El inspector de guardia dejó un momento la lista a medio hacer y encendió un Ducados. Alzó otra vez el télex de la Interpol que había llegado hacía unas tres horas:
Pedimos policía de Málaga información sobre las siguientes personas, cuya desaparición ha sido denunciada por sus familiares:
1. Jean-Paul Morillon, ciudadano francés; estado civiclass="underline" soltero; edad: diecinueve años; natural de Besançon; profesión: camionero; ojos y cabello castaño oscuro; tez oscura, altura: 1,82; peso: 75 kilos; bien formado; sin marcas especiales.
2. Henke Visserman, súbdito holandés; estado civiclass="underline" soltero (menor); diecisiete años, de Rotterdam; profesión: estibador; 1,58 metros, 57 kilos aprox., cabello rubio, ojos azules; marcas especiales: cicatriz de operación de apéndice a la derecha del abdomen.
3. Henry Albert Marks, súbdito británico; estado civiclass="underline" soltero; parado, dieciocho años, de Hackney, Londres; 1,75 metros, 68 kilos, cabello castaño claro, ojos color avellana, tez clara; marcas especiales: tatuaje azul en la parte superior del brazo derecho (un corazón atravesado por una flecha, con el nombre «Tracy»).
Los tres estuvieron en Torremolinos entre el 27 de junio y el 10 de julio pasados.
Sus respectivas familias no han vuelto a tener noticias suyas desde el 2 de julio en el caso de Morillon, el 6 de julio en el caso de Visserman, y el 10 de julio en el caso de Marks.
Se ignora si viajaban juntos o si se conocían. Ninguno de los tres tiene antecedentes penales en ningún país. Enviar cualquier información a la oficina central de París. Fin del mensaje.
El inspector de guardia refunfuñó al comprender lo que tardaría en examinar las denuncias de las últimas cuatro semanas y, más aún, en revisar los montones de fichas de inscripción policiales que debían cumplimentar obligatoriamente los propietarios de pensiones y hoteles con los datos de sus clientes, sobre todo porque sabía perfectamente que era frecuente que no hicieran una ficha para cada huésped cuando llegaban varias personas juntas y que otras veces, dada la baja condición de algunos establecimientos, ni siquiera se molestaban en hacer ficha ni pedir ningún dato a los clientes. Ojalá tuvieran los últimos ordenadores policiales de Madrid para verificar los millones de informes que se hacían anualmente en el aeropuerto de Málaga y en toda la Costa del Sol. De todas formas, era muy probable que aquellos jóvenes hubieran seguido viaje por la costa hacia Marbella, y que durmieran a la intemperie, en cuyo caso no había posibilidad de encontrar su ficha de inscripción. Muchos de ellos pasaban borrachos las veinticuatro horas del día, o colocados con chocolate u otras formas de marihuana, o incluso con drogas más fuertes, que llegaban a Torremolinos vía Algeciras o Málaga y que vendían los marroquíes en algunos bares y discotecas. Aunque la Interpol había enviado el mismo mensaje a todas las comisarías de Málaga, el inspector de guardia no creía que ninguna de ellas dispusiera del personal necesario para revisar todos los informes policiales y las fichas de inscripción de todos los hoteles y pensiones de la costa.
Por experiencia sabía que los jóvenes supuestamente desaparecidos solían viajar sin rumbo fijo por Europa durante meses, e incluso años, llegando a veces hasta Asia y la India, y comunicándose muy pocas veces con la familia, aparte de cuando necesitaban dinero con urgencia. Hacían trabajos ocasionales como lavar platos en bares y restaurantes, y algunos recurrían a delitos menores, o a la prostitución, en cuyo caso, si les detenían, se les expulsaba del país, con la oportuna observación en el pasaporte.
El inspector de guardia dejó a un lado el télex, y siguió con la lista de objetos perdidos.
El comisario Luis Bernal llegó a Ciudad Rodrigo a las 4.40 de la tarde, tras una larga espera exasperante en la estación de Salamanca para tomar el tren local, que llegaba hasta Fuentes de Oñoro, en la frontera portuguesa. Recordaba, de su primer puesto como cadete de la Guardia Civil en aquella zona, que esta línea de ferrocarril, de una sola vía, había pertenecido en principio a una pequeña empresa ferroviaria que fue absorbida a finales de los años treinta por la famosa Compañía del Oeste, que, a su vez, pasaría en 1942 a formar parte de la Red Nacional de Ferrocarriles Españoles.
Los viajes en aquellos viejos trenes parecían interminables, con largas paradas en todas las estaciones para subir al tren el ganado, cargar mercancías, y abastecerse de agua los viajeros; tales paradas permitían a éstos estirar los miembros entumecidos por el viaje en aquellos bancos de listones de madera de los compartimentos de tercera clase, que carecían incluso de pasillo y servicios. Claro que, como apuntó el gran novelista Pérez Galdós, aquélla era la mejor forma de conocer a los compatriotas: en un compartimento típico podían coincidir una campesina que intentaba controlar a dos o tres inquietos chiquillos y a una gallina viva con las patas atadas colocada en la rejilla; un militar o un guardia civil apoyado en la culata de su fusil o ametralladora ligera; un pastor o un tratante de ganado envuelto en su capa de confección casera con un pliegue para las provisiones; una monja inclinada sobre su breviario; un funcionario de segunda que fumaba puritos canarios. Todos ellos compartían sus vituallas para la comida en ruta: la campesina, su enorme tortilla de patatas y cebollas y la «pistola» de pan; el pastor, el chorizo y la bota de vino con sabor a pez; el funcionario, la hogaza partida al medio llena de filetes de ternera fritos; la monja, el cesto de naranjas y caramelos; y el guardia civil, la frasca de aguardiente.
Hacía ya mucho tiempo que este espíritu comunal y afable había desaparecido, pensó Bernal, por la rápida modernización de la sociedad, la llegada del coche familiar, la presencia coactiva de los turistas extranjeros en los trenes modernos, el abaratamiento e impersonalidad esenciales del viaje; todo ello había acabado con la sensación de incertidumbre y aventura que producía en otros tiempos al viajero la inmensa soledad del paisaje español.
Cuando el taxista de Ciudad Rodrigo se detuvo en la plaza mayor del pueblo de Eugenia, Bernal sacó el maletín del portaequipajes y buscó en la cartera las dos mil pesetas que le había pedido, añadiendo doscientas de propina. Le parecía ofensivamente caro, pues todavía recordaba las dos pesetas con cincuenta céntimos que pagaba por el mismo trayecto en tartana en los años treinta, cuando cortejaba a Eugenia, aunque el viaje por las carreteras sin hacer de aquella época duraba unas horas más.
Éste fue el núcleo y la base de la España nacionalista, que apoyó desde el principio el levantamiento de Franco contra la Segunda República y que luego sería el granero del Movimiento Nacional franquista. Todavía hoy, cinco años después de haberse restaurado la democracia, Bernal creía que la región no había cambiado en absoluto y que se limitaba a esperar pacientemente que llegara una vez más su momento.
Bernal golpeó el viejo portón de mediados del siglo dieciséis de la casa de campo de Eugenia, de una sola planta. No hubo respuesta. Lo empujó y comprobó que no estaba atrancado. En la sala de estar de suelo de piedra y techo muy alto, que aún tenía las alcobas originales con cortinas a cada lado del hogar, vio que en éste se hacía un guiso a fuego lento en una gran perola de hierro; pero no se veía a nadie.
– ¿Geñita? -llamó-. ¿Qué haces?
Se fijó en un montón de pañales recién planchados que había sobre la mesa de roble y supuso que ya había llegado su hijo Santiago con la familia para las fiestas del pueblo y el encierro. Vio la puerta de la despensa abierta de par en par y se acercó a echar una ojeada. Le sorprendió encontrarla convertida en un cuarto de baño moderno con los sanitarios de porcelana verde y azulejos decorados. Así que Eugenia cedía hasta este punto. Abrió los grifos del lavabo. Se agachó para ver las tuberías y descubrió que no estaban conectadas.