novedad y horizontes abiertos para quien viniera a alojarse ahora allí, y tal vez esa era una razón más para abandonarlos. El hombre que no ama lo que posee tiene seguramente el deber de dejarlo, para que otro lo ame y así lo rehabilite. La regla puede valer lo mismo para una obra de arte que para una mujer. Puede que valga, incluso, para una ciudad.
Había planeado vagamente no despedirme de nadie y encomendarle a mi jefe el peso de todas las perplejidades que suscitaría mi marcha. Sin embargo, por alguna clase de debilidad, di en hacer dos excepciones. La primera fue mi secretaria, persona a la que no estaba especialmente unido, porque apenas llevaba un año en la firma, pero que se había sacrificado de forma abundante y que ahora podía sentirse inclinada a creer que quedaba desamparada. Como todas las chicas de poco más de veinte años con un contrato en prácticas, sabía que debía conquistar cada mañana su puesto, pero albergaba la sospecha razonable de que en un año de trabajar para mí había juntado un pequeño capital de prestigio secretarial. Ahora que yo desaparecía, su primera idea debía ser casi por fuerza que sus ahorros se esfumaban. Estimé por ello necesario advertirla de mi marcha y también de que me había ocupado de participar a mi jefe mi completa satisfacción con sus esfuerzos, recomendando que se la conservara y en lo posible se la favoreciese. Mis palabras, sin embargo, no bastaron para disipar sus temores. Algo singular fue que apenas un minuto después de comunicarle que me iba, su mirada se perdió en el vacío, dejó manifiestamente de escucharme y comenzó a asentir de forma mecánica, como si yo ya no existiera. Era muy joven y tenía dificultades que vencer, demasiadas para entretenerse con despedidas. Ni siquiera me preguntó por qué o a dónde me marchaba, y no la censuré por el despego. Los que siguen adelante no pueden ocuparse de los que se rinden, los que se quedan deben olvidar a los que huyen, y a las secretarias de poco más de veinte años ni les van ni les vienen los motivos por las que sus jefes repudian de pronto una tarea a cuyo servicio, cuidándoles la agenda o el teléfono o el formato de sus documentos, ellas han puesto toda la generosa desenvoltura de su juventud. Aun constatando su indiferencia, quise que aquello se pareciese en algo a la separación de dos seres humanos que habían compartido fatigas durante meses, y le dije: