Выбрать главу

Día 28

La junta del motor

Hace más de sesenta años que debería saber conducir un automóvil. Conocía bien, en aquellos remotos tiempos, el funcionamiento de tan generosas máquinas de trabajo y de paseo, desmontaba y montaba motores, limpiaba carburadores, afinaba válvulas, investigaba diferenciales y cajas de cambio, instalaba pastillas de frenos, remendaba cámaras de aire pinchadas; en fin, bajo la precaria protección de un mono azul que me defendía lo mejor que podía de las manchas de aceite, efectué con razonable eficiencia casi todas las operaciones por las que tiene que pasar un automóvil o un camión a partir del momento en que entra en un taller para recuperar la salud, tanto la mecánica como la eléctrica. Sólo me faltaba sentarme tras un volante para recibir del instructor las lecciones prácticas que culminarían en el examen y en el soñado aprobado que me permitiría ingresar en la orden social cada vez más numerosa de los automovilistas con carnet. Sin embargo, ese día maravilloso nunca llegó. No son sólo los traumas infantiles los que condicionan e influyen en la edad adulta, también los que se sufren en la adolescencia pueden tener consecuencias desastrosas y, como en el presente caso sucedió, determinar de manera radicalmente negativa la futura relación del traumatizado con algo tan cotidiano y banal como es un vehículo automóvil. Tengo sólidas razones para creer que soy el deplorable resultado de uno de esos traumas. Es más: por muy paradójica que la afirmación le parezca a quien de las íntimas conexiones entre las causas y los efectos simplemente tenga ideas elementales, si en mis verdes años no hubiese trabajado como mecánico en un taller de automóviles, hoy, probablemente, sabría conducir un coche, sería un orgulloso transportador en lugar de un humilde transportado.Además de las operaciones que he citado antes, y como parte obligatoria de algunas de ellas, también sustituía las juntas de los motores, esas finas placas forradas de hoja de cobre sin las que sería imposible evitar las fugas de la mezcla gaseosa de combustible y aire entre la cabeza del motor y el bloque de los cilindros. (Si el lenguaje que estoy usando les parece ridículamente arcaico a los entendidos en automóviles modernos, más gobernados por ordenadores que por la cabeza de quien los conduce, la culpa no es mía: hablo de lo que conocí, no de lo que desconozco, y suerte que no me ponga a describir la estructura de las ruedas de los carros de bueyes y la manera de uncir estos animales al yugo. Es materia igualmente arcaica en la que también tuve alguna competencia.)Pues bien, un día, después de haber acabado el trabajo y colocado la junta en su sitio, después de haber apretado con la fuerza de mis diecinueve años las tuercas que sujetaban la cabeza del motor al bloque, me dispuse a realizar la última fase de la operación, es decir, llenar de agua el radiador. Desenrosqué pues el tapón y comencé a verter por la boca del radiador el agua con que había llenado la vieja regadera que para ese y otros efectos teníamos en el taller. Un radiador es un depósito, tiene una capacidad limitada y no acepta ni un mililitro más que la cantidad de agua que quepa. Agua que se siga echando es agua que rebosa. No obstante, algo extraño estaba pasando con ese radiador: el agua entraba, entraba, y por más agua que se le metiese no la veía subir danzando hasta la boca, que sería la señal de que estaba acabada la operación. El agua ya vertida por aquella insaciable garganta habría bastado para satisfacer dos o tres radiadores de camión, y era como si nada. A veces pienso que, pasados sesenta y muchos años, todavía hoy estaría intentando llenar aquel tonel de las Danaides si de pronto no hubiera notado un ruido de agua cayendo, como si dentro del taller hubiese una pequeña cascada. Fui a ver. Por el tubo de escape del coche salía un abultado chorro de agua que, poco a poco, ante mis ojos estupefactos, fue disminuyendo de caudal hasta quedar reducido a unas últimas y melancólicas gotas. ¿Qué había pasado? Colocaría mal la junta, cerraría algo entre la cabeza del motor y el bloque que debería haber abierto, y, mucho más grave, facilitaría pasos y comunicaciones donde no debería haberlas. Nunca llegué a saber qué vueltas tuvo que dar la pobre agua para salir por el tubo de escape. Ni quiero que me lo digan ahora. Para vergüenza ya tuve suficiente. Es posible que fuera en ese día cuando comenzara a pensar en hacerme escritor. Es un oficio en el que somos al mismo tiempo motor, agua, volante, cambios de marcha y tubo de escape. Tal vez, al final, el trauma haya valido la pena.

Día 31

Despedida

Dice el refrán que no hay bien que cien años dure ni mal que perdure, sentencia que le sienta como un guante al trabajo de escritura que acaba aquí y a quien lo hizo. Algo bueno se encontrará en estos textos, y por ellos, sin presunción, me felicito, algo mal habré hecho en otros y por ese defecto me disculpo, pero sólo por no hacerlos mejor, que diferentes, con perdón, no podrían ser. Es conveniente que las despedidas siempre sean breves. No es esto un aria de ópera para poner ahora un interminable addio, addio. Adiós, por tanto. ¿Hasta otro día? Sinceramente, no creo. Comencé otro libro y quiero dedicarle todo mi tiempo. Ya se verá por qué, si todo va bien. Mientras tanto, ahí tienen Caín.

P. S.: Pensándolo mejor, no hay que ser tan radical. Si alguna vez sintiera necesidad de comentar u opinar sobre algo, llamaré a la puerta del Cuaderno, que es el lugar donde más a gusto podré expresarme.

Septiembre de 2009

Día 11

El regreso

El homenaje a la obra y a la figura de Jorge de Sena, realizado en el teatro de San Carlos de Lisboa el 10 de julio de 2008, tuvo un título que a esta distancia fácilmente parecerá premonitorio: Jorge de Sena: Un regreso. Para hablar del autor de Señales de fuego reunimos allí, además de a un representante de la Fundación, para el caso su patrono, a algunas de las personas más cualificadas del pensamiento literario y crítico portugués: Eduardo Lourenço, Vítor Aguiar e Silva, Jorge Fazenda Lourenço y António Mega Ferreira, cuyas intervenciones contaron con la inteligente moderación del ministro de Cultura, José Antonio Pinto Ribeiro. La sala del San Carlos estaba llena hasta el gallinero, lo que demuestra que la premonición, si lo era, estaba siendo compartida por unos cuantos cientos de personas. Hubo lectura de poemas por Jorge Vaz de Carvalho y el pianista António Rosado interpretó composiciones sobre las que Sena había escrito. Quien estuvo allí no lo olvidará nunca. Al final la Fundación ofreció a cada uno de los participantes un estuche con llaves: las que deberían abrir las puertas necesarias para que Jorge de Sena regresase definitivamente a su país. No, no fue premonición. Simplemente, lo que tiene que ser, tiene que ser y tiene mucha fuerza. La fuerza de todas las personas, casi un millar, unidas en el mismo pensamiento: que regrese Jorge de Sena, que regrese ya. Regresó, por fin. No sé si somos más ricos. Más conscientes de nuestras responsabilidades, sí. Pocas cosas agradarían tanto a Jorge de Sena.

Día 28

Formentor

El hombre propone, pero son las circunstancias las que disponen. Después de tantos meses saboreando anticipadamente el proyectado encuentro en Mallorca, la reunión con amigos, el debate anunciado, he aquí que las razones de una salud que necesita ser vigilada acabaron desaconsejando el viaje: las ya citadas circunstancias y casualidades determinaron que algunos exámenes que debo hacerme coincidiesen con las fechas del encuentro. Paciencia. Habrá otros Formentor y en algunos de ellos estaré.Estas palabras van dirigidas a todos los participantes del encuentro, conferenciantes y público. Expresan mi pesar por la forzada ausencia, pero, al mismo tiempo, quieren dar testimonio de la importancia de la continuidad de Formentor, tanto por las obligaciones contraídas en el pasado como por las esperanzas que su regreso traerá a la definición de nuevas estrategias en la acción cultural. El espíritu libre de Formentor de los años sesenta debe ser revivificado, y éste es el momento exacto para hacerlo. Todos sentimos que ha llegado la hora de levantar otra vez la palabra para promover la reflexión libre y, que no se escandalicen los oídos castos, la justa disidencia. De eso se trata: disentir es uno de los dos derechos que le faltan a la Declaración de Derechos Humanos. El otro es el derecho a la herejía. Los participantes del «viejo» Formentor, entre ellos, además de a Carlos Barral, quiero recordar a mi colega José Cardoso Pires, lo sabían, todo su empeño se orientaba a una necesaria desmitificación de conceptos y a aclarar la función social del escritor, con independencia de lazos ideológicos o de partido. Hablemos claro y nos entenderemos los unos a los otros.A todos les mando un saludo, amigos y desconocidos, a Perfecto Cuadrado, que por ahí está, y también a mis compañeros de mesa (y algo más) Basilio Baltasar, gracias, querido Basilio, y a Juan Goytisolo, a quien quiero expresar en esta breve declaración todo mi respeto y toda mi admiración.