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Un bloguero llamado Saramago [*] Curioso personaje, este Saramago. Tiene ochenta y siete años y (según dice) algunos achaques, ha ganado el Premio Nobel, distinción que le permitiría no volver a producir nada porque, total, en el Panteón va a entrar en cualquier caso (el muy tacaño Harold Bloom lo ha definido como «el novelista más dotado de talento de los que siguen con vida… uno de los últimos titanes de un género en vías de extinción»), y le vemos escribiendo un blog en el que la toma con todo el mundo en general, atrayéndose polémicas y excomuniones de muchos sitios -a menudo no porque diga cosas que no deba decir, sino porque no pierde el tiempo en medir los términos que emplea-, y tal vez lo haga a propósito.Pero ¿cómo?, ¿él precisamente? ¿Él, que cuida la puntuación hasta el extremo de hacer que desaparezca, que en su crítica moral y social no afronta jamás los problemas de frente sino que los rodea poéticamente bajo las formas de lo fantástico y de lo alegórico, de modo que su lector (pese a sospechar que de te fabula narratur) debe poner algo de su parte para entender adónde quiere ir a parar el apólogo; él, que -como en su Ceguera- hace que el lector viaje en una niebla láctea en la que ni siquiera los nombres propios, en los que tan parco es, dan una señal claramente reconocible; él, que en su Ensayo sobre la lucidez se inclina por una decidida opción política basándose en enigmáticas papeletas blancas? ¿Y este escritor fantasioso y metafórico viene a decirnos como si tal cosa que Bush es de «una ignorancia abismal, de una expresión verbal confusa perennemente atraída por la irresistible tentación del puro despropósito», un cowboy que ha confundido el mundo con una manada de bueyes, que ni siquiera sabemos si piensa realmente (en el sentido más noble de la palabra), un robot mal programado que confunde constantemente los mensajes que están grabados en su interior, un mentiroso compulsivo, corifeo de todos los demás mentirosos que le han aplaudido y servido en los últimos años? ¿Y es este delicado tejedor de parábolas el que emplea palabras que no dejan lugar a la duda cuando define al propietario de la editorial que lo publica en Italia? ¿Y es ese ateo manifiesto, para quien Dios es «el silencio del universo y el hombre, el grito que da sentido a ese silencio», el que saca otra vez a escena a Dios con tal de preguntarse qué pensará de Ratzinger? ¿Y quien, militante comunista (tenazmente aún), no duda en gritar que «la izquierda no tiene ni la más mísera idea del mundo en el que vive», quejándose, por si fuera poco, de no haber recibido respuesta (qué sé yo, una expulsión, una excomunión por lo menos)? ¿Y quien se arriesga a una acusación de antisemitismo por haber criticado la política del gobierno de Israel, olvidándose sin más, al sentirse tan airadamente partícipe en las desventuras palestinas, de recordar -como cualquier equilibrado análisis exigiría- que no falta quien niegue el derecho a la existencia de Israel? Nadie tiene en cuenta, sin embargo, que cuando habla de Israel, Saramago está pensando en Yahvé, «dios rencoroso y feroz», y en tal sentido no resulta más antisemita que antiario o desde luego anticristiano, dado que para cada religión intenta arreglar sus propias cuentas con Dios -que, evidentemente, se llame como se llame en los distintos idiomas, le cae rematadamente mal-. Y que a uno le caiga rematadamente mal Dios es sin duda motivo de ira furibunda contra todos aquellos que de él se sirven como escudo.Si tuviera siempre en cuenta los pros y los contras, Saramago sabría también que hay maneras y maneras incluso en la invectiva. Cito (de memoria) a Borges que citaba (de memoria tal vez) al doctor Johnson que citaba el caso de un fulano que insultaba de esta manera a su adversario: «Señor, vuestra esposa, con el pretexto de regentar un burdel, vende telas de contrabando». Saramago, por el contrario, no se anda con tantos cumplidos, es decir, se deja de rodeos y en su actividad de comentarista cotidiano de la realidad que le circunda se toma la revancha de toda la vaguedad oblicua de sus fabulaciones.Se ha hablado del ateísmo militante de Saramago. En efecto, sus polémicas no se dirigen contra Dios: una vez admitido que su «eternidad es sólo la de un eterno no ser», Saramago podría haberse quedado tranquilo. Su rencor se dirige contra las religiones (y por esa razón le atacan desde distintos frentes: negar a Dios es algo que se le concede a todo el mundo, polemizar con las religiones pone en discusión las estructuras sociales).En una ocasión, estimulado precisamente por una de las intervenciones antirreligiosas de Saramago, reflexioné sobre la célebre definición marxista según la cual la religión es el opio del pueblo. ¿Sería verdad que todas las religiones poseen esa virtus adormecedora? Saramago ha arremetido en distintas ocasiones contra la religión como germen de conflictos: «Las religiones, todas sin excepción, no servirán nunca para acercar y reconciliar a los hombres; todo lo contrario, han sido y siguen siendo causa de sufrimientos inenarrables, de matanzas, de una monstruosa violencia física y espiritual que constituye uno de los más tenebrosos capítulos de la mísera historia humana» {La Repubblica, 20 de septiembre de 2001).Saramago concluía en otra ocasión que «si todos fuéramos ateos, viviríamos en una sociedad más pacífica». No estoy seguro de que tenga razón, y parece como si el papa Ratzinger le hubiera contestado indirectamente en su encíclica Spe salvi, donde decía que el ateísmo de los siglos XIX y XX, por más que se haya presentado como una forma de protesta contra las injusticias del mundo y de la historia universal, es el que ha provocado que «de tales premisas se hayan derivado las mayores crueldades y violaciones de la justicia».Tal vez estuviera pensando Ratzinger en gente descreída como Lenin y Stalin, pero se olvidaba de que en las banderas nazis aparecía escrito Gott mit uns (que significa «Dios está con nosotros»), que falanges de capellanes militares bendecían los gallardetes fascistas, que se inspiraba en principios religiosísimos y se apoyaba en los Guerrilleros de Cristo Rey un culpable de tantas masacres como Francisco Franco (aparte de los crímenes de sus adversarios, fue él en todo caso quien empezó), que religiosísimos eran los vendeanos en su lucha contra los republicanos, quienes se habían inventado incluso una diosa Razón, que católicos y protestantes se han masacrado alegremente durante años y años, que tanto los cruzados como sus enemigos estaban impulsados por motivos religiosos, que para defender la religión romana se dejaba que los leones devoraran a los cristianos, que por razones religiosas se han encendido muchas hogueras, que religiosísimos son los fundamentalistas musulmanes, los terroristas de las Torres Gemelas, Osama y los talibanes que bombardearon las estatuas de Buda, que son razones religiosas las que oponen a la India y Pakistán, y, para terminar, que fue al grito de God bless America como invadió Bush Irak.Por todo ello se me ocurre la reflexión de que si la religión en ocasiones es o ha sido tal vez el opio del pueblo, más a menudo ha sido su cocaína. Creo que ésa es también la opinión de Saramago y le regalo la definición -y su responsabilidad.El Saramago bloguero se muestra siempre irritado. Pero ¿existe realmente un hiato entre esta práctica de indignación cotidiana acerca de lo transeúnte y la dedicación a la escritura de «opúsculos morales» válidos para los tiempos pasados y los futuros? Escribo este prólogo porque creo tener una experiencia en común con el amigo Saramago, que es la de escribir libros (por un lado) y tener a mi cargo (por otro) una columna de crítica de costumbres en un semanario. Al ser este segundo tipo de escritura más claro y divulgativo que el primero, son muchos quienes me preguntan si lo que hago es trasvasar a esas breves piezas periodísticas reflexiones más ampliamente desarrolladas en los libros mayores. Qué va, contesto, la experiencia me enseña (pero creo que se lo enseña a cualquiera que se halle en una situación análoga) que es la reacción irritada, el impulso que lleva a la sátira, la estocada crítica escrita al hilo de la actualidad lo que proporciona más adelante el material para una reflexión ensayística o narrativa más extensa. Es la escritura cotidiana la que inspira las obras de mayor empeño, y no al contrario.Y por eso yo diría que, en estos breves escritos suyos, Saramago sigue alimentando su experiencia del mundo tal como desgraciadamente es, para revisarla posteriormente con más serena distancia sub specie de moralidad poética (y en ocasiones peor de lo que es, por más que parezca imposible ir más allá).Y además, ¿realmente se muestra siempre tan airado este maestro de la filípica y de la catilinaria? Me da la impresión de que junto a la gente a la que odia está también la gente a la que ama, y así hallamos piezas afectuosas dedicadas a Pessoa (no es uno portugués en vano), o a Amado, a Fuentes, a Federico Mayor, a Chico Buarque de Hollanda, que nos demuestran lo poco envidioso que es este escritor respecto a sus colegas y cómo sabe trazar de todos ellos delicadas y tiernas miniaturas.Por no hablar de cuando el análisis de la actualidad desemboca en temas (y aquí estamos de vuelta a los mayores asuntos de su narrativa) como los grandes problemas metafísicos, la realidad y la apariencia, la naturaleza de la esperanza, cómo son las cosas cuando no las estamos mirando.Entonces vuelve a escena el Saramago filósofo-narrador, ya no irritado sino meditabundo, e inseguro. Con todo, no nos disgusta tampoco cuando se enfurece. Resulta de lo más simpático.

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[*] Este texto es el prefacio a la edición italiana de El cuaderno de José Saramago (Turín, Bollati Boringhieri, 2009), que se incluye aquí por su lucidez y rigor. La editorial Alfaguara agradece a Umberto Eco la autorización concedida.