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Día 17

El elefante de viaje

Los lectores recordarán que los nombres de dos aldeas que la expedición encontró en su camino hacia Figueira de Castelo Rodrigo nunca fueron mencionados por el narrador de la historia. Esas aldeas, tal como se encuentran descritas, fueron simples inventos necesarios para la ficción y no tenían ninguna correspondencia en la vida real. Por esto les parecerá abusivo a los amantes del rigor histórico que Salomón esté preparándose hoy para un viaje que, no siendo documentalmente el que fue, bien podría haber sido, aunque de aquél no quedara ningún registro. La vida trae muchas casualidades en el bolsillo y no se puede excluir que, en algún que otro caso, la letra haya acertado con la música. Es cierto que la Historia no dice que Salomón hubiera pisado tierras de Castelo Novo, Sortelha o Cidadelhe, pero tampoco es imposible jurar que tal no sucedió. De esa obviedad nos servimos, nosotros, la Fundación José Saramago, para idear y organizar un viaje que va a comenzar hoy en Belém, delante del monasterio de los Jerónimos, y que nos llevará hasta la frontera, allá arriba, donde sucedió lo de los coraceros austríacos que pretendían llevarle el elefante al archiduque. Que el itinerario es arbitrario, protestará el lector, pero nosotros, si nos lo permiten, preferiremos considerarlo uno de los innumerables posibles. Andaremos por ahí dos días y de lo que en ellos ocurra haremos relato. ¿Quién va? Va la Fundación en pleno, van unos pocos amigos incondicionales de Salomón, periodistas portugueses y españoles, todos buena gente. Queden en paz. Hasta nuestro regreso, adiós, adiós.

Día 18

En Castelo Novo

Hace más de treinta años escribí:Castelo Novo es una de las más conmovedoras memorias del viajero. Tal vez un día vuelva, tal vez no vuelva nunca, tal vez evite volver, porque hay experiencias que no se repiten. Como Alpedrinha, está Castelo Novo construido en la falda del monte. Desde allí hasta arriba, en línea recta, se llegaría al punto más alto de la Gardunha. El viajero no volverá a hablar de la hora, de la luz, de la atmósfera húmeda. Pide sólo que nada de esto sea olvidado mientras por las empinadas calles sube, entre las rústicas casas, y otras que son palacios, como éste, seiscentista, con su pórtico, su balconada, el arco profundo de acceso a los bajos, es difícil encontrar construcción más armoniosa. Queden, pues, la luz y la hora ahí paradas en el tiempo y en el cielo, que el viajero va a ver Castelo Novo. También escribí sobre personas concretas hace treinta años: a una viejecita que a la puerta aparece le pregunta el viajero dónde queda la Lagariça. Es sorda la viejecita, pero comprende si le hablan alto y de frente. Cuando entendió la pregunta, sonrió, y el viajero se quedó deslumbrado, porque sus dientes eran postizos, y pese a ello la sonrisa era tan verdadera, y tan contenta de sonreír, que daban ganas de abrazarla y pedirle que sonriera otra vez. De José Pereira Duarte, una de las personas más bondadosas que he conocido en mi vida, escribí que mira al viajero como quien mira a un amigo que no apareciera por allí desde hace muchos años, y toda su pena, dice, es que la mujer esté enferma, en cama: «Si no me habría gustado que viniera un poco a mi casa». Hoy estuvimos con la hija y el yerno de José Pereira Duarte, la viejecita ya no está, pero otras personas amables aparecieron en Castelo Novo y volví a salir con el mismo espíritu de hace treinta años. Si el elefante Salomón hubiera pasado por aquí, las personas que componían la comitiva sentirían lo mismo. Acogidas como éstas no se improvisan.

Día 22

Regreso

Al elefante le gustó lo que vio y se lo hizo saber a la compañía, aunque en ningún punto el itinerario que elegimos coincidiera con el que su memoria de elefante celosamente guardaba. Que habían, dijo, él y los soldados de caballería, subido hacia el norte casi pisando la línea de la frontera, por eso eran los caminos tan calamitosos. Comparado con el viaje de entonces, éste ha sido un paseo: buenas carreteras, buenos alojamientos, buenos restaurantes, el propio archiduque, pese a estar habituado a los lujos de la Europa central, se habría quedado sorprendido. La expedición era para trabajar, pero se disfrutó como si se anduviera de vacaciones. Hasta los sufridos cámaras, obligados a cargar con equipos de siete kilos al hombro, estaban encantados. Lo interesante es que ni nuestros amigos, ni los periodistas que nos acompañan conocían los lugares que visitábamos. Mejor para ellos, que así se llevan mucho que contar y recordar. Comenzamos en Constância, donde se cree que Camões vivió y tuvo casa, desde cuyas ventanas habrá visto mil veces el abrazo del Zêzere y del Tajo, aquel suave remanso de agua en el agua capaz de inspirar los versos más bellos. Desde allí fuimos a Castelo Novo para ver el Ayuntamiento, del tiempo de don Dinis, y el chafariz, de don Juan V, que le está pacíficamente adosado. Vimos también el lagar o lagariça, esa especie de cuba al aire libre para pisar las uvas, cavada en roca viva en tiempos que se cree eran de la prehistoria. Dormimos en Fundão, tierra de cerezas por excelencia, y a la mañana siguiente a Belmonte, donde nació Pedro Álvares Cabral, derechos a la iglesia de Santiago, de mi particular devoción. Ahí está una de las más conmovedoras esculturas románicas que existen en la faz de la tierra, una pietà de granito toscamente pintado, con un Cristo yacente sobre las rodillas de su madre. Junto a esta estatua, la célebre pietà de Miguel Ángel que se encuentra en el Vaticano no pasa de un suspiro manierista. No fue fácil arrancar al personal de la extasiada contemplación en la que había caído, pero conseguimos despegarlos con el señuelo del enigma arquitectónico de Centum Cellas, esa construcción inacabada cuya problemática finalidad ha sido y sigue siendo objeto de las más acaloradas discusiones. ¿Sería una torre de vigía? ¿Una hospedería para viajeros de paso? ¿Una prisión, aunque lo nieguen las rasgadas ventanas que subsisten? No se sabe. Saciado el hambre de imágenes, el destino siguiente sería Sortelha, la de las murallas ciclópeas. Allí nos cayó encima una tormenta como pocas, ráfagas de relámpagos, truenos que no se quedaban atrás, lluvia a cántaros y granizo que era como metralla. No llegamos a tomar café, la corriente eléctrica se fue. Una hora tardó el cielo en escampar. Todavía llovía cuando entramos en el autobús, camino de Cidadelhe, sobre la que no escribiré. Remito al lector interesado y de buena voluntad a las cuatro o cinco páginas que le dediqué en Viaje a Portugal. Los compañeros se regalaron los ojos ante el palio de 1707, después fueron a ver la aldea, los relieves en las puertas de las casas, los cuadros de la iglesia matriz con retratos de santos. Volvieron transfigurados y felices. Ahora sólo faltaba Castelo Rodrigo. El alcalde de Figueira de Castelo Rodrigo nos esperaba en el puente sobre el Côa, a poca distancia de Cidadelhe. De Castelo Rodrigo yo conservaba la imagen de hace treinta años, cuando fui por primera vez, una vieja villa decadente, donde las ruinas ya eran sólo una ruina de ruinas, como si todo aquello estuviese deshaciéndose en polvo. Hoy viven 140 personas en Castelo Rodrigo, las calles están limpias y transitables, las fachadas han sido recuperadas así como los interiores, y, sobre todo, ha desaparecido la tristeza de un fin que parecía anunciado. Hay que contar con las aldeas históricas, están vivas. He aquí la lección de este viaje.