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Día 21

Luna

Hace cuarenta años todavía no tenía aparato de televisión en casa. Sólo lo compré, pequeñísimo, cinco años después, en 1974, para seguir las noticias de esa otra especie de llegada a la Luna que fue para nosotros los portugueses la Revolución de Abril. De modo que recurrí a amigos más avezados en tecnologías punta, y así, bebiendo tal vez una cerveza y masticando unos frutos secos, asistí al alunizaje y al desembarque. En aquella época andaba escribiendo unas crónicas en el recién recuperado periódico vespertino A Capital, más tarde reunidas en un libro bajo el título De este mundo y del otro. Dos de esos textos los dediqué a comentar la proeza de los norteamericanos en un tono ni ditirámbico ni escéptico, como no tardaría mucho en convertirse en moda. Releo ahora estos textos y llego a la desoladora conclusión de que al final ningún gran paso para la humanidad fue dado y que nuestro futuro no está en las estrellas, sino siempre y sólo en la tierra en que asentamos los pies. Como ya decía en la primera de esas crónicas: «No perdamos nosotros la Tierra, que todavía será la única manera de no perder la Luna». En la segunda crónica, que di en llamar Un salto en el tiempo, imaginando la Tierra futura como la Luna es ahora, comencé escribiendo que «Todo aquello me pareció un simple episodio de filme de ciencia ficción técnicamente primario. Incluso los movimientos de los astronautas tenían flagrante similitud con los gestos de las marionetas, como si brazos y piernas estuviesen manejados por invisibles hilos, unos hilos larguísimos sujetos a los dedos de los técnicos de Houston y que, a través del espacio, producían allá arriba los gestos necesarios. Todo estaba cronometrado, hasta el peligro se incluía en el esquema. En la mayor aventura de la historia no hubo lugar para la aventura».Y fue ahí cuando la imaginación se apoderó de mí. Decidió que el viaje a la Luna no había sido un salto en el espacio, sino un salto en el tiempo. Así, los astronautas, lanzados en su vuelo, habían caminado a lo largo de una línea temporal y se habían posado otra vez en la Tierra, no esta que conocemos, blanca, verde, morena y azul, sino en la Tierra futura, una Tierra que ocupará todavía la misma órbita, circulando alrededor de un Sol apagado, muerta ella también, desierta de hombres, de aves, de flores, sin una risa, sin una palabra de amor. Un planeta inútil, con una historia antigua y sin nadie para contarla. La Tierra morirá, será lo que la Luna es hoy, decía para terminar. Al menos no sea para siempre el mosaico de miserias, guerras, hambre y torturas que viene siendo hasta ahora. Para que no comencemos a decir, desde ya, que el hombre, finalmente, no ha merecido la pena.El lector estará de acuerdo en que, para bien y para mal, no parece que haya mudado mucho de ideas en cuarenta años. Sinceramente, no sé si me debería felicitar o corregir.

Día 22

Montaña Blanca

Ahora que mis piernas van recuperando poco a poco la resistencia y la andadura normal gracias a los esfuerzos conjuntos de su dueño y de Juan, mi dedicado fisioterapeuta, me apetece recordar aquella tarde de mayo en que, sin haberlo pensado antes, me propuse subir la Montaña Blanca, nada convencido, en principio, de conseguir llegar a la cima. Ocurrió esto hace dieciséis años, en 1993, y yo tenía entonces exactamente setenta. La Montaña Blanca, que se levanta a unos dos kilómetros de casa, es la más alta de Lanzarote, lo que tampoco quiere decir mucho, porque la isla, aunque accidentadísima, con su cientos de volcanes apagados, no goza de nada que se parezca al Teide de Tenerife. Tiene de altura, sobre el nivel del mar, un poco más de seiscientos metros y la forma de un cono casi perfecto. Si yo la subí, cualquiera podrá conseguirlo, no es necesario ser montañero consumado. Conviene, eso sí, calzar botas apropiadas, de ésas con clavos metálicos en las suelas, dado que las laderas son muy resbaladizas. De cada tres pasos, uno se pierde. Que me lo pregunten a mí, con mis zapatos de suela alisada por las alfombras domésticas… Cuando llegué a la falda del monte, me pregunté a mí mismo: «¿Y si subiese esto?». Subir aquello era, en mi cabeza, trepar unos veinte o treinta metros, sólo para poder decirle a la familia que había estado en la Montaña Blanca. Pero cuando los veinte metros primeros fueron vencidos, ya sabía que tendría que llegar a lo alto, costase lo que costase. Y así fue. La ascensión necesitó más de una hora hasta alcanzar los afloramientos rocosos que coronan el monte y que deben de ser lo que resta de los bordes del antiguo cráter del volcán. «¿Valió la pena?», se preguntarán por ahí. Si tuviese las piernas de entonces dejaría ahora mismo este escrito en el punto en que está para subir otra vez y contemplar la isla, toda ella, desde el volcán de la Corona, en el norte, hasta las planicies del Rubicón, en el sur, el valle de La Geria, Timanfaya, el ondular de las innumerables colinas que el fuego dejó huérfanas. El viento me batía en la cara, me secaba el sudor del cuerpo, me hacía sentirme feliz. Fue en 1993 y tenía setenta años.

Día 23

Cinco películas

Que recuerde cinco películas me han pedido. No tendría que preocuparme si son o no las mejores, las más famosas, las más citadas. Basta con que me hayan impresionado de manera particular, como nos impresiona una mirada, un gesto, una entonación de voz. Escogerlas no ha sido difícil, al contrario, se me presentaron con la mayor naturalidad, como si no hubiera estado pensando en otra cosa. Aquí están, aunque el orden con que las menciono no es ni debe considerarse una clasificación por mérito. En primer lugar (alguna tendría que abrir la lista), La sal de la tierra, de Herbert Biberman, que vi en París a finales de los años setenta y que me conmovió hasta las lágrimas: la historia de la huelga de los mineros chicanos y de sus valientes mujeres me llegó hasta lo más profundo del espíritu. Cito a continuación Blade Runner de Ridley Scott, vista también en París en un pequeño cine del Quartier Latin poco tiempo después de su estreno mundial y que, entonces, no parecía prometer un gran futuro. Sobre Amarcord, de Fellini, nadie nunca ha tenido dudas, ahí hay una obra maestra absoluta, para mí tal vez la mejor película del maestro italiano. Y ahora viene La regla del juego, de Jean Renoir, que me deslumbró por el montaje impecable, por la dirección de actores, por el ritmo, por la finura, por el tempo, en definitiva. Y, para terminar, un filme que me acude a la memoria como si viniera de la primera noche de la historia de los cuentos al amor de la lumbre, Don Quijote de la Mancha [‡], de Pat y Patachon, aquellos sublimes (no exagero) actores daneses que me hicieron reír (tenía entonces seis o siete años) como ningún otro. Ni Chaplin, ni Buster Keaton, ni Harold Lloyd, ni Laurel y Hardy. Quien no haya visto a Pat y Patachon no sabe lo que se ha perdido…

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[‡] Versión rodada en España en 1926 y estrenada el 30 de noviembre. Referencia De la Mancha a la pantalla, de Rafael de España, Barcelona. Editorial Publicacions i Edicions UB, 2007. (N. de la T.)