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Sin pasar del umbral de la puerta, Bernal tosió para indicar su presencia y Peláez alzó la vista.

– Oh, ya has llegado, Luis. Desde luego, tengo que admitir que nunca me llamas en vano. Éste es el tercer caso de este tipo que he visto.

Bernal presentó a Palencia y luego preguntó:

– ¿Cuál fue la causa de la muerte del joven policía, Peláez?

– Vengan los dos, si pueden soportar ver un cadáver muy pulcramente diseccionado -se volvió al patólogo de Málaga-. He de felicitarle por su habilidad, doctor. Es un diseccionista extraordinariamente diestro, Luis.

Impaciente ahora por los galimatías técnicos y la habitual y un tanto falsa coba mutua de los profesionales, Bernal dijo:

– Vamos allá. Vayan delante.

Los cuatro entraron en el gélido depósito de azulejos blancos; el viejo encargado retiró la sábana de la cabeza patéticamente joven de Antonio García, cuyo cráneo había sido cortado en trocitos por el famoso patólogo. Bernal notó que el inspector malagueño se tambaleaba a su lado y aguantó por el brazo al pálido oficial.

– Ánimo, Palencia -susurró-. Pronto pasará.

– Bien, caballeros -retumbó casi teatralmente Peláez-, quiero que observen ustedes el lado derecho del cuello bajo el lóbulo de la oreja. ¿Ven algo?

Bernal se inclinó para mirar bien de cerca, con el estómago revuelto por la densa mezcla de los olores de la incipiente putrefacción y formalina.

– No, no hay ninguna marca.

El famoso patólogo retiró suavemente el pliegue de lo que fuera en tiempos sana piel enjuta que cubría la curva de la parte inferior de la oreja hacia el cabello negro rizado del cuero cabelludo.

– ¿Y ahora ves algo?

– Una pequeña rozadura, del tamaño de una perra chica.

– Exactamente, Luis. Tiene casi exactamente el diámetro de una antigua moneda de cinco céntimos.

– Hay un minúsculo corte irregular a un lado.

– Muy bien. Hemos hecho una foto ampliada para ustedes. Vamos ahora a su oficina, doctor. Ya puede ordenar aquí -dijo al anciano de aire abatido que parecía ser el único guardián de aquel lugar necrófago.

Cuando estuvieron reunidos en el ambiente algo más agradable del despacho del médico militar, éste preguntó:

– ¿Quieren que pida unos cafés, señores?

– Buena idea -dijo Peláez fijándose en la palidez de los policías-. Dígales que traigan también un poco de Carlos III para rociar los cafés de estos dos.

Bernal sacó su cajetilla de Káiser y ofreció a los otros antes de encender un cigarrillo.

– Ahora explícanos la causa de la muerte en lenguaje llano, Peláez.

– Ya sabes que yo nunca hablo en términos profanos. La muerte fue causada por hemorragia traumática subaracnoide debida a lesión de la primera vértebra cervical.

Bernal había visto suficientes informes forenses en su larga carrera profesional como para entender claramente.

– O sea, que fue homicidio.

– Es casi seguro. Es muy difícil que tal lesión se produjera accidentalmente en una playa de arena suave. Ocurre poquísimas veces; el golpe podría haber sido propinado por un profesional, aunque a veces se produce de forma más arbitraria, por ejemplo en peleas de borrachos.

– ¿Pero cómo ocurrió en este caso concreto? -preguntó con calma Palencia-. La columna vertebral no resultó dañada, ¿o sí?

– Fue un golpe a un lado del cuello debajo de la oreja, una zona que en las autopsias rutinarias no se disecciona. De todas formas, es muy fácil pasar por alto la marca externa, porque queda oculta por los pliegues de la piel.

– ¿Cómo se propina normalmente el golpe? -preguntó Bernal.

– Con el puño, con el canto de la mano o con el pie calzado.

– ¿Le dieron una patada cuando ya estaba en el suelo? -preguntó Palencia con repentina furia.

– No lo creo. El diminuto corte irregular seguramente fue producido por un anillo que llevara en el dedo meñique de la mano izquierda el agresor.

– O sea que se trata de un profesional -dijo Bernal. Pensó en ello durante unos instantes mientras Peláez mordía la punta de medio Coronas y lo encendía con un encendedor-. El agresor era alto -especuló Bernal-; en cualquier caso, más alto que la víctima. Y zurdo, y llevaba un anillo en el dedo meñique de la mano izquierda. Se acercó a García por detrás, ligeramente hacia la derecha, y le propinó un golpe tajante con el canto de la mano izquierda en el cuello bajo la oreja derecha.

– Así es. Así lo reconstruiría yo -dijo Peláez en tono aprobatorio-. En cuanto el vaso sanguíneo se rompe, lo cual puede producirse con o sin fractura del proceso transverso de la primera vértebra, la hemorragia cerebral es prácticamente instantánea.

Se volvió entonces a Palencia y prosiguió:

– Su agente no debió sentir prácticamente nada después del golpe fatal.

– ¿Puede saberse quién diablos entrena a la gente para matar de esa forma? -preguntó Palencia furioso.

– Nosotros. El Estado -dijo Bernal con calma-. Cualquiera que se entrene en lucha cuerpo a cuerpo de comandos o fuerzas especiales. Debe haber bastantes etarras que recibieron entrenamiento en tales técnicas en el servicio militar.

– He pedido que hagan una toma especial muy cerca de la marca del anillo, Luis -dijo Peláez-. Seguramente eso podrá llevarles al verdadero anillo, que debe tener una piedra en el centro, seguramente un diamante muy pequeño. Sólo tendrán que encontrar a su propietario.

Sonó el teléfono y el patólogo local contestó.

– Es el jefe de la Guardia Civil -le dijo en voz baja a Palencia-. Quiere hablar con usted.

– Le esperaremos fuera -dijo Bernal.

– No, por favor, no se vayan.

Palencia escuchó con atención, luego tapó el micrófono con la mano y dijo:

– El médico de la Guardia Civil no puede determinar la causa patológica de la muerte del guardia civil hallado muerto anoche en la pista de golf del parador. Pregunta si conozco la causa de la muerte de mi agente.

– Dígale -sugirió Bernal- que sería inteligente por su parte que solicitara los expertos servicios del doctor Peláez, que precisamente está en plena forma aquí en Málaga.

Peláez fumó satisfecho su puro y dijo a Bernal con un guiño:

– Los problemas siempre llegan de tres en tres, Luis.

Elena Fernández llamó a la puerta de Ángel sin obtener respuesta. Bajó las escaleras exteriores hasta el patio y desde allí se atrevió a subir por la otra escalera hasta la habitación de la chica francesa. Las cortinas del cuarto de Ángel estaban echadas, aunque las dos ventanas laterales estaban completamente abiertas. Aprovechó la oportunidad de mirar a la azotea y a la entrada del cuarto de Paulette. Elena sabía que la chica estaba con la mujer del propietario en la planta baja. Probó el picaporte de la ventana, pero estaba cerrada. Agarrándose a la reja de la ventana, consiguió empinarse lo suficiente para ver la azotea. Allí, en el borde del friso, descubrió unas huellas de pisadas, seguramente de suelas de goma, pensó. O sea que el intruso había trepado hasta allí, había cruzado luego la azotea hasta la pared exterior para entrar a la habitación de Paulette por el balcón de la calle, que, como estaba a más de doce metros sobre la calle, no tenía reja de ningún tipo.

Elena saltó, sintiéndose un tanto culpable, cuando un marroquí de cabello rizado asomó la cabeza por la escalera, debajo de ella.

– ¡Eh! ¿Quieres un poco de yerba? Es material de primera.

– No, gracias. ¿No habrás visto por casualidad al intruso que atacó de madrugada, cuando aún no había amanecido, a la chica francesa? Seguramente saltó aquella tapia de allá y se escabulló en el jardín de esa casa en la que el chico practica la trompeta todo el día.

– ¿Yo? No veo nada. Rezando con mis amigos musulmanes en el número cinco -su cara cómica adoptó una expresión seudobeatífica-. Fumamos y rezamos toda la noche. ¿Él amigo tuyo?