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El gobernador civil le estrechó efusivamente la mano y le presentó al jefe de policía.

– Nos pilla usted repasando las instrucciones que hemos recibido del Ministerio del Interior para organizar la Operación Guardacostas. Veo que le han asignado a usted el centro costero más conflictivo de la provincia, Torremolinos.

El jefe de policía le miró con lástima.

– El inspector que está al mando allí, Jorge Palencia, es una persona muy capacitada e inteligente, y les facilitará alojamiento oficial para todo el grupo en la comisaría de la plaza de Andalucía.

– Es sumamente tranquilizador y muy amable por su parte -dijo Bernal-, pero me gustaría hacerles una sugerencia. Esta operación ha de llevarse a cabo en el más absoluto secreto. Si los comandos de ETA ya están instalados en toda la Costa del Sol, seguro que mantienen una estrecha vigilancia en todas las comisarías de policía para detectar cualquier actividad especial e identificar al personal adicional enviado por el Gobierno. Preferiría mantener a mi grupo completamente de incógnito, a ser posible, y sin demasiado contacto con la Policía Nacional y con la Guardia Civil. Sería conveniente alquilar unas oficinas en otro edificio, aunque con comunicación telefónica constante con ambas fuerzas, claro.

El gobernador miró fijamente al jefe de policía, que contestó:

– Entiendo el punto de vista del señor comisario. Es fácil vigilar las comisarías, y con los millones de turistas que van y vienen en estos momentos en todos los centros turísticos sería muy difícil detectar la vigilancia ilegal que puede haber colocado ETA, incluso en este edificio.

El gobernador miró nervioso por el ventanal el tráfico del puerto que empezaba ahora a aumentar en el muelle de Heredia.

– Daré mi autorización, comisario, sobre todo porque nos han asegurado que el Ministerio correrá con los gastos de toda la operación. De no ser así, creo que nuestro presupuesto no nos lo permitiría. ¿Qué otras medidas especiales recomienda usted?

– Prohibición total de aparcar vehículos junto a los edificios oficiales, gobernador. Aunque de momento no tenemos pistas en cuanto a la forma que adoptará la amenaza terrorista, una vieja treta suya es utilizar coches bomba. No sólo colocando pequeñas cargas explosivas con interruptores en la parte inferior de los vehículos aparcados, sino también convirtiendo un coche robado en una bomba activada por control remoto lleno de metralla -señaló la fila de coches estacionados a lo largo del bordillo del Paseo del Parque-. Unos kilos de goma-2, cubiertos de clavos, en el maletero de uno de esos vehículos nos convertiría en picadillo.

El gobernador se estremeció y se santiguó.

– Muy bien. Prohibición general de aparcamiento. ¿Algo más?

– Inspección de todos los vehículos sospechosos a cargo del grupo de neutralización de explosivos, antes de remolcarlos. Creo que habría que insistir en que uno de esos grupos permaneciera en alerta aquí en Málaga, listo para acudir a cualquier punto de la costa en el momento necesario. Necesitaremos también detectores de minas y perros entrenados para detectar explosivos plásticos, así como TNT y nitroglicerina.

– Comisario, el problema es que no disponemos de perros suficientes para cubrir toda la zona costera -dijo el jefe de policía.

– No obstante, la Costa del Sol tiene que ser una zona de alto riesgo, como Alicante. Habría que insistir en ello. Mi opinión es que cuando se produzcan las explosiones, el Ministerio se verá obligado a transferir más unidades de estas fuerzas especiales del País Vasco a la costa sur y este.

– Pero tenemos órdenes de impedir las explosiones, comisario -dijo el gobernador.

– He de decirles a ambos que las instrucciones que nos han dado me parecen imposibles -contestó pesimista Bernal-. Nos han proporcionado las fotografías, los nombres y los alias de diez personas, y nos han dicho que revisemos los libros de registro de miles de hoteles, pensiones y albergues, que mantengamos control permanente de los vuelos nacionales e internacionales que llegan al aeropuerto de Rompedizo, que vigilemos a todos los pasajeros que lleguen por Renfe, por la estación central de Málaga, y los que lo hacen por la línea de la costa, hasta Fuengirola. Pero ¿y si los terroristas hubieran llegado ya y estuvieran instalados en apartamentos de la costa? ¿Cómo daría con ellos esta vigilancia exhaustiva?

– Tenemos que vigilar todas las carreteras -dijo el gobernador, con aire aún más alarmado-. En especial la nacional 334 de Madrid y la nacional 340 Cádiz-Barcelona.

El jefe de policía movió la cabeza.

– Sencillamente no disponemos de los hombres necesarios.

– Tendremos todo el potencial humano que sea necesario -dijo el gobernador-. He pedido a la Guardia Civil que disponga patrullas de carretera extra, a la Policía Municipal que vigile las carreteras de todos los pueblos y a la Comandancia de Marina que estreche la vigilancia en los puertos y costas. Mantienen una vigilancia constante por radar.

– Ah, me alegra que lo haya mencionado -dijo Bernal-. Debemos pensar que ETA habrá tenido en cuenta todas las medidas que hemos mencionado y que intentará adelantarse a ellas. Si se acercaran por el mar, no podría detectarse, sobre todo si lo hicieran con esquifes de plástico o de cristal de fibra, que no son detectados por el radar. Tendrá que haber patrullas permanentes de guardacostas.

– Se ha llamado a servicio a todos los hombres, comisario. Y el Ejército y la Armada están sobre aviso.

– Tengo la terrible impresión de que no será suficiente -dijo Bernal muy despacio, con una súbita sensación de malestar-. Creo que ETA militar lo tenía ya todo bien atado antes de enviar el ultimátum al Gobierno.

Pasaba las 9.45 de la noche cuando Bernal y todo su grupo salieron de la reunión celebrada en el edificio del Gobierno Civil de Málaga, rumbo a Torremolinos. Navarro había llegado en un coche oficial, conducido por un chófer desde Madrid, con Juan Lista y Carlos Miranda, así que Bernal se reunió con ellos en la parte de atrás del gran Seat, mientras que Elena Fernández, que había llegado de Sotogrande en su Renault Fuego, recogió a Ángel Gallardo. Como era propio de él, éste había conseguido que le llevaran de Benidorm a Alicante, y desde allí había ido en el coche de línea a Málaga y había llegado un poco tarde a la reunión.

Navarro les comunicó que había reservado cuatro habitaciones en el Hotel Paraíso, con la ayuda del inspector de policía local, Jorge Palencia, que había presionado un poco al director.

– Todas las habitaciones son dobles, jefe, así que una será para ti, otra para Elena, y los demás las compartiremos.

– No te preocupes, Paco -comentó Bernal, mientras irrumpían en el denso tráfico de la nacional 340 en dirección sur-. Tú o Ángel podréis usar mi habitación durante casi todo el tiempo. Como sabéis, tenía pensado pasar quince días de vacaciones en una casa junto a la costa, así que, con un poco de suerte, quizá pueda ir a dormir todas las noches.

– Si no, jefe, Ángel podría hospedarse en alguna pensión próxima.

– De momento, que ocupe mi habitación -dijo Bernal, encendiendo un Káiser y fumando ávidamente-. Hay que convencer al director del hotel de que ésta es una operación secreta y que queremos pasar por turistas normales y corrientes.

Navarro miró de soslayo al jefe y pensó que aquello sería bastante difícil. Al menos los demás llevaban pantalones de verano y camisas deportivas y se había fijado en que Ángel tenía un aire casi punk con aquellos pantalones tan amplios y aquella camisa tan exagerada, mientras que Elena podía pasar, aunque quizá resultara algo más elegante de la cuenta para aquella zona de la Costa del Sol; encajaría mejor en Marbella. El verdadero problema sería el propio comisario: con aquel traje ligero dado de sí y corbata y, sobre todo, con aquel extraño parecido con el difunto generalísimo, además de la cara redonda, la cabeza calva y el bigote afeitado hacia atrás desde el labio, Navarro realmente no creía posible que alguien pudiera verle más que como figura de autoridad. Tendría que decirle a Elena que hiciera algo por cambiar la apariencia del comisario.