Señaló la ventana del cuarto de Ángel.
– Le conocí anoche.
– Buen tipo. Fumar yerba yo vendo.
– ¿De veras? No me extraña nada -dijo bien alto bajo la ventana abierta de Ángel, y se puso ahora a golpear con fuerza en el paño de cristal de la misma.
– No bueno llamar -dijo el marroquí-, no está.
– ¿No está?
– No, le veo marcharse pronto.
Elena se despidió del marroquí con expresión preocupada, cruzó el zaguán a toda prisa y salió a la calleja.
Cuando volvían de Málaga a Torremolinos, Bernal sugirió a Palencia hacer un alto en el Parador de Golf.
– Como el jefe provincial de la Guardia Civil ha pedido su colaboración en el caso de la muerte de su agente, Palencia, tal vez no le importe que echemos una ojeada al escenario del crimen.
Al poco de haber tomado la desviación de la nacional 340 hacia el aeropuerto de Rompedizo, el conductor de la policía frenó y torció a la izquierda, hacia una carretera estrecha y llena de curvas y baches que pasaba el campamento militar y la vía férrea antes de llegar a un camino particular bordeado de macizos de adelfas rosas, rojas y blancas, pelargonios yedrados y caléndulas color naranja chillón. El coche se detuvo ante la moderna fachada del parador nacional, donde vieron aparcados dos coches de la Guardia Civil.
El interior del hotel estaba fresco, en marcado contraste con el calor pegajoso del litoral, donde el terral empezaba a levantar el polvo.
– Pediré los aperitivos en el bar mientras usted va a ver al oficial al mando, Palencia. ¿Qué tomará usted?
– Sólo un bíter Kas sin alcohol, por favor, comisario; más vale que me mantenga despejado.
Bernal pidió a la amable y joven camarera la roja bebida herbácea y una caña doble para él. Fijándose en su severo vestido negro con delantal blanco escarolado, recordó que las jóvenes que trabajaban en los albergues de camino y paradores en la época de Franco procedían en buena parte de buenas familias que cumplían su servicio social obligatorio en tan respetables establecimientos. Observó que aún existía una cierta hauteur en el servicio, como si se hiciera un favor a los clientes.
Bernal llevó las bebidas a una mesa junto a la ventana desde donde se veían la piscina y la zona del último hoyo de la pista de golf, al fondo. El mar enmarcaba en un débil resplandor grisáceo la escena, produciendo la inclinación de la luz la impresión de que el horizonte quedaba más alto que el lugar en que él se hallaba y de que las olas engullirían el hotel en cualquier momento.
Se dejó caer pesadamente en un gran butacón de cuero castaño y cerró los ojos. ¿No le estaría superando todo aquello?, se preguntó. ¿No debería pedir que le transfirieran anticipadamente a la lista de reserva y tomarse las cosas con más calma? Pero quedaban aún tantas cosas por hacer… Sería necesario todavía otro cambio de Gobierno antes de que fuera nombrado un ministro con la determinación suficiente para llevar a cabo una reforma a fondo de las diversas fuerzas policiales y para dotarlas del profesionalismo adecuado. Él había pensado seguir en activo el tiempo suficiente para ver rotos los viejos lazos de la policía con el Ejército, eliminada la arraigada interferencia política de los grupos extremistas y, sobre todo, erradicados los contactos corruptos con los delincuentes comunes.
Había procurado mantener siempre su Grupo de Homicidios en bases tan profesionales como las de cualquier otro país europeo, y tenía la esperanza de que su protegido Zurdo, recientemente ascendido a jefe de grupo, continuaría la tradición. Pero las viejas luchas entre los profesionalistas y los militaristas no habían cesado con la vuelta a la democracia. Quizá debiera seguir mientras pudiera, para impedir que los buitres ocuparan los puestos de poder en la Policía Nacional.
Volvió el inspector Palencia y alzó el vaso.
– Salud, comisario.
Bernal correspondió al brindis.
– ¿Qué han averiguado?
– Nada importante. El capitán de la Guardia Civil va a venir a hablar con usted. El encargado de la pista aún está despotricando por los bultos que han dejado en su césped alrededor de la bandera señalizadora.
– ¿Qué bultos?
– Los intrusos, que al parecer mataron al guardia del mismo modo que mataron a mi agente en Torremolinos, destrozaron el césped alrededor del agujero dieciocho y dejaron bultos.
Bernal se mostró alarmadísimo.
– ¿Han pedido un detector de metales?
– No, no lo creo. Dan por sentado que el guardia les sorprendió antes de que pudieran colocar nada.
– Exactamente igual que su agente en Torremolinos, pero este asunto parece mucho más siniestro. El cordón que pusieron anoche no detuvo a los intrusos cuando escaparon, ¿verdad? Así que a lo mejor están todavía aquí. ¡Vamos! ¡Más vale darse prisa!
Pese a su cuerpo encorvado y barrigudo, que nunca sometía a ejercicio innecesario, sus colegas habían comprobado muchas veces, para su pesar, que Bernal era capaz de correr con gran rapidez y agilidad. Pasó corriendo ahora junto a los huéspedes que descansaban en la rala hierba alrededor de la piscina rectangular y gritó:
– ¡Vayan dentro todos ustedes! ¡Pónganse a cubierto, de prisa! ¡Hay una amenaza de bomba!
Palencia intentó seguirle corriendo cuanto podía y en la verja que divide los jardines del parador de la pista de golf tropezaron con el capitán de la Guardia Civil.
– ¿Han echado ustedes a todo el mundo de la pista? -preguntó Bernal, enseñándole la placa de comisario.
– No, parece que ya no hay ningún peligro.
– ¡Será una bomba, hombre! ¡Que salga todo el mundo de ahí!
En aquel instante, dos jugadores de golf a la altura del terreno del hoyo dieciocho gritaron «¡Ojo!» al grupo de hombres que había al borde de la pista del fondo, y el primero de ellos lanzó un tiro magnífico, recto y alto.
– ¡Cruza los dedos! -gritó el jugador-. Voy a hacer hoyo.
Mientras ambos miraban conteniendo la respiración, la pelota llegó barriendo hacia el centro de la zona del hoyo dieciocho; y justo entonces se produjo un gran estruendo, seguido de explosión ensordecedora. Bernal, seguido de cerca por Palencia, había llegado casi al césped que rodeaba el hoyo, cuando éste se abrió como una plancha de hielo partida por un monstruo submarino que emergiera a la superficie, y toneladas de tierra, piedras y cascajos se alzaron en una oscura masa que empezó a desparramarse y a caer sobre un área considerable.
Palencia, al que la explosión había lanzado de bruces, se incorporó y miró a su alrededor buscando al comisario; no le veía por ninguna parte. Santo cielo, ¿le habría tocado directamente la bomba? Sin fijarse en su propia ropa rasgada y llena de barro, se volvió y vio al capitán de la Guardia Civil, que sangraba por un labio.
– ¿Dónde está el comisario Bernal?
Registraron el césped devastado y vieron dos cuerpos que yacían inmóviles al borde de la calle. Corrieron hacia allí y el capitán gritó:
– Son mis hombres. Pida una ambulancia por radio.
Todavía aturdido, Palencia rodeó los grandes montones de césped destrozado, arena y piedras, sin ver ningún resto humano, volviendo luego junto al capitán que prestaba a sus hombres heridos los primeros auxilios. El inspector Palencia estaba preocupadísimo. ¿No habría llegado Bernal bastante cerca del agujero para haber saltado por los aires? Se alejó del gran cráter hacia la orilla del mar, donde las cigarras habían reanudado su canto chillón, ensordecedor casi, y los alacranes negros se escabullían subrepticiamente.
Desde allí comprobó Palencia que los huéspedes que estaban antes alrededor de la piscina habían conseguido ponerse rápidamente a salvo en el interior del parador, que parecía intacto. Un pequeño grupo de veraneantes y dos pescadores que portaban remos, corrían desde la playa al escenario del siniestro.