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Mientras se afeitaba lo más de prisa posible en el cuarto de baño de su habitación, oyó agitarse a Consuelo.

– ¿No irás a marcharte otra vez tan pronto, verdad, Luchi?

– Tengo que irme, cariño. Hay mucho que hacer.

– Ya no creo que podamos hacer unas auténticas vacaciones antes de que concluyas este caso. ¿Cuánto crees que os llevará?

– Imposible saberlo. En realidad, como mínimo, hay dos casos; el problema nacional de ETA militar colocando bombas en los centros turísticos; y el extraño caso de cinco jóvenes extranjeros desaparecidos. Ahora parece que los terroristas están cambiando de táctica, a juzgar por el pequeño artefacto que explotó anoche en Benalmádena. Quizá se deba a que al haber colocado patrullas de vigilancia y acordonado las playas les hemos puesto en un aprieto y no les es posible seguir empleando las mismas tácticas que han empleado en otros sitios, lo que les obliga a colocar pequeñas cargas en zonas libres en las que pueden ponerlas sin ser vistos.

»Pero desde luego hará más difícil la vigilancia, porque habrá que intentar cubrir todos los accesos a los hoteles y apartamentos, así como a los jardines públicos. Y además está el problema de los cinco extranjeros desaparecidos. Seguimos estancados, no hay ninguna pista.

– ¿Estáis seguros de que existe una relación entre todas las desapariciones, Luis?

– No podemos estarlo, pero creo que hay demasiados detalles para que sean pura coincidencia -hizo una pausa y la miró mientras se ponía la camisa y la corbata-. ¿Sabes que presiento la presencia de un asesino allí en Torremolinos? Hasta he soñado con él esta noche, soñé que le veía. ¿Crees que es posible? ¿Soñar con alguien de cuya existencia ni siquiera estás seguro?

Ella asintió lentamente.

– Creo que sí. En realidad, puede que le hayas visto sin darte cuenta y que algo de su mirada quedara registrado en tu subconsciente.

– Pero si existiera realmente ese asesino psicópata, seguramente manifestaría todos los signos de absoluta normalidad exterior, mientras acechaba en la sombra a una nueva víctima. No tengo hechos para seguir adelante, pero es un presentimiento fuerte y apremiante.

– Ya has tenido ese tipo de presentimientos otras veces, Luis, en otros casos. Pensemos cómo podría llevar a cabo tales actos en un lugar tan concurrido. ¿Crees que seduce a esos jóvenes con algún pretexto, que les lleva a un sitio retirado y les asesina?

– Si así fuera, ¿cómo se deshace luego de los cuerpos, eso sin mencionar la ropa y el equipaje?

– Podría llevarlos a un lugar muy remoto, arriba en las colinas.

– En cuyo caso necesitaría un vehículo y, desde ayer, tendría que haber pasado los controles de la Guardia Civil.

– También podría ser un edificio en pleno centro, al cual sólo él tuviera acceso -dijo Consuelo pensativa.

– Como siempre, tu mente lógica de banquera me hace ver el problema con más claridad, cariño. Pero en un lugar tan atestado de edificios como Torremolinos, apenas quedan zonas naturales donde pudiera abandonarse un cadáver sin que alguien lo descubriera casi de inmediato. Incluso las colinas más próximas son frecuentadas y transitadas por miles de veraneantes. Y suponiendo que el asesino se deshiciera de los cuerpos arrojándolos al mar, no le sería fácil coger un barco y salir de La Carihuela sin que alguien se diera cuenta de que algo pasaba. De todas formas, a estas alturas habría que esperar que el mar devolviera los primeros cadáveres a la costa.

– ¿Y si los guarda en uno de los edificios del pueblo? Puesto que en agosto el lugar está ocupado casi al ciento por ciento, no será nada difícil averiguar si hay alguna vivienda o garaje vacío, porque los vecinos más próximos lo sabrán.

– Tienes mucha razón. Diré a Lista y a Miranda, que se encargan de los registros casa por casa, que pregunten por edificios vacíos. Hay miles de apartamentos, claro, pero los inquilinos notarían el olor… con este calor, un cadáver empezaría a descomponerse rápidamente.

Consuelo sintió un escalofrío.

– Y también advertirían si el piso de al lado estaba vacío, porque sería muy extraño que así fuera en plena temporada. Desde luego, hay que contar con la curiosidad de la gente.

– Lo investigaremos -Luis miró por la ventana-. Ha llegado el conductor.

– ¿No te preparo el desayuno?

– Tomaré algo en Torremolinos cuando recoja al inspector Palencia. Ahora procura pasarlo bien todo el día con tu cuñada, pero no os acerquéis a las playas ni a los parques.

– Eso no nos deja muchas opciones. Propondré llevar a los niños a Marbella de compras y comer allí.

– Es una buena idea, pero no os sentéis junto al ventanal de ningún restaurante que dé al paseo marítimo, ¿prometido?

Después de las alarmas nocturnas, la inspectora Elena Fernández durmió hasta que, a las 10.45, la despertó el creciente y animado murmullo de los veraneantes camino a la playa. Se sintió culpable por dormir tanto, así que se levantó de inmediato y se miró en el cuarteado espejo que había sobre el lavabo, buscando picaduras de insectos. Mientras se lavaba y se maquillaba, pudo oír a algunos de los extranjeros que protestaban en inglés bajo su ventana.

– ¡No nos dejan ir a la playa! ¿Has oído alguna vez algo parecido? Y los policías no explican por qué.

– Nos iremos a otra parte. Este lugar es insoportable.

– Pero pasa lo mismo en toda la costa. ¿No habéis leído la edición internacional de los periódicos? ¡Son los terroristas vascos que están poniendo bombas en las playas!

– Pero aquí todavía no ha habido ninguna explosión, ¿verdad?

– Todavía no. Anda, vamos al Britannia a tomar una copa para la resaca.

Así que las autoridades de Madrid no habían podido ocultar las noticias a la prensa extranjera, pensó Elena. Pero su jefe ya sabía que sería imposible tapar una historia como aquélla, que a estas alturas estaría dando la vuelta al mundo. Puso el pequeño transistor para oír el parte de las once de Radio Nacional.

Ya vestida, se asomó al balcón e intentó ver lo que ocurría a lo lejos en las playas. Junto a los dos bares ingleses vio lo que parecía un almacén, y decidió que iría nada más desayunar a comprar un insecticida. De pronto vio subiendo la colina, en dirección contraria a la mayoría de la masa de turistas de atuendos variopintos, a un hombre alto, fornido, de cabello oscuro y tez morena, que llevaba un paquete grande envuelto en plástico negro.

Elena se estremeció involuntariamente y se escondió rápidamente cuando el individuo alzó hacia ella su ávida mirada amenazadora. ¿Sería, acaso, el siniestro amante de los gatos que había visto en la azotea la noche anterior? Se volvió hacia la puerta y fue a buscar a Ángel Gallardo casi corriendo.

El comisario Luis Bernal y el inspector Palencia se demoraron más de lo previsto tomando los croasanes calientes y el café en una cafetería de la plaza de Andalucía y no llegaron al hospital militar de detrás de la colina de Gibralfaro, sobre Málaga, hasta las 9.20 de la mañana. Encontraron al doctor Peláez en el laboratorio, con las gafas de gruesa montura colocadas sobre la cabeza, al estilo de los pilotos, y con sus ojos miopes pegados al microscopio binocular.

– ¡Ah! Sacaremos una fotografía ampliada de eso -le estaba diciendo al patólogo y a un técnico de la localidad-. ¿Lo ven? El proceso transverso de la primera vértebra cervical está fracturado, y la arteria vertebral rota -se echó hacia atrás para permitir al patólogo echar una mirada-. Como puede suponer, la sangre recorre el vaso sanguíneo hasta la base del cráneo, provocando la muerte en pocos minutos.

– Nunca he visto semejante fenómeno, doctor -murmuró el patólogo militar, con admiración.

– Es rarísimo, desde luego, y hasta hace unos diez años se creía que había siempre un pequeño aneurisma en la circulación cerebral, aunque nadie pudo localizarlo nunca. Todo está escrito en Cameron y Mant, 1972.