Día 13
Académico
Que se me perdone la vanidad de lo que vengo a anunciar aquí: soy académico correspondiente de la Academia Brasileña de Letras en el sillón que quedó libre por el fallecimiento del escritor francés Maurice Druon, del que recuerdo haber leído, hace incontables años, en una edición portuguesa de la Arcádia si la memoria no me falla, una novela titulada Las grandes familias, en la tradición de la mejor ficción decimonónica. Me dio la agradable noticia Alberto da Costa e Silva, poeta de excelencia, también embajador, que lo fue en varios países, entre ellos Portugal, historiador competente de temas africanos, lea, quien lo ignore, por ejemplo, esa obra notabilísima que es A Enxada e a Lança: a África antes dos Portugueses. Heme aquí por tanto académico en el país que más amo después del mío, Brasil. Es como estar en casa, con la diferencia, nada despreciable, del afecto de que nos rodean, sentimiento que la patria a veces se olvida de manifestar, como si habernos hecho nacer en Lisboa o en Azinhaga ya fuese honor suficiente. En octubre iré, para presentar un nuevo libro y sentarme a la sombra de la estatua de Machado de Assis. Y todavía dicen que la vida no tiene cosas buenas…
Día 14
Aquilino
La obra de ficción de Aquilino Ribeiro fue la primera y tal vez la única mirada sin ilusiones lanzada sobre el mundo rural portugués, el interior casi siempre. Sin ilusiones, aunque con pasión, si por pasión queremos entender, como sucede en el caso de Aquilino, no la exhibición sin recato de un enternecimiento, no la suave lágrima que fácilmente se enjuga, no las simples complacencias del sentir, sino una cierta emoción áspera que prefiere ocultarse tras la brusquedad del gesto y de la voz. Aquilino no tuvo continuadores, aunque no pocos se hayan declarado o propuesto como sus discípulos. Creo que no ha pasado de un equívoco bien intencionado esa pretendida relación discipular, Aquilino es una enorme piedra, solitaria y enorme, que irrumpió del suelo en medio del sendero principal de nuestra florida y a veces delicuescente literatura de la primera mitad del siglo. En eso no fue el único aguafiestas, pero, artísticamente hablando, y también por las virtudes y defectos de su propia persona, habrá sido el más coherente y perseverante. En general los neorrealistas no lo supieron comprender, aturdidos por la exuberancia verbal de algún modo arcaizante del maestro, desorientados por el comportamiento «instintivo» de muchos de sus personajes, tan competentes en lo bueno como en lo malo, y más competentes aún cuando se trataba de intercambiar los sentidos del mal y del bien, en una especie de juego a la vez jovial y aterrador, pero, sobre todo, descaradamente humano. Tal vez la obra de Aquilino haya sido, en la historia de la lengua portuguesa, un punto extremo, un ápice, quizá suspendido, por ventura interrumpido en su impulso profundo, pero expectante de nuevas lecturas que vuelvan a ponerlo en movimiento. ¿Surgirán esas lecturas nuevas? Más exactamente, ¿surgirán los lectores para ese leer nuevo? ¿Sobrevivirá Aquilino, sobreviviremos los que hoy escribimos a la pérdida de la memoria, no sólo colectiva, sino individual, de los portugueses, de cada portugués, a esa insidiosa y en el fondo estúpida borrachera de modernidad que anda confundiéndonos el sistema circulatorio de las ideas e intoxicándonos de nuevos engaños la sesera lusitana? El tiempo, que todo lo sabe, lo dirá. No nos damos cuenta de que, abandonando nuestra propia memoria, olvidando, por renuncia o pereza mental, lo que fuimos, el vacío de ese modo generado será (ya lo está siendo) ocupado por memorias ajenas que pasaremos a considerar nuestras y que acabaremos por convertir en únicas, volviéndonos así cómplices, al mismo tiempo que víctimas, de una colonización histórica y cultural sin retorno. Se diría que los mundos real y de ficción de Aquilino murieron. Tal vez sea así, pero esos mundos «fueron nuestros», y ésa debería ser la mejor razón para que continúen «siéndolo». Al menos a través de la lectura.
Día 15
Siza Vieira
Toda arquitectura presupone una determinada relación entre la opacidad natural de la mayoría de los materiales empleados y la luz exterior. Los gruesos muros románicos se abrían difícilmente para que la claridad del día moviese, en un espacio que parecía rechazarlas, las sombras que precisamente acabarían dándole sentido. La sombra es lo que permite hacer la lectura de la luz. El gótico se rasgaba verticalmente en vidrieras que, dando paso a la claridad, al mismo tiempo la matizaban para rescatar en el último instante el efecto misterioso de la penumbra. Incluso en los tiempos modernos, cuando la pared es, en gran parte, sustituida por aberturas que casi la anulan, que la hacen desaparecer en absurdos revestimientos de vidrio que diluyen sus propios volúmenes en un proceso de caleidoscópicas reflexiones y proyecciones, la necesidad de apoyo de la que el ojo humano no puede prescindir busca ansiosamente un punto sólido desde donde descansar y contemplar.No conozco en la arquitectura moderna una expresión plástica en que el primordio de la pared sea tan importante como en la obra de Siza Vieira. Esos muros anchos y cerrados surgen, a primera vista, como enemigos inconciliables de la luz, y, al dejarse finalmente abrir, lo hacen como si obedeciesen contrariados a las inaplazables exigencias de la funcionalidad del edificio. La verdad, según entiendo, es otra. La pared, en Siza Vieira, no es un obstáculo para la luz, sino un espacio de contemplación donde la claridad exterior no se detiene en la superficie. Tenemos la ilusión de que los materiales se volverán porosos a la luz, de que la mirada penetrará la pared maciza y reunirá, en una misma conciencia estética y emocional, lo que está fuera y lo que está dentro. Aquí, la opacidad se ha hecho transparencia. Sólo un genio sería capaz de fundir tan armoniosamente estos dos irreductibles contrarios. Siza Vieira es ese taumaturgo.
Día 16
Los colores de la tierra
Las manos, cuando trabajan la tierra, se confunden con ella. Hay pintores que se acercan a la superficie del soporte con las manos manchadas con los colores de la tierra. Hay pintores que ni pueden ni nunca querrían olvidar los colores de la tierra cuando se preparan para pintar un rostro, un cuerpo desnudo, el brillo de un cristal, o dos rosas blancas en un jarrón. La luz también existe para esos pintores, pero la aprehenden como si hubiera subido del interior de la tierra obscura. Al distribuirla en la tela, o en el papel, o en una pared, lo que hacen aparecer son los tonos sordos y calientes de los barros, los negros del humus, el pardo de las raíces, la sangre del almagre. Pintan lo humano y su contingencia con los colores de la tierra porque ésos son los colores fundamentales, no los otros. De un retrato que haya sido pintado con los colores de la tierra (como los pintaba Cézanne) nunca se diga que es parecido, dígase, sí, que es idéntico, idéntico al original, idéntico a su última substancia: en este caso, la mayor o menor semejanza que sea capaz de ofrecernos será lo que menos deba importar. Una figura pintada con los colores de la tierra tendrá siempre en el rostro la entereza áspera del sílex, en el pelo los remolinos que el viento dibuja y mueve en los campos sembrados, y las manos se nos aparecerán como si hubiesen acabado de levantar del suelo sus frutos más profundos. Los colores, todos los colores, los de la tierra y los del aire, siempre procuraron las formas que necesitaban para ser percibidos más allá de su primera manifestación. Los colores fueron siempre aquello que desafió o contuvo el ímpetu contradictorio que se encuentra implícito en las formas, campo eterno de un conflicto entre las dudas caóticas de la rebeldía y las pasividades de la sumisión a la costumbre. Todo esto será ciertamente menos perceptible en las pinturas que, habiéndose propuesto como miméticas transposiciones de lo «real» aparente, aspiran, sobre todo, a ser «reconocidas», «identificadas», «clasificadas», aunque, ésas, más tarde o más pronto, acaben por ser presas de la acción desgastante de una mirada que poco a poco las va «neutralizando». Por el contrario, al defenderse de formas fácilmente identificables con las representaciones comunes de la realidad circundante, el arte abstracto, ya sea directo ya sea de opción tendencial, «resguarda» y «libera», en principio, la independencia relativa del color, no lo «estrangula» en la apretura constringente de configuraciones más o menos previsibles o de modelos social y consensualmente correctos.No ha sido por mera casualidad por lo que he utilizado la palabra «tendencial» como característica de una cierta práctica pictórica que, a pesar de instalada sin equívocos en aquello que, generalizando demasiado, llamamos arte abstracto, se niega a cortar completamente los puentes con el mundo de los signos y de los símbolos, sean arquetípicos, sean modernos. Dicha palabra brotó espontáneamente en mi espíritu mientras contemplaba, con los ojos deslumbrados y embargado por una emoción pocas veces experimentada antes, las pinturas murales con que Jesús Mateo cubría las paredes frías de la iglesia de San Juan Bautista de Alarcón. ¿Era Jesús Mateo un pintor abstracto «tendencialmente» realista? ¿O, por el contrario, un pintor realista «tendencialmente» abstracto? Y esos puentes de comunicación a los que hice referencia ¿serían solamente practicables para comunicar el arte «abstracto» con los signos y los símbolos generados en las diversas indagaciones de que la realidad ha sido objeto, o existirían igualmente para comunicar el arte «realista» con un universo de abstracciones en continua expansión? Pensé entonces que Jesús Mateo, al mismo tiempo que se había liberado de las ataduras condicionantes de un realismo estricto para entregarse a un trabajo sobre formas también ellas «tendencialmente» libres, aunque a mi entender acatando siempre la lógica cromática, había logrado, gracias a la introducción inteligente y ponderadamente medida de signos y símbolos sin esfuerzo identificables, fundir en una expresión única, y casi diría unísona, como un coro de voces, como un políptico en perspectiva reunido en un solo punto de fuga, las enormes paredes que subían del suelo arrastrando consigo todos los colores sordos de la tierra para ir al encuentro de los colores luminosos del aire. Ante el ciclópeo asombro, conceptos como abstraccionismo y realismo pierden algo de su significado autónomo corriente, convirtiéndose en mano izquierda y mano derecha que modelan en armonía el mismo barro. No sé si la iglesia de San Juan Bautista de Alarcón podrá ser contemplada como la Capilla Sixtina de nuestro tiempo, pero sé, tanto por ciencia que creo cierta como por intuición adivinatoria, que el pintor Jesús Mateo nació del mismo árbol genealógico que dio sus mejores frutos en Hieronymus Bosch y Brueghel el Viejo. Tal como ellos, Jesús Mateo explicó el hombre. Por lo visible y por lo invisible.