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– Gracias por todo. Espero que alcances lo que mereces, aquí y en la vida.

Mi secretaria me oyó durante unos segundos, apenas los precisos para captar la última frase. Se ruborizó, sin duda porque es más bien perturbador que nadie se meta en lo que mereces o dejas de merecer en la vida. Quizá ello suceda porque en Occidente la noción de merecimiento ha caído en franco declive, suplantada en gran medida por una afición supersticiosa, casi maníaca, a la especulación y el ventajismo. Lo que trataba de transmitirle a mi secretaria, y renuncié a intentar explicarle, era que me entristecía que una chica dispuesta y lista debiera reducirse a agradar a algún desaprensivo que pudiera darle un contrato indefinido, por más que un contrato indefinido le permitiera disponer de muchas cosas justas y necesarias, desde la comida del mediodía al piso de tres habitaciones. Aquella obediencia ciega de los jóvenes, que son los que han recibido de la madre Naturaleza el encargo de dinamitar el mundo, era una de las más funestas consecuciones de la vasta conspiración de malhechores de la que en ese momento me daba de baja.

Mi secretaria, al andar, parecía una gimnasta. Nunca llevaba zapato alto y siempre iba muy tiesa. Sus ojos grises y su cabello rubio descolorido le habían valido el sobrenombre de la Bielorrusa, con el que alguno de los ruines sujetos que ahora podrían ser su jefe la había introducido a menudo en los bochornosos campeonatos de atributos femeninos que se organizaban en cualquier momento. La vi salir con su paso elástico de mi despacho, después de aquella decepcionante conversación, y acepté que habría sido mejor irme sin más. De ella, como de otras muchas cosas, estaba simplemente desistiendo, y aunque estuviera bien así, porque no tenía nada que darle y habría sido un desliz más bien grotesco pretenderlo, tampoco era aquélla una ceremonia en la que valiera la pena demorarse.

La segunda excepción, más obvia y menos incierta que la de mi secretaria, fue mi veterano amigo Bartolomé. Aunque no ansiaba encontrarme frente a frente con él para darle cuenta de mi decisión, habría sido indigno irme sin avisarle. Bartolomé tenía cincuenta y siete años y, como él gustaba de repetir, había sido galeote antes que jefe de administración, labor que desempeñaba con toda la solvencia que hacía falta para que nadie recelara de su edad ni de sus trajes pasados de moda. Bartolomé había ido a la universidad con treinta y cinco años, mientras trabajaba, y a base de tenacidad había logrado el título que le había rescatado, siempre según él, de un miserable destino de auxiliar contable. A pesar de haber impreso aquel viraje a su existencia, no había perdido el talante y conservaba lo que él llamaba moral de remero, que exhibía con una especie de orgullo proletario siempre que le venía a mano, preferiblemente ante los chicos que nos llegaban de las escuelas de negocios con la cabeza trufada de idioteces elitistas. Muchas veces, para pasmo del mozalbete de turno, había alzado sin tapujos un lamento que había terminado por ser entre nosotros como una contraseña:

– Lo malo de esta época es que se han perdido el coraje y la gallardía. Ya no quedan Durrutis ni Ascasos, sólo pusilánimes.

Bartolomé concedía una desproporcionada importancia al hecho de que cuando yo tenía veinticuatro años hubiera publicado una extraña novela adolescente, de la que apenas se vendieron cincuenta ejemplares y que tuvo como efecto, entre otros, mi fulminante abandono de esa tarea en beneficio de otras menos demoledoras de mi vanidad. Cuando alguna casualidad, porque nunca he sido proclive a recordar ese episodio, le deparó la noticia de que yo era autor de un libro (una forma de expresarlo que nunca he podido creer que me sea aplicable), no cejó hasta conseguir un ejemplar, por medios que sólo puedo sospechar esotéricos. Lo supe una mañana que vino a mi despacho con el libro bajo el brazo, se plantó ante mi mesa y con toda solemnidad, declaró:

– Los que apenas podemos llenar un par de cuartillas, debemos admirar a quienes pueden llenar un libro y además con sentido. Lo que tú has hecho y lo que todavía has de hacer pasará a la memoria de la gente. Todos éstos, yo mismo, no pasaremos más que al escalafón. Por si ellos te lo regatean, que conste mi reconocimiento, maestro.

Desde ese día, aquel hombre que me sacaba más de veinte años me mantuvo férreamente el tratamiento de maestro, para mi embarazo y sonrojo siempre que me lo aplicaba delante de alguien. En vano le insistí en las múltiples fallas del libro (tan patentes para mí, con el paso del tiempo), en su fracaso, o en que nunca más iba a escribir otro. Siempre sacudía la cabeza y afirmaba:

– Yo sé lo que he leído. Y también sé que cuando pasen unos años escribirás otro libro y será mejor, porque entonces habrás sufrido, que es lo único que le falta a éste.

Quien habría podido escribir grandes libros era el propio Bartolomé. No había más que escucharle cuando relataba sus tiempos de botones en un banco, allá por la mitad de los cincuenta. No he conocido a nadie que retratara mejor, con imitación de voz y ademanes incluida, a aquellos hombres siempre vestidos de oscuro que entonces regentaban las oficinas, reconviniendo con adustez a los subalternos y denegando sin desmayo anticipos y peticiones de aumento. Tampoco me he tropezado con mucha gente que remontándose más allá de las limitaciones de su propio origen, es decir, aceptándolas, señalara tan certeramente las limitaciones que su procedencia imponía a otros.

– No es sorprendente que Alfonso desprecie la solidaridad, exija el privilegio y desconozca el valor del sacrificio -solía decir de uno de los socios de la firma-. Nunca se ha visto en la cuneta, ni ha visto en ella a sus padres o temido ver a sus descendientes. Algún día Dios le mandará un cáncer de tripas, para que aprenda. Aunque es posible que entonces tampoco entienda nada y sólo suplique lloriqueando que todo siga como antes.

Cuando aquel día fui a buscar a Bartolomé le encontré, como de costumbre, completamente enfrascado en sus papeles. Aunque siempre que tenía ocasión proclamaba realizar una labor ínfima al servicio de un fin miserable, es decir, un beneficio después de impuestos, anteponía a ello la consideración de que no hay trabajo despreciable si se desempeña con integridad y pundonor, enseñanza que aseveraba haber recibido de su padre y agradecérsela, a la vista de tantos amargados que sólo trabajaban por el dinero. Le abordé con cautela, porque cuando se hallaba atareado a veces reaccionaba de forma malhumorada, pero aquella tarde las cosas debían estarle saliendo, más o menos. Me invitó a sentarme y escuchó con atención la noticia. Como no dijera nada en un primer momento, me alargué en algunos pormenores, adonde iba, qué pensaba hacer, sin más concreción que la que le había ofrecido a mi jefe, porque ésa era casi toda la que había logrado darle a mis planes.

– La verdad -habló al fin-, nunca habría esperado que te quedaras aquí, a convertirte en uno de nosotros. Tienes cosas mejores que hacer.

– No creo, Bartolomé. Te mentiría si te dijera que se me ha ocurrido algo mejor. Quizá incluso empeore.

– Ése es el riesgo del talento. Si no lo dominas, hasta puede hundirte. Pero espero que no sea tu caso y dudo que pueda serlo -apostó, con energía-. Puede que te haga falta deshacerlo todo para rehacerlo de otra manera. Atreverse a dar el paso ya es una señal. No me imagino a ninguno de éstos firmando a iniciativa propia un papel por el que perdiera el sueldo.

– Tampoco yo sé cómo he llegado a ese disparate. Es posible que mañana me dé cuenta y vuelva para tirarme llorando a los pies del jefe.