Le dio una buena bofetada en la mejilla y se echó a llorar.
– ¡Eres insoportable! Me voy a la habitación a echarme.
– ¿Sin mí? -le dijo él, cuando ella ya se iba. Pero ella siguió irritada hacia el vestíbulo sin volverse a mirarle.
Ángel se quedó allí sentado, frotándose tristemente la cara, y pidió al comprensivo camarero otra caña de Cruz Campo. Había sido un error traerla; lo comprendió incluso sólo veinticuatro horas después. Todo salía mucho mejor cuando viajaba con dos amigas, pues al principio competían entre sí para conseguir su atención, y sólo al final se aliaban contra él. Mercedes estaba más irritable de lo normal. Quizá fuera la edad; a los veinticuatro años, seguramente tenía miedo de quedarse en la estacada. En realidad, siempre le había parecido la única con la que podría casarse, a no ser por su carácter extremadamente celoso. Apenas podía mirar a otra chica delante de ella sin provocar una avalancha de recriminaciones, y en un sitio como aquél, lleno de ávidas rubias extranjeras, ¿cómo podía no echar ni siquiera una ojeada? ¿qué tenía de malo, además? Era inhumano por parte de ella esperar que bajara los ojos como si fuera un fraile.
De pronto, un codo intensamente bronceado le tocó con suavidad.
– ¿Me invitas a una copa?
Era la sueca de la playa, con un atuendo azul elegantísimo para después del baño.
– ¿Qué gustarte? -le preguntó Ángel en inglés chapurreado.
– ¿Yo? Lo que tú quieras. Todo gustarme.
Ángel miró nervioso hacia la puerta del vestíbulo, esperando que a Mercedes no se le hubiera pasado el ataque de despecho y apareciera súbitamente.
– ¿Por qué no te llevo a un club nocturno que conozco? -le dijo, en español.
– ¿Un club? ¿Por qué no?
– Y lo conoces, además. Se llama Por Qué No.
Estaba empezando a oscurecer cuando Ángel y la pechugona sueca, cuyo nombre le había parecido tan extraño que no podía pronunciarlo, ni siquiera imaginarlo escrito, regresaban cogidos del brazo por el paseo de palmeras, más abajo de la vieja iglesia de Benidorm.
– Tu chica ¿es muy celosa? -era evidente que la idea le producía una gran satisfacción.
¡Ya lo creo!, pensó Ángel mirando furtivamente el reloj. Eran las 9.45 y la gente que daba el paseo nocturno iba disminuyendo a medida que se acercaba la hora de cenar.
– ¡Mucho celosa! -hizo un gesto de cortarse la garganta con el dedo.
La chica sueca soltó una risilla y se contoneó.
– Yo buena competencia para ella, entonces.
Si no te degüella en el acto, pensó Ángel. Cuando llegaban al final del paseo mal iluminado y desierto, Ángel distinguió una figura apoyada en una pala a la orilla de la playa, bajo el dique.
– ¿Qué estará haciendo?
La chica siguió la dirección de la mirada de Ángel y se echó a reír.
– Pescar, buscar marisco.
Cerca de ellos, en la oscuridad, Ángel vio a una mujer pelirroja, junto a un coche, que miraba nerviosa a un lado y otro del paseo, y luego al hombre que estaba cavando en la playa. Cuando Ángel y la chica rubia pasaron, la mujer sacó un cigarrillo del bolso, y lo encendió. Cuando él y la chica iniciaron el ascenso de la cuesta que llevaba a la vieja iglesia, Ángel se volvió a mirar con curiosidad. A la luz de las tiendas y los bares de enfrente, pudo ver al individuo que rellenaba un agujero y alisaba con cuidado la superficie de la arena. A continuación, él y la mujer corrieron hacia un pequeño Citroën amarillo aparcado bajo las palmeras, y se alejaron por el Paseo Marítimo.
El instinto policial de Ángel reaccionó levemente. ¡Qué extraño! ¿Qué habrían estado haciendo? En fin, el agujero era demasiado pequeño para enterrar un cadáver, se dijo, encogiéndose de hombros.
De vuelta en el vestíbulo del hotel, se despidió cariñosamente de la campechana sueca, que le dijo su número de habitación, y se volvió para encontrarse cara a cara con la mirada fría, furiosa y lacrimosa de Mercedes.
– Toma, la policía local trajo este mensaje urgente para ti. Será mejor que lo leas.
Y, dicho esto, se volvió bruscamente y se alejó muy tensa, hacia el comedor, sin dirigirle una mirada más.
La noche del 1 de agosto, en Sotogrande, la inspectora Elena Fernández se sentía ya agobiada de aburrimiento al segundo día de vacaciones. Sus opulentos progenitores eran amables, demasiado incluso, y la protegían de las manifestaciones de la vida normal.
Lo que más interesaba a su padre de Sotogrande eran los numerosos chalés que allí se habían construido. Habiendo amasado una considerable fortuna con el auge del negocio inmobiliario en Madrid durante los años sesenta y principios de los setenta, en los últimos años había iniciado sus actividades en este pequeño y elegante puerto pesquero, al noroeste de Gibraltar, y estaba en camino de doblar con creces su fortuna inicial. Había reservado el rincón mejor y más apartado, cerca de la Torre de Guadiaro, para construir su propia mansión, con acceso particular desde la playa, aunque ni siquiera él, para gran pesar suyo, podía impedir que los vulgares veraneantes invadieran lo que él consideraba territorio propio, puesto que la franja de quince metros desde la orilla, a lo largo de toda la costa, era patrimonio nacional y, por tanto, podían usarla todos los ciudadanos.
Después de cenar, la señora Fernández despidió a los sirvientes y pidió a Elena que la acompañara al hotel de cinco estrellas del pueblo, a cuyo club de golf su padre había dicho que iba a ir para encontrarse con sus socios.
– Podemos tomar allí café, Elena, cariño -dijo su madre en tono melifluo-. En el Palm Lounge siempre hay gente estupenda; podrías conocer allí a un joven rico y guapo. Después podemos echar una partidita, si quieres.
Elena sabía perfectamente que la única verdadera pasión de su madre en la actualidad era jugar al bingo, y que sencillamente quería tener una excusa para ir al hotel. El ánimo de Elena se ensombreció al comprender que tendría que pasar otras treinta noches como aquélla. ¿Por qué no podía hacer acopio del valor suficiente para romper de una vez con aquella tortura anual, y decirle a su padre que se iba a Portugal con un novio?
Tampoco es que hubiera muchos novios; en sus años de estudiante en la Complutense había tenido una serie de aventuras inocentes y tiernas y en la Escuela Superior de Policía había establecido una relación más seria con un hombre mayor. Pero esta última relación se había enfriado, debido sobre todo a la intervención de su madre, creía ella. El ser hija única de una familia acomodada la colocaba en una situación especialmente delicada. Sus padres se habían sentido horrorizados cuando ella decidió ingresar en la Escuela de Policía como una de las primeras mujeres que lo hacían, y se espantaron cuando terminó el curso con la mejor nota y luego cuando la nombraron inspectora.
Elena se enorgullecía de pertenecer al Grupo de Homicidios de la Brigada Criminal del comisario Bernal; fueron muchos los que fruncieron el ceño en la Dirección General de Seguridad, como se llamaba entonces, por su nombramiento y por el visto bueno de Bernal. Pero ella había hecho bien su trabajo y Bernal se había convertido para ella en un padre, mejor incluso que el de su propia sangre. Su jefe la trataba como a una profesional y ella sabía que encajaba perfectamente en el equipo.
Durante los últimos cinco años se había alejado del círculo social de sus padres, por lo que éstos se sentían resentidos. Deseaban que se «casara bien» y que les diera nietos que heredaran su fortuna; aunque ella nunca les había dicho nada, creía que debían haber cubierto mejor sus apuestas y haber tenido más hijos. A Elena le entusiasmaba cada vez más el trabajo policial y sabía que no renunciaría a su independencia por nadie.
Después de una hora y ocho juegos de sumo aburrimiento, Elena advirtió que su madre había entablado conversación con dos señoras de la alta burguesía, también de Madrid, que pasaban allí las vacaciones, y que las tres estaban claramente decididas a pasar una larga velada de cotilleo y juego.