– Ha perdido algo en el acantilado. No entendí bien qué.
– Pues que vaya a buscarlo por la mañana, sea lo que sea. Vamos a ver esos clubes de la zona residencial. Recuerda que los vecinos se quejan de que la música sigue pasadas las cuatro de la madrugada.
El viernes 30 de julio a las 8.20 de la mañana, el comisario Luis Bernal esperaba en el andén de la Estación del Norte de Madrid el electrotrén para Salamanca que tenía la salida a las 8.30. Viajaba lo más ligero de equipaje posible; sólo llevaba un maletín con una muda de camisa y ropa interior y un par de pantalones ligeros. Dada su corpulencia y lo mucho que sudaba normalmente, procuraba evitar el intenso sol matinal; a aquella temprana hora, el termómetro ya había alcanzado los veinticinco grados. Aunque aquel viaje concreto no era precisamente de su agrado, era un alivio poder escapar, aunque fuera sólo temporalmente, del agobiante calor de la capital en pleno verano.
Bernal había pasado la mañana anterior en el bufete de un famoso abogado de la calle de Antonio Maura, estudiando la posibilidad de presentar una solicitud de divorcio; su esposa Eugenia seguramente se opondría por todos los medios a la disolución de un matrimonio del que ninguna de las partes podía decir que hubiera disfrutado. Luis estaba seguro de que lo que la hacía obcecarse en su actitud era la perspectiva de perder su estado civil, no en Madrid, donde no tenía vida social digna de mención, aparte de sus frecuentes coloquios con la alocada portera, sino en su pueblo, cerca de Ciudad Rodrigo, donde, como hija mayor, había heredado de su padre casi toda la tierra de la zona, prácticamente improductiva. La conocían allí como la Pétrea, o como la Comisaría.
El famoso abogado había aconsejado a Bernal que hiciera una última tentativa para convencer a Eugenia de que accediera a la separación formal, que derivaría posteriormente en divorcio por mutuo acuerdo y ahorraría a ambos años de demoras legales y que, además, permitiría una adecuada y correcta separación de bienes. Pero Bernal no era muy optimista respecto a sus posibilidades: hacía dos años que intentaba conseguir el consentimiento de Eugenia. Reconocía ahora que había puesto las cosas más difíciles por el hecho de haber seguido cohabitando con ella, al menos en el sentido formal. Si se hubiera trasladado definitivamente a su apartamento secreto de la calle de Barceló y se hubiera limitado a enviar a Eugenia una parte de su sueldo mensual para cubrir sus gastos de manutención y los gastos de su anticuado piso próximo a la calle de Alcalá, en tal caso, según le había explicado el famoso abogado, ahora no tendría problema para conseguir como mínimo una orden de separación.
¿Por qué siguió regresando día tras día a aquel espantoso domicilio, ingiriendo lo que se atrevía a tomar de los horrendos guisos de Eugenia y escuchando su incesante retahíla de lamentos sobre la sociedad moderna, amén de sus increíbles conversaciones con la portera medio loca? Volvía a última hora del día y se encontraba a Eugenia de rodillas ante la imagen, mitad del tamaño natural, de Nuestra Señora de los Dolores, y se acostaba luego cautelosamente junto a su austera y casta figura en el colchón deforme y combado, sostenido precariamente por el chirriante catre en aquella parodia de cámara nupcial… ¿Es que nunca sería capaz de deshacer aquel estrecho lazo amarrado por cuarenta años de costumbre, y del que, como bien comprendía ahora, dependía en parte?
Él no era nada eficaz cuidando de sí mismo, no sabría ocuparse de tareas domésticas como lavar o planchar, cocinar o hacer las camas, pero ganaba más que suficiente para pagar a alguien que lo hiciera por él, por supuesto. En su apartamento secreto, del que nada sabía su esposa, su amante Consuelo se ocupaba de todo, dividiendo el tiempo entre su trabajo en el Banco Ibérico, el cuidado de su madre inválida, y atender las necesidades sentimentales y domésticas de Bernal. Consuelo tenía cuarenta y tres años, unos dieciocho menos que Bernal, y poseía una gran energía y joie de vivre, sólo temporalmente mermadas, esperaba Bernal, por el dolor de la pérdida de su primer y único hijo (una niña). Pero Bernal estaba seguro de que volvería a ser la misma en uno o dos meses, en cuanto superara la reciente desgracia y su única incursión en la maternidad. Había conseguido que su hermano le dejara el dúplex de la nueva urbanización costera Puerto de Cabo Pino, cerca de Fuengirola, y deseaba que él se reuniera con ella el 2 de agosto para pasar juntos el resto del mes en la Costa del Sol, pese a que ninguno de los dos tomaba nunca el sol, ella porque tenía la piel muy clara y delicada y él por su constitución pesada y su palurda prevención contra todo lo que significara padecimiento innecesario.
Desde su punto de observación bajo los arcos de hierro forjado de la Estación del Norte, contemplaba Bernal la muchedumbre de viajeros que esperaban bajo el fuerte sol los trenes que les llevarían a Galicia y Portugal. Su experta mirada policial identificaba a los delincuentes de poca monta en los andenes atestados: mendigos y ciegos falsos, carteristas y ladrones de equipajes, falsos agraciados con décimos de lotería que, mediante el truco del tocomocho, intentaban convencer a los incautos de que tenían un boleto premiado en el último sorteo y que, por problemas familiares, les era imposible acudir a cobrarlo a la administración y estaban dispuestos a vendérselo a la víctima por una pequeña parte de su valor.
En su juventud, Bernal había tenido que tratar con aquellos delitos, que entonces parecían más numerosos e ingeniosos que en la actualidad; el auge económico de los años sesenta había reducido considerablemente la mendicidad y los fraudes menores de este tipo, pero la crisis petrolera de los años setenta había llevado a un nuevo resurgimiento de los mismos. Como jefe del Grupo de Homicidios Número 1, de la Brigada Criminal de la Policía Nacional, Bernal se ocupaba ahora de casos mucho más graves y en ocasiones de trascendencia nacional y, según él, mucho más difíciles de solucionar.
Encendió un Káiser y consultó el reloj de pulsera. Hasta el momento, su tren sólo llevaba diez minutos de retraso; y justo entonces vio el electrotrén rojo y plata que entraba en el andén. Tenía reserva de primera clase, así que no intentó abrirse paso entre los apresurados viajeros para subir al tren.
A primera hora del sábado 31 de julio, el inspector de guardia de la comisaría de la Policía Nacional de la plaza de Andalucía suspiró mientras examinaba la larga hilera de objetos perdidos colocados en la mesa, que ocupaba todo el largo del cuarto de guardia. Parecía mayor de lo que solía ser los viernes por la noche el botín de bares, clubes nocturnos y discotecas de Torremolinos.
El inspector refunfuñó al empezar a redactar la lista de más de ciento cuarenta objetos, casi todos talonarios de cheques de viaje, carteras con permisos de conducir, documentos de identidad nacionales o pasaportes, y cantidades considerables de dinero en diferentes monedas. Había que catalogarlo todo con los correspondientes nombres de los propietarios cuando era posible descifrarlos. El verdadero quebradero de cabeza del inspector, como siempre, eran los nombres extranjeros, pues nunca sabía exactamente cuáles eran los nombres y cuáles los apellidos, cuáles eran sus domicilios actuales y cuáles simplemente los lugares de nacimiento. Los verdaderamente complicados eran los pasaportes marroquíes, escritos en francés y árabe.
El inspector sabía por experiencia que al día siguiente por la tarde reclamarían casi todos los pasaportes y documentos de identidad, alegando sus propietarios que se los habían robado, aunque, en la mayoría de los casos, lo cierto era que se les habían caído del bolsillo cuando se hallaban demasiado bebidos para darse cuenta. Nunca dejaba de sorprenderle, sin embargo, la notable cantidad de cheques de viaje y dinero que nadie reclamaba; ¿estarían los propietarios demasiado asustados incluso para acudir a la comisaría a preguntar? ¿O daban su propiedad ya irremisiblemente por perdida? Suponía el inspector que si pretendían hacer reclamaciones a las compañías de seguros, éstas exigirían una copia de la denuncia oficial presentada para pagarles. Aunque era probable que ni siquiera se molestaran en hacer un seguro.