Día 12
Sobre María João Pires
Maria João Pires no tuvo mucha suerte con el país en que nació. Sesenta años de carrera (y qué extraordinaria carrera la suya) justificarían un homenaje de ámbito nacional capaz de expresar nuestra gratitud por pisar el mismo suelo y respirar el mismo aire. No será así, por lo visto, aunque no le vengan a faltar en la tierra portuguesa otras manifestaciones de admiración y respeto. Fue en casa de unos amigos donde la oí por primera vez, cuando ella no pasaba de ser una adolescente que, con su frágil cuerpo, apenas parecía haber salido de la infancia, y que me hizo temer si los brazos y las manos le llegarían para enfrentarse al gigantesco teclado. El piano familiar, vertical, tal vez no estuviese en perfecto estado de afinación, pero las primeras notas saltaron límpidas, cristalinas, dándome la sensación, no de ser la mera consecuencia del choque de los martillos con las cuerdas, sino de haber brotado directamente de los dedos de la propia pianista. Ése fue mi bautismo en el arte de Maria João Pires. Después, a lo largo de los años, siempre que ella, viajante emérita ya, aparecía por Lisboa para dar sus recitales, allí estaba yo, rogándoles a las potestades celestes que la protegiesen del mal de ojo, de un simple soplo de aire que la perturbase. Quizá por efecto de mis peticiones y del crédito que tengo en el cielo, todos los conciertos y recitales de Maria João Pires a que asistí llegaron felizmente a su término. Esta vez, por razones de distancia y también de salud, no podré estar presente, aplaudir y besar sus manos tan llenas de música, de humanidad, de belleza. Por todo lo que me hizo oír y sentir, Maria João, gracias.
Enero de 2010
Día 28
Una Balsa de Piedra camino de Haití
Mis palabras son de agradecimiento. La Fundación José Saramago tuvo una idea, loable por definición, pero que podría haber entrado en la historia como una buena intención, una más de las muchas con que, dicen, está pavimentado el camino del infierno. La idea era editar un libro. Como se ve, nada original, por lo menos en principio, que libros no nos faltan. La diferencia estriba en que el producto de la venta de éste se va a destinar a las víctimas supervivientes del terremoto de Haití. Cuantificar tal ayuda, por ejemplo, en la renuncia del autor a sus derechos y en una reducción del lucro normal de la editorial, tendría el grave inconveniente de convertir en un mero gesto simbólico lo que debería ser, en la medida de lo posible, algo provechoso y sustancial. Ha sido posible. Gracias a la inmediata y generosa colaboración de las editoriales Caminho y Alfaguara y de las entidades que participan en la elaboración y difusión de un libro, desde la fábrica de papel al taller tipográfico, desde el distribuidor al librero, los quince euros que el comprador gastará serán entregados íntegramente a la Cruz Roja para que los haga llegar a su destino. Si alcanzáramos un millón de ejemplares (el sueño es libre) serían quince millones de euros de ayuda. Para la calamidad que ha caído sobre Haití, quince millones de euros no es nada más que una gota de agua, pero como La balsa de piedra (éste es el libro elegido) será publicada, además de en Portugal, en España y en el mundo hispánico de América Latina, ¿quién sabe lo que podrá suceder? A todos los que nos acompañan en la concreción de la idea primera, haciéndola más rica y efectiva, nuestra gratitud, nuestro reconocimiento para siempre.
Febrero de 2010
Día 8
¿Cuántos Haitís?
En el día de Todos los Santos de 1755, Lisboa fue Haití. La tierra tembló cuando faltaban pocos minutos para las diez de la mañana. Las iglesias estaban repletas de fieles, los sermones y las misas en pleno auge… Tras la primera sacudida, cuya magnitud los geólogos calculan hoy que pudo alcanzar el grado 9 en la escala de Richter, las réplicas, también de gran potencia destructiva, se prolongaron durante la eternidad de dos horas y media, dejando el 85 por ciento de las construcciones de la ciudad reducidas a escombros. Según testimonios de la época, la altura de la ola del tsunami resultante del terremoto fue de veinte metros, causando 900 víctimas mortales entre la multitud que había sido atraída por el insólito espectáculo del fondo del río sembrado de restos de navíos hundidos a lo largo del tiempo. Los incendios durarían cinco días. Los grandes edificios, palacios, conventos, repletos de riquezas artísticas, bibliotecas, galería de pintura, el teatro de la ópera recientemente inaugurado, que, mejor o peor, habían aguantado los primeros embates del terremoto, fueron devorados por el fuego. De los 275.000 habitantes que Lisboa tenía entonces, se cree que murieron 90.000. Se dice que a la pregunta inevitable de «Y ahora, ¿qué hacemos?», el secretario de Exteriores Sebastião José de Carvalho e Melo, que más tarde llegaría a ser nombrado primer ministro, respondió: «Enterrar a los muertos y cuidar de los vivos». Estas palabras, que luego entraron en la historia, fueron efectivamente pronunciadas, pero no por él. Las dijo un oficial superior del Ejército, expoliado de esta manera de su haber, como sucede tantas veces, en favor de alguien más poderoso.En enterrar a sus ciento cincuenta mil o más muertos anda ahora Haití, mientras la comunidad internacional se esfuerza por auxiliar a los vivos, en medio del caos y la desorganización múltiple de un país que incluso antes del sismo, desde hace generaciones, se encuentra en estado de catástrofe lenta, de calamidad permanente. Lisboa fue reconstruida, Haití también lo será. La cuestión, en lo que respecta a Haití, reside en cómo se ha de reconstruir eficazmente la comunidad de su pueblo, reducido a la más extrema de las pobrezas e históricamente ajeno a un sentimiento de conciencia nacional que le permita alcanzar por sí mismo, con tiempo y con trabajo, un grado razonable de homogeneidad social. Desde todo el mundo, de distintas procedencias, millones y millones de euros y de dólares están siendo encaminados hacia Haití. Los abastecimientos han comenzado a llegar a una isla donde todo faltaba o porque se perdió en el terremoto o porque no existía. Como por acción de una divinidad particular, los barrios ricos, comparados con el resto de la ciudad de Puerto Príncipe, fueron poco afectados por el sismo. Se podría decir, y a la vista de lo sucedido en Haití parece cierto, que los designios de Dios son inescrutables. En Lisboa, las oraciones de los fieles no pudieron impedir que el techo y los muros de las iglesias se les vinieran encima y los aplastasen. En Haití, ni siquiera la simple gratitud por haber visto salvados vidas y bienes sin haber hecho nada, ha movido los corazones de los ricos para acudir en auxilio de millones de hombres y mujeres que no pueden presumir del nombre unificador de compatriotas porque pertenecen a lo más ínfimo de la escala social, la de los no-seres, la de los vivos que siempre estuvieron muertos porque la vida plena les fue negada, esclavos que fueron de señores, esclavos que son de la necesidad. No hay noticia de que un solo haitiano rico haya abierto sus bolsas o aliviado sus cuentas bancarias para socorrer a los siniestrados. El corazón del rico es la llave de su caja fuerte.Habrá otros terremotos, otras inundaciones, otras catástrofes de esas que llamamos naturales. Tenemos ahí el calentamiento global con sus sequías y sus inundaciones, las emisiones de C02 que, sólo forzados por la opinión pública, los gobiernos se han resignado a reducir, y tal vez tengamos ya en el horizonte algo en lo que parece que nadie quiere pensar, la posibilidad de una coincidencia de los fenómenos causados por el calentamiento con la aproximación de una nueva era glacial que cubriría de hielo la mitad de Europa y ahora estaría dando las primeras señales, todavía benignas. No será para mañana, podemos vivir y morir tranquilos. Aunque, y que hable de esto quien sepa, las siete eras glaciales por las que el planeta ha pasado hasta hoy no han sido las únicas, habrá otras. Entretanto, volvamos la vista a este Haití y a los otros mil Haitís que existen en el mundo, no sólo hacia esos que prácticamente están asentados sobre inestables fallas tectónicas para las que no se ve solución posible, sino también hacia los que viven en el filo de la navaja del hambre, de la falta de asistencia sanitaria, de la ausencia de una instrucción pública satisfactoria, donde los factores propicios para el desarrollo son prácticamente nulos y los conflictos armados son azuzados, es decir, las guerras entre etnias separadas por diferencias religiosas o por rencores históricos cuyo origen, en muchos casos, se perdió en la memoria y que los intereses de ahora se obstinan en alimentar. El antiguo colonialismo no ha desaparecido, se ha multiplicado en una diversidad de versiones locales, y no son pocos los casos en que sus herederos inmediatos son las propias élites locales, antiguos guerrilleros transformados en nuevos explotadores de su pueblo, la misma codicia, la crueldad de siempre. Ésos son los Haitís que hay que salvar. Habrá quien diga que la crisis económica vino a corregir el rumbo suicida de la humanidad. No estoy muy seguro de eso, pero al menos que la lección de Haití pueda resultarnos de provecho a todos. Los muertos de Puerto Príncipe ya hacen compañía a los muertos de Lisboa. No podemos hacer nada por ellos. Ahora, como siempre, nuestra obligación es cuidar de los vivos.