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La cosa es seria, demasiado seria. Supe hace pocos días que Portugal tiene autopistas en exceso, nada menos que nueve, en total casi setecientos kilómetros. Si pensamos en lo que cuesta la construcción de un solo kilómetro de esos suntuosos caminos de comunicación viaria en que el usuario goza prácticamente de todas las comodidades de la vida doméstica, es inevitable concluir que alguien se equivocó en las cuentas o con ellas nos ha engañado. Según la ley, o lo que para el caso se le asemeje, la apertura de una autopista requiere una cierta previsibilidad de tráfico para no caer en el viejo chiste de «ahí viene uno», como sucede, por ejemplo, en la que va de Lisboa a Elvas, nostálgica de los tiempos en que, con una modesta calificación de nacional, transportaba multitudes hasta Pousada para comer el bacalhau à Brás. Mutatis mutandis, con bacalao o sin él, ésta es la situación de las ocho autopistas restantes.El desatino viene de lejos. Cuando informaron al rey don João V del precio del carillón que iba a ser instalado en Mafra, no se contuvo y, con su ridícula prosapia de Nouveau-riche, dijo: «Lo encuentro barato. Compren dos». Y, no hace muchos años, cuando Portugal tuvo el encargo de organizar el campeonato europeo de fútbol, que luego desgraciadamente no ganó, alguien dijo que necesitábamos construir unos cuantos estadios porque estábamos muy flojos en instalaciones deportivas. Imagino el diálogo: «¿Cuántos?», preguntó el mandamás de la modalidad, «Con unos tres o cuatro debería bastar», respondió el técnico, «¿Cómo que tres? ¿Cómo que cuatro? -se indignó el figura-. Diez, doce, es lo que tiene que ser, seríamos unos buenos idiotas si no aprovechásemos los fondos europeos hasta verle el culo al saco». También en este caso alguien se equivocó en las cuentas o con ellas nos ha engañado.Donde las cuentas parece que salen redondas es en el número de pobres en Portugal. Son dos millones, según las últimas informaciones. Es decir, una expresión más de nuestros históricos delirios de grandeza…

Día 17

Con Darío Fo

Con Darío Fo y cuantos se reunieron en el auditorio de Caja Granada para asistir a la ceremonia de entrega del Premio a la Cooperación Internacional que la misma Caja otorga, salvo error, desde hace diez años, y que en esta edición nos ha cabido a Fo y a mí, debería haber estado para, como dije en una declaración grabada, compartir las alegrías y los abrazos propios del momento. Desgraciadamente, no pude hacer el viaje, pero las actuales tecnologías de comunicación casi me permitieron vivir en tiempo real el desarrollo del acto en que, a sugerencia mía, respondida enseguida con la mayor amabilidad, fui representado por el Rector de la Universidad de Granada. En cierto modo, Darío Fo y yo representábamos allí al Festival Siete Soles-Siete Lunas del que nos honramos en ser presidentes honoríficos. Como ya es tradición en la historia de este premio, el valor metálico, al que el galardonado renuncia, irá en beneficio de una institución cultural o de actividades sociales, en este caso el mismo Festival, que aplicará la cantidad a la construcción de un centro cultural en Ribeira Grande, en Cabo Verde, ese país encantador, como dije en un saludo grabado. Después de todo, creo poder decir que de la entrega del Premio Caja Granada a la Cooperación Internacional salimos todos, incluyéndose este ausente, más o menos encantados.

Día 20

Exhibicionismos

Palabras como discreción, reserva, recato, pudor o modestia todavía se encuentran en cualquier diccionario. Temo, sin embargo, que algunas de ellas acaben teniendo, más pronto o más tarde, el triste destino de la palabra ergástulo, por ejemplo, barrida, como otras, del diccionario de la Academia portuguesa por una manifiesta y pertinaz falta de uso que había hecho de ella un peso muerto en las eruditas columnas. Yo mismo no recuerdo haberla dicho vez alguna y mucho menos haberla escrito. La palabra reserva, aunque va camino de perder la acepción que me hizo incluirla en la lista de más arriba, tiene garantizada una vida larga por aquello de la reserva de pasaje o de asiento, sin la que servicios fundamentales como los transportes aéreos simplemente no funcionarían. Y eso sin olvidar otra reserva, la mental, inventada por los jesuitas como explicación última de decir primero una cosa y hacer después la contraria, operación, por otra parte, que cuajó y prosperó hasta el punto de acabar difundiéndose en la sociedad humana como condición de supervivencia.No tengo intención de moralizar, aparte de que si lo hiciera perdería mi tiempo y sospecho que algunos lectores. Demasiado bien sabemos que la carne es flaca y que todavía lo es más el espíritu, por mucho que acostumbre a presumir de sus supuestas fortalezas, que el ser humano es el territorio por excelencia de todas las tentaciones amables posibles, tanto las naturales como las que va inventando a lo largo de siglos y milenios de prácticas reiteradas. Buen provecho tenga. Que tire la primera piedra quien nunca se dejó tentar. La cosa comenzó por desabrocharse la ropa, por usarse más leve y reducida, también más transparente, poniendo a la vista un número cada vez mayor de centímetros cuadrados de piel hasta llegar al nudismo integral cultivado con franqueza absoluta en ciertas señaladas playas. Nada grave, en cualquier caso. En el fondo, hay en todo esto, como escribí en otro contexto, una cierta inocencia. Adán y Eva también andaban desnudos y, contra lo que la Biblia dice, lo sabían perfectamente.Al poner en marcha el vigente espectáculo universal que concentra y al mismo tiempo dispersa las atenciones del mundo, no parece que hubiéramos previsto que estábamos alumbrando una sociedad de exhibicionistas. La división entre actores y espectadores se ha acabado, el espectador va a ver y oír, pero también a ser visto y oído. El poder de la televisión, por ejemplo, se alimenta en gran parte de esta simbiosis malsana, sobre todo en los llamados reality shows, donde el invitado, para eso pagado y a veces regiamente, va a poner al descubierto las miserias de su vida, las traiciones y las vilezas, las canalladas propias y ajenas, y, si fuera necesario para el espectáculo, las de la familia y de sus próximos. Sin discreción ni reserva, sin recato ni pudor, sin modestia. No faltará quien diga que menos mal que es así, que debemos abandonar aquellos trastos lingüísticos, abrir puertas aunque la casa huela mal; algunos, no nos quepa duda, llegarán al extremo de afirmar que se trata de un benéfico efecto de la democracia. Decir todo, con la condición de que lo esencial se quede escondido. Sin vergüenza.

Día 21

Camisola

Cuando hoy he salido del hospital, fresco como una rosa, traía conmigo dos satisfacciones. Una, la de haberme visto libre, finalmente, de una impertinente bronquitis que desde hace meses, con altos y bajos, parecía no querer abandonarme, aunque esta vez ha tenido que resignarse e ir en busca de otro hospedero. Ojalá no lo encuentre. La segunda satisfacción fue de diferente naturaleza. Sucede que en este pequeño hospital de Lanzarote, ciertamente con sorpresa de quien me lea, trabajan nada más y nada menos que diecisiete o dieciocho enfermeros procedentes de Portugal, de la zona del Miño la mayor parte. Sucede también que, antes de salir, tuve que hacerme una radiografía de tórax para que quedase debidamente documentado que el paciente, como suele decirse, está bien y el alta es recomendable. Yo llevaba puesto lo que hoy llamamos un «jersey», luego fue un «jersey» lo que me quité y dejé sobre una silla. El enfermero, portugués de Felgueiras, debía comprobar si las placas habían resultado técnicamente satisfactorias y, para eso, tuve que pasar al compartimento de al lado. Dijo: «Son sólo dos minutos, después le doy la camisola». Creo que me estremecí. No había oído la palabra desde hacía unos treinta años, tal vez más, y aquí, en Lanzarote, a dos mil kilómetros de la patria, un joven enfermero de Felgueiras, sin imaginarlo, va y me dice que la lengua portuguesa todavía existe. Bendita bronquitis.