– Mamá, se me está levantando dolor de cabeza. Creo que volveré a casa y me acostaré.
– Muy bien, cariño. Llévate el coche si quieres. Yo pediré luego un taxi.
– Oh, no, señora. Nosotras la llevaremos, no faltaba más.
– Qué amables. Toma las llaves, Elena.
– La verdad es que prefiero pasear. Son sólo trescientos metros. Y quizás el aire fresco me despeje.
– Entonces, ten mucho cuidado, cariño. Hay tanta inseguridad hoy día, con asaltantes y violadores en cada esquina… ¿Seguro que puedes volver sola sin problema?
– Pues claro -Elena tanteó el bolso-. Además, llevo la pistola.
Las otras dos señoras se sorprendieron muchísimo, y la señora Fernández dirigió a su hija una mirada de reproche.
– Es que mi hija es inspectora de policía de la Brigada Criminal. Mi marido y yo no queríamos, pero ya sabes, con los jóvenes hoy día, ¿qué puedes hacer? Claro que suponemos que la ascenderán pronto a comisaria…
Elena salió de la sala llena de humo a la calle bordeada de palmeras. El calor residual del día y el intenso aroma de los jazmines en flor la envolvieron como una túnica de seda perfumada, produciéndole la impresión de que realmente iba a levantársele dolor de cabeza. Sintió el aire más fresco del camino de la playa, con escaso alumbrado público, y captó la opalescencia de las olas que rompían suaves en el guijarral, a la escasa luz de la luna nueva. Tal vez debiera observar la antigua superstición gitana y lanzar una moneda de plata a la luna para que le diera suerte.
No se veía un alma en el ancho paseo y el sonido de los números del bingo y la música sentimental del hotel se fueron desvaneciendo, hasta que sólo se oía el agudo chirrido de las cigarras entre la hierba y el rumor de las olas.
Elena vio allá arriba las luces de la mansión de su padre y las lámparas que iluminaban el jardín en la elevada cuesta al final de la bahía.
Oyó de pronto un golpe en las escaleras del paseo, enfrente. Se detuvo sorprendida y se apoyó en la barandilla para mirar hacia la playa. Sólo podía distinguir los parasoles de palmas secas y las lonas que cubrían las sillas apiladas. Escuchó un rato, pero no oyó nada más. Quizás el viento hubiera tirado una silla.
Prosiguió su paseo más despacio, mirando de vez en cuando la playa oscura. Se acercaba ahora a uno de los tramos de escaleras que bajaban hasta la playa por el paseo. Oyó de pronto otro ruido, más fuerte, y una maldición apagada. Se detuvo de nuevo y asió el bolso, tranquilizándose con el pequeño bulto de su arma reglamentaria. Atisbó con cautela por el borde y creyó distinguir dos figuras oscuras bajo uno de los parasoles. Esperó, escuchando atentamente. Quizá sólo fuera una pareja de novios que estaban dándose un baño (en realidad hacía calor de sobra), o simplemente buscando un lugar tranquilo para hacer el amor. Las dos figuras oscuras que había vislumbrado parecieron fundirse ahora con las densas sombras y desaparecieron. Elena siguió su paseo, sin hacer ruido alguno con sus ligeros mocasines Gucci al pasar por el pico de las escaleras. Pronto llegó al empinado camino que llevaba a su casa, donde se detuvo a abrir las verjas de hierro forjado. Al volverse para cerrarlas de nuevo, vio dos figuras que corrían escaleras arriba desde la playa y subían a un coche aparcado enfrente. Sólo un par de amantes, como ella había imaginado, aunque le confundió que el hombre llevara lo que parecía una pala o algo por el estilo, y que metió en el maletero antes de alejarse a toda velocidad. ¿Habrían estado buscando mejillones? No sabía que hubiera mejillones en Sotogrande.
Al acercarse a la puerta principal, oyó el teléfono que empezaba a sonar y corrió a contestar.
– ¿Paco? ¡Paco Navarro! Oh, qué alegría oírte. ¿Dónde está el jefe?
Escuchó, cada vez más complacida, a medida que la iba informando de que tenía que reincorporarse inmediatamente para cumplir una misión especial, y le faltó tiempo para subir a la planta de arriba a preparar el equipaje. El incidente de la pareja de la playa quedó de inmediato relegado a los lugares más recónditos de su mente.
El largo viaje en coche desde Madrid le pareció a Bernal agotador; prefería viajar en avión siempre que era posible, pese a los molestos retrasos y esperas en los aeropuertos, que parecían empeorar de un año para otro. Cierto que había tenido la compañía de Consuelo mientras su hermano conducía con desenvoltura; el coche era lujoso, tenía aire acondicionado y Consuelo era un buen copiloto.
Habían salido de Madrid a primera hora de la mañana y habían llegado al albergue de Antequera a la hora de comer. Reclinado ahora en su asiento del Mercedes, Bernal casi no podía vencer la fuerte tentación de echar una cabezadita, pero los muchos saltos del tramo montañoso de la nacional 334 por el puerto de Las Pedrizas se ocuparon de mantenerle despierto, lanzándole de un lado a otro casi hasta marearle. Cuando iniciaron el tortuoso descenso hacia Málaga, con atisbos del deslumbrante Mediterráneo intensamente azul, entre los fresnos, Bernal se inclinó hacia adelante y dijo:
– Me iría muy bien que me dejaras en el edificio del Gobierno Civil, en el centro de la ciudad, porque así podré hablar con el gobernador civil antes de la reunión de esta tarde a las siete.
– A mí también me viene bien, Luis. Podré alquilar un coche en una agencia del centro; tienen más donde elegir que en las filiales de las urbanizaciones. Pasaré a recogerte por la noche, ¿quieres?
– No hace falta, Consuelo, cena con tu familia; yo pediré un coche oficial para que me lleve a Cabo Pino cuando termine la reunión. Puede ser una reunión muy larga y además esperarán que acompañe al grupo para que queden todos bien instalados en Torremolinos.
No tenía entonces Bernal la menor idea de lo que le aguardaba aquella noche.
Avanzaban ahora por las calles de Málaga, engalanadas ya con serpentinas y banderolas para la famosa feria anual. El edificio del Gobierno Civil era una imponente mole que se alzaba bajo el acantilado en el que se elevaban los sólidos muros de la impresionante alcazaba mora y más arriba los del castillo de Gibralfaro.
A las 5.30 de la tarde, el calor en el puerto era sofocante y Bernal empezó a sudar cuando cruzaba la plaza de la Aduana bajo la humosa luz del sol. La calina cubría totalmente la bahía. La luz del sol que habían disfrutado desde el cómodo Mercedes de ventanillas antideslumbrantes en los trechos más altos de Guadalmedina entre los árboles del Cerro de Mallén, había desaparecido casi por completo. La ausencia prácticamente total de brisa y el ambiente polvoriento y oscuro empezaron a afectar a Bernal como un presagio amenazador de lo que iba a pasar. Se preguntó el comisario por qué tantos extranjeros ricos habrían escogido tradicionalmente aquel clima tórrido por razones de salud: quizá sólo pasaran allí los meses de invierno y marcharan a zonas más templadas en la época más calurosa del verano. Sonrió al recordar el viejo dicho de los campesinos: «De Virgen a Virgen, fuerte pega el sol»; el mes que va de la Virgen de la Paloma (el 16 de julio) hasta la Asunción (el 15 de agosto) era el período de la canícula, los días en que el calor es más fuerte y Sirio sale y se pone con el sol.
A la entrada del Gobierno Civil, Bernal encontró a los guardias medio dormidos en el pórtico escasamente más fresco que la parte sombreada de la plaza. Cuando les mostró la placa dorada, le saludaron en posición de firmes y le indicaron la escalera principal que conducía a la oficina del gobernador. Uno de los guardias acudió entonces al teléfono interior, según advirtió Bernal, seguramente para anunciar su llegada. En la amplia y bien distribuida oficina, que daba al Paseo del Parque y al principal puerto comercial de la ciudad, Bernal encontró al gobernador de la provincia, reunido con el jefe de policía local.
– ¡Al fin le conozco! ¡Comisario Bernal de Madrid! Encantado de saludarle. Aquí seguimos todos sus casos con gran interés.