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– Venga a contener a esa gente -le dijo al agente- y a ver si puede dispersarla en cuanto localice a los testigos.

El cadáver estaba en una zona sin iluminar. Los dos oficiales de policía se acercaron al grupo de unos doce veraneantes y les enfocaron con las linternas.

– ¿Quién de ustedes lo encontró?

– Yo -dijo un individuo maduro, con bermudas-. Llamé al dueño de aquel bar y él les telefoneó, cuando vimos que no había ninguna esperanza de reanimarle. Es un chaval, además.

Llegó el dueño del bar.

– He llamado a una ambulancia, aunque no hay señales de vida.

– ¿Alguno de ustedes le vio caer? -preguntó Bernal.

Sólo el veraneante que lo había encontrado tenía algo que decir.

– Tropecé con él cuando buscaba la pelota de tenis de mi hijo pequeño que la había perdido en la oscuridad. Los chavales estaban jugando allí, al pie de la escalera. No vi a nadie junto al cuerpo.

El inspector Palencia se inclinó sobre el cadáver que, echado sobre el costado izquierdo, le daba la espalda. Vestía una camisa azul de cuadros y pantalones vaqueros. Buscó con cuidado el pulso en la muñeca derecha, pero no tenía pulso.

– Tiene la ropa seca -le dijo a Bernal-, así que no ha estado en el agua. El cuerpo aún está caliente.

Bernal siguió de pie junto a él y enfocó la linterna hacia la playa y las rocas. Palencia dio la vuelta hacia el otro lado para iluminar la cara con la linterna.

– Dios mío -murmuró a Bernal con voz trémula-. Es uno de mis hombres. Estaba de servicio en las escaleras que bajan desde la zona residencial.

Se arrodilló, apoyó la oreja en el pecho del hombre y escuchó.

– Ni respiración ni latidos cardíacos.

– ¿Lesiones visibles? -preguntó Bernal.

– No se ve ninguna. No hay rastro de heridas.

– Quizá le golpearan en la cabeza -dijo Bernal.

– ¿Un golpe en la cabeza, cree usted?

– Quizá. Podría haber muerto por fractura de cráneo.

Palencia comenzó a explorar con las manos la cabeza del hombre muerto.

– Será mejor dejárselo al forense -dijo Bernal amablemente.

– Probamos la respiración artificial durante más de quince minutos -dijo el dueño del bar-, y también la reanimación boca a boca, pero no reaccionó.

– Así que tuvieron que mover el cuerpo. ¿Cómo estaba cuando lo encontró usted? -preguntó Bernal.

Ahora habló el veraneante maduro.

– Casi boca abajo, con la cabeza un poco vuelta hacia la derecha, pero en el mismo sitio.

Bernal barrió con el haz de la linterna la arena alrededor del cadáver, que estaba completamente pisoteada.

– ¿Vio usted a alguien llegar de esta parte de la playa cuando salió a buscar la pelota de tenis?

– No, a nadie, y tampoco encontré la pelota.

Palencia sacó un cuaderno y pidió el nombre y dirección a los testigos; les dijo que el juez de instrucción les citaría para que prestaran declaración.

– Llame por la radio y averigüe qué le pasa al médico -dijo el inspector al agente.

Bernal miró los coches aparcados a ambos lados del Paseo Marítimo y a unos treinta metros; luego se volvió al dueño del bar.

– ¿Vio usted a alguien que se marchara en un vehículo de delante de su bar?

– Bueno, yo andaba entrando y saliendo, sirviendo a los clientes que se sientan fuera. Los coches iban y venían, pero no presté atención especial. Muchos coches llegan hasta aquí para girar -señaló la playa-. No vi a nadie que viniera de aquí. Es demasiado tarde ahora para los bañistas.

– ¿Pero se fijó usted en alguien que se alejara desde aquí hacia las rocas?

– Por allí no puede pasarse, señor; el mar cubre las rocas bajas casi siempre y hay una escarpadura desde el Castillo del Inglés que queda arriba -señaló la oscura mole del acantilado que quedaba sobre ellos-. Por la costa no puede llegarse hasta La Carihuela, a no ser en barca, claro.

Bernal se volvió a Palencia, que seguía arrodillado junto al cuerpo sin vida de su agente.

– Tendrá que llamar a más hombres para que registren la playa. Y necesitará también al fotógrafo de la policía. Su agente no lleva muerto mucho rato, y debe considerar su muerte sospechosa. Sería demasiada casualidad que un joven policía sano muriera repentinamente de un ataque al corazón.

El inspector volvió al jeep para pedir refuerzos, y en el mismo momento los faros de un coche que giraba al final del paseo barrieron la playa aparentemente desierta. El médico de la policía corrió hacia ellos, y saludó al inspector, que le presentó al comisario Bernal. El médico abrió el maletín y sacó un estetoscopio; desabotonó la camisa del difunto y le auscultó el pecho.

– Echen a esa gente, si pueden, quiero tomar la temperatura rectal. Creo que no lleva mucho rato muerto -entregó al inspector un termómetro de aire-. Por favor compruébelo por mí. Tendré que calcular el tiempo transcurrido desde el momento de la muerte.

Mientras el agente hacía retroceder a los mirones hacia el paseo, Bernal empezó a caminar por la playa hacia la zona rocosa, iluminando cuidadosamente con la linterna a uno y a otro lado mientras avanzaba. En la arena había miles de huellas de pisadas de los cientos de veraneantes que la habían cruzado y recruzado durante el día, y durante muchos días, se dijo, ya que la marea alta no alcanzaba aquella parte de la playa, al menos, por lo que parecía, no durante el verano.

De pronto tropezó con un montón de arena y estuvo a punto de caer en un gran agujero junto a las rocas bajas. Los chiquillos habrían estado haciendo castillos de arena, pensó. Cuando iba a seguir ya su camino hacia la orilla del agua, volvió a alumbrar con la linterna el agujero y examinó sus bordes. La arena que habían sacado para hacerlo estaba todavía muy húmeda, lo cual le sorprendió, pues hacía más de dos horas que había oscurecido y parecía poco probable que hubiera habido niños allí hasta tan tarde. Advirtió que los bordes del agujero tenían marcas de una pala grande. ¿Habrían usado los niños semejante herramienta? Se arrodilló junto al hoyo y vio algo que brillaba. Buscó su cortaplumas y sacó con él el objeto brillante. Era sólo una concha, nada más. Tanteó cuidadosamente con el cortaplumas el fondo del agujero, que tenía más de medio metro de diámetro y casi medio metro de profundidad, pero no encontró nada. Observó su forma cuadrada, casi como si hubiera albergado una caja. Aquello no era obra de niños, pensó. Siguió su camino, buscando más marcas de excavaciones, pero no encontró nada.

Vio ahora una ambulancia y un coche grande que se acercaban a toda prisa por el Paseo Marítimo. Inició el camino de vuelta. Al pasar de nuevo junto al montón de arena y el agujero, volvió a iluminar el lugar con la linterna, y vio un pequeño objeto blanco que antes había pasado por alto. Lo tocó con el cortaplumas y lo identificó como una colilla de cigarrillo. Buscó en la chaqueta un par de pinzas y una bolsita de plástico. Recogió con cuidado la colilla, y la olió. Negro. Seguramente Ducados, a juzgar por el filtro blanco. La guardó en la bolsa, por si fuera preciso su análisis pericial; tendría rastros de saliva.

Vio que ya había llegado el juez de instrucción, y también el fotógrafo de la policía, que lanzaba espectrales destellos de magnesio, bañando toda la zona de una blancura absoluta. A esta luz blanquecina, Bernal creyó ver entre los parasoles, a lo lejos, dos figuras oscuras que se alejaban por la costa hacia el Lido. Volvió al grupo oficial; el inspector Palencia le presentó al juez, éste autorizó el levantamiento del cuerpo y su traslado al depósito de cadáveres de Málaga, donde le sería practicada la autopsia.

– Hay que procurar que esto no llegue a la prensa -murmuró Bernal a Palencia-. ¿Quiere decírselo al juez y averiguar si podría llevarse a cabo la autopsia en el hospital militar?

El juez aceptó inmediatamente la propuesta y todos se quedaron mirando a los camilleros colocar el cadáver en una camilla. Aplastado en la arena bajo el cuerpo, había un pequeño transmisor-receptor negro.