Día 27
Música
Ayer fueron armas, hoy son notas de música. Luego avanzamos. La idea, según creo haber entendido, fue de la Fundación Calouste Gulbenkian y luego se sumaron el Ayuntamiento de Amadora y el Conservatorio Nacional. Se trataba de reunir a niños que vivieran en barrios degradados y enseñarles música y a tocar un instrumento. El propósito no era original, baste recordar la reciente revelación de la orquesta juvenil de Venezuela, ahora conocida en todo el mundo, pero si hubiera sido un error de partida seguir o imitar una idea mala, nociva, de alguna manera perjudicial, ésta valdría su peso en oro en caso de que una idea tan rica de contenido pudiese ser pesada. Acabo de ver un vídeo en el que se presentan unos cuantos niños, de color la mayor parte, rodeados de instrumentos en los que ni en sueños habrían puesto alguna vez las manos, manejando arcos y llaves con una facilidad para mí asombrosa, y fue inevitable que recordara el tiempo, no mucho, en que frecuenté la Academia de Amadores de Música, donde no hice más que balbucear unos vagos solfeos y tropezar con los dedos en el teclado de un piano. (Mi futuro no estaba allí.) E incluso aunque el futuro de todas esas criaturas no acabe siendo la música, tengo la seguridad de que nunca olvidarán las horas pasadas en la sala de ensayos y menos aún, creo, los caminos para llegar hasta allí, cargando ellos mismos con las fundas de sus instrumentos, pequeñas si son para una flauta, manejables si contienen un violín, menos cómodas si de un violonchelo se trata. La gravedad de esos rostros, también cuando la boca se les entreabría en sonrisas, la luz de aquellas miradas, la ponderación con que respondían a las preguntas, me confirmaron una vieja idea, la de que la felicidad es una cosa muy seria. Compenetrados, atentísimos, ensayaban unos cuantos compases de la Novena de Beethoven. Creo que los que lean estas páginas estarán de acuerdo conmigo si les digo que es un buen principio de vida.
Día 28
¿Manos limpias?
Baltasar Garzón es una de las personas con más peso específico que ha producido la sociedad española en la segunda mitad del siglo XX. Al juez Garzón le debemos algunos de los momentos más luminosamente democráticos que hemos conocido: el procesamiento del general Pinochet y la investigación contra los crímenes de la guerra y del franquismo. En este segundo caso, Garzón consideraba que Franco y otros cuarenta y cuatro miembros de sus gobiernos y de la Falange cometieron «delitos contra Altos Organismos de la Nación» y también de «detención ilegal con desaparición forzada de personas en un marco de crímenes contra la humanidad». Pues bien, la investigación contra estos crímenes ha exasperado a los franquistas, que en España todavía los hay, hasta el punto de querellarse contra Garzón, al que acusan de prevaricar porque inició procesos, dicen, a sabiendas de que los responsables estaban muertos. Firma la querella un tal Bernard, antiguo mandamás de Fuerza Nueva, grupo ultraderechista muy activo en la represión de antifranquistas, y actual presidente de una asociación sindical que cínicamente dice «defender» el Estado de Derecho y que copió el nombre de la italiana Manos Limpias, de inolvidable recuerdo.¿Qué ha hecho Baltasar Garzón? Fuera de las asociaciones judiciales, con sus rencillas y enfrentamientos, fuera de la furia política que sienten los franquistas contra las iniciativas que adopte la sociedad para limpiarse de la dictadura, lo que vemos es una actuación que introduce el sentido común en los tribunales. Hay un juez valiente que en vez de enredarse en leyes para justificar silencios y omisiones busca los resquicios que las leyes permiten para que a las víctimas de la guerra y del franquismo se les reconozcan derechos y se esclarezca su memoria. Garzón entendió que tenían derecho a recuperar los cuerpos enterrados en fosas comunes, o a saber dónde están los entonces niños que fueron separados con violencia de sus familias, por eso puso en marcha un proceso que luego se ha seguido en otras instancias, pero él fue el precursor y eso no se perdona. Lo terrible, lo incomprensible, es que los herederos del franquismo hayan encontrado eco en el Tribunal Supremo de España, donde Garzón tendrá que declarar como imputado por la causa contra el franquismo. Dice el Supremo que «sin valorar ni prejuzgar lo sucedido, entiende que no se dan las condiciones para rechazar la admisión a trámite de esta querella», que la hipótesis de prevaricación no es ni absurda ni irracional. Eso es lo que dicen cinco magistrados, cinco, del Supremo. A ver ahora qué dice la sociedad española, siempre tan apasionada cuando de defender causas justas se trata. ¿Dejará, sin hacer oír su voz, que Fuerza Nueva, perdón, Manos Limpias, use y abuse del Derecho? ¿Permitirá, sin protestas, que conceptos como Estado de Derecho, por el que tanto lucharon los antifranquistas, sean utilizados contra las víctimas, para que una vez más queden en el olvido? Ya no se trata de Garzón, de cuya amistad me honro, sino de que no nos tomen el pelo. Prevaricar no es actuar para ensanchar el Derecho, prevaricar es no haber actuado antes. Y mofarse de la justicia es aceptar como normal que los franquistas vengan a dar lecciones de escrúpulo democrático.
Día 29
Desencanto
Todos los días desaparecen especies animales y vegetales, idiomas, oficios. Los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Cada día hay una minoría que sabe más y una mayoría que sabe menos. La ignorancia se expande de forma aterradora. Tenemos un gravísimo problema en la redistribución de la riqueza. La explotación ha llegado a extremos diabólicos. Las multinacionales dominan el mundo. No sé si son las sombras o las imágenes las que nos ocultan la realidad. Podemos discutir sobre el tema infinitamente, lo cierto es que hemos perdido capacidad crítica para analizar lo que pasa en el mundo. De ahí que parezca que estamos encerrados en la caverna de Platón. Abandonamos nuestra responsabilidad de pensar, de actuar. Nos convertimos en seres inertes sin la capacidad de indignación, de inconformismo y de protesta que nos caracterizó durante muchos años. Estamos llegando al fin de una civilización y no me gusta la que se anuncia. El neoliberalismo, en mi opinión, es un nuevo totalitarismo disfrazado de democracia, de la que no se mantienen nada más que las apariencias. El centro comercial es el símbolo de ese nuevo mundo. Pero hay otro pequeño mundo que desaparece, el de las pequeñas industrias y de la artesanía. Está claro que todo tiene que morir, pero hay gente que, mientras vive, tiende a construir su propia felicidad, y ésos son eliminados. Pierden la batalla por la supervivencia, no soportan vivir según las reglas del sistema. Se van como vencidos, pero con la dignidad intacta, simplemente diciendo que se retiran porque no quieren este mundo.
Junio de 2009
Día 1
Bronce
Ahí estoy, sentado en medio de la plaza, con un libro en la mano, viendo a la gente que pasa. Me hicieron un poco mayor que el tamaño natural, supongo que para que se me vea mejor. No sé cuántos años estaré allí. Siempre he dicho que el destino de las estatuas es acabar siendo retiradas, pero, en este caso, quiero imaginar que me dejarán en paz, alguien que en paz doblemente regresó a su tierra, como la persona que es y, a partir de ahora, como el bronce que pasó también a ser. Aunque mi imaginación algunas veces me haya hecho caer en los delirios más absurdos, nunca osó admitir que un día me erigirían una estatua en la tierra donde nací. ¿Qué he hecho para que esto sucediese? Escribí unos cuantos libros, llevé conmigo, por todo el mundo, el nombre de Azinhaga y, sobre todo, nunca olvidé a los que me engendraron y educaron: mis abuelos y mis padres. De ellos hablé en Estocolmo ante una asistencia ilustrada y fui comprendido. Lo que vemos de un árbol es sólo una parte, importante, sin duda, que nada sería sin sus raíces. Las mías, las biológicas, se llaman Josefa y Jerónimo, José y Piedade, pero hay otras que son sitios, lugares, Casalinho y Divisões, Cabo das Casas y Almonda, Tajo y Rabo dos Cágados, se llaman también olivos, sauces, chopos y nogales, balsas navegando en el río, higueras cargadas de frutos, cerdos que eran llevados a pastar, y algunos que, todavía lechones, dormían en la cama con mis abuelos para que no murieran de frío. De todo esto estoy hecho, todo esto entró en la composición del bronce en que me han transformado. Pero, atención, no hubo generación espontánea. Sin la voluntad, el esfuerzo y la tenacidad de Vitor Guia y de José Miguel Correia Noras la estatua no estaría allí. Con la más profunda gratitud les dejo aquí un abrazo, extensivo a todo el pueblo de Azinhaga, a cuyo cuidado entrego ese otro hijo que soy.