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Día 22

Mayores

En portugués diríamos personas de edad. En un caso y en otro se trata de eufemismos para huir de la aborrecida palabra «viejos», que pudiendo y debiendo ser tomada como una afirmación vital («Viví y estoy vivo»), es, con demasiada frecuencia, lanzada contra la cara del mayor como una especie de descalificación moral. Y, pese a todo, por lo menos en mi país, se usaba (¿se usará todavía?) una respuesta definitiva, fulminante, de esas que le tapan la boca al interlocutor: «Viejos son los trapos», respondían los viejos de mi tiempo a quienes se atrevían a llamarlos viejos. Y seguían con su trabajo, sin prestarle más atención a las voces del mundo. Viejos serían, claro, pero no inútiles, no incapaces de meter la subilla en el lugar adecuado del zapato o de guiar la reja del arado con el que anduviesen labrando. La vida tenía una cosa mala: era dura. Y tenía una cosa buena: era sencilla.Hoy sigue siendo dura, pero ha perdido la sencillez. Tal vez haya sido esta percepción, formulada así o de otra manera, la que hizo nacer la idea de crear una universidad para personas de edad en Castilla-La Mancha, esa que precisamente se llama Universidad para Mayores y de la que tengo el honor de ser patrono. Personas a quienes la edad obligó a dejar su trabajo, ¿qué hacer con ellas? Otras en las que la edad hizo nacer curiosidades que hasta entonces no habían experimentado, ¿qué hacer con ellas? La respuesta no se hizo esperar: crear una universidad para las generaciones con canas y arrugas en la cara, un lugar donde pudiesen estudiar y descubrir mundos del conocimiento ocultos o mal sabidos. Cada una de esas personas, cada una de esas mujeres, cada uno de esos hombres, puede decir cuando abre un libro o escribe la respuesta en un cuestionario: «No me he rendido». En ese momento un aura de juventud rediviva les cruza el rostro, en espíritu es como si estuviesen sentados al lado de los nietos, o fueran ellos quienes acudieran a sentarse al lado de sus mayores. El conocimiento une a cada uno consigo mismo y a todos con todos.Cualquier edad es buena para aprender. Mucho de lo que sé lo he aprendido ya en la edad madura y hoy, con ochenta y seis años, sigo aprendiendo con el mismo apetito. No frecuento la Universidad para Mayores Castilla-La Mancha (espero ir un día), pero comparto la alegría (diría incluso la felicidad) de los que allí estudian, esos a quienes me dirijo con estas palabras simples: Queridos Colegas.

Día 25

Historia de una flor

Más o menos a comienzos de los años setenta, cuando no era nada más que un escritor principiante, un editor de Lisboa tuvo la insólita idea de pedirme que escribiera un cuento para niños. No estaba yo nada seguro de poder desempeñar dignamente el encargo; por eso, además de la historia de una flor que se estaba muriendo por la falta de unas gotas de agua, traté de curarme en salud poniendo al narrador a pedir disculpas por no saber escribir historias para la gente menuda, a la que, por otro lado, diplomáticamente, convidaba a reescribir con sus propias palabras el cuento que les contaba. El hijo pequeño de una amiga, a quien tuve el atrevimiento de regalarle el librito, confirmó sin piedad mi sospecha: «Realmente -le dijo a la madre-, él no sabe escribir historias para niños». Aguanté el golpe e intenté no pensar más en aquella frustrada tentativa de llegar a reunirme con los hermanos Grimm en el paraíso de los cuentos infantiles. Pasó el tiempo, escribí otros libros que tuvieron mejor suerte, y un día recibí una llamada telefónica de mi editor Zeferino Coelho comunicándome que estaba pensando reeditar mi cuento para niños. Le dije que debía de haber una equivocación, porque yo nunca había escrito nada para niños. Es decir, se me había olvidado totalmente el infausto acontecimiento. Y así fue, hay que decirlo, como comenzó la segunda vida de La flor más grande del mundo, ahora con la bendición de los extraordinarios collages que João Caetano hizo para la nueva edición y que contribuyeron de manera definitiva a su éxito. Miles de nuevas historias (miles, sí, no exagero) han sido escritas en las escuelas primarias de Portugal, España y medio mundo, miles de versiones en las que miles de niños han demostrado su capacidad creadora, no sólo como pequeños narradores, sino también como incipientes ilustradores. Al final, el hijo de mi amiga no tenía razón: el cuento, de transparente sencillez, había encontrado sus lectores. Pero las cosas no se quedaron ahí. Hace algunos años, Juan Pablo Etcheverry y Chelo Loureiro, que viven en Galicia y trabajan en el cine, me buscaron con el proyecto de hacer de la Flor una animación en plastilina. Contarían con la música que Emilio Aragón ya había compuesto, una hermosa música. Me pareció interesante la idea, les di la autorización que pedían y, pasado el tiempo necesario, inútil decir que después de muchos sacrificios y dificultades, el corto fue estrenado. Yo mismo aparezco, con sombrero y bastante favorecido para la edad. Son quince minutos de la mejor animación, que el público ha aplaudido y premiado en salas y festivales de cine, como, recientemente, en Japón y Alaska. Como ahora, con el premio que acaba de serle atribuido en el Festival de Cine Ecológico de Tenerife, felizmente resucitado tras una parada forzosa de algunos años. Chelo ha venido a nuestra casa, nos ha traído el premio, una escultura que representa una planta que parece ascender hasta el sol y que, muy probablemente, continuará su existencia en la Casa dos Bicos, en Lisboa, para mostrar cómo en este mundo todo está ligado a todo, sueño, creación, obra. Es lo que nos salva, el trabajo.

Día 26

Armas

El negocio de las armas, sujeto a la legalidad más o menos flexible de cada país o simple y descarado contrabando, no está en crisis. Es decir, la tan hablada y sufrida crisis que viene destrozando física y moralmente a la población del planeta no toca a todos. Por todas partes, aquí, allí, los sin trabajo se cuentan por millones, todos los días millares de empresas se declaran en quiebra y cierran las puertas, pero no consta que ni un solo obrero de una fábrica de armas haya sido despedido. Trabajar en una fábrica de armas es un seguro de vida. Ya sabemos que los ejércitos necesitan armarse, sustituir por armas nuevas y más mortíferas (de eso se trata) los antiguos arsenales que tuvieron en su tiempo pero ya no satisfacen las necesidades de la vida moderna. Así, parece evidente que los gobiernos de los países exportadores deberían controlar severamente la producción y la comercialización de las armas que fabrican. Ocurre, sin embargo, que unos no lo hacen y otros miran a otro lado. Hablo de gobiernos porque es difícil creer que, siguiendo el modelo de las instalaciones industriales más o menos ocultas que abastecen el narcotráfico, existan en el mundo fábricas clandestinas de armamento. Así pues, no hay una sola pistola que, por decirlo así, no esté tácitamente certificada con el respectivo, aunque invisible, sello oficial. Cuando en un continente como el sudamericano, por ejemplo, se calcula que hay más de ochenta millones de armas, es imposible no pensar en la complicidad mal disimulada de los gobiernos, tanto de los exportadores como de los importadores. Se dice que la culpa, por lo menos en parte, es del contrabando a gran escala, olvidando que para hacer contrabando de algo es condición sine qua non que ese algo exista. La nada no es materia de contrabando.Toda la vida he estado a la espera de ver una huelga de brazos caídos en una fábrica de armamento, inútilmente esperé, porque tal prodigio nunca ocurrió ni ocurrirá. Y era ésa mi pobre y única esperanza de que la humanidad todavía fuese capaz de mudar de camino, de rumbo, de destino.