No lejos de donde estaba Palencia, uno de los pescadores gritó a su compañero:
– ¡Vamos! Hay un cuerpo en esa zanja.
Palencia creyó que se le había parado el corazón; y luego lo sintió latir enloquecido. Echó a correr hacia el lugar que había señalado el pescador.
Olvidando el hambre y la sed, la inspectora Elena Fernández bajó a toda prisa el serpeante camino de la Cuesta del Tajo y torció a la izquierda, hacia la calle lateral a la que daba el garaje del Hotel Paraíso. Pasó un gran edificio entablado y entró por la puerta posterior del hotel, donde un ascensor llevaba a los huéspedes desde el aparcamiento al vestíbulo del entresuelo, donde estaban situadas casi todas las habitaciones públicas, e irrumpió en la oficina de Navarro.
– Paco -jadeó-, Ángel ha desaparecido.
Navarro sonrió entre dientes.
– Sabes, no ha desaparecido. Está intentando encontrar urgentemente al jefe.
Ella suspiró y se dejó caer en una silla.
– ¿Puedo pedir que me suban un poco de café?
– Adelante. Nosotros ya lo hemos tomado. Ángel vino hace una hora a decir que vuestro amigo irlandés Jimmy -consultó una ficha-, en realidad su nombre completo es James Aloysius Collins y es de Cork… no aparece, y que puede ser el último joven desaparecido. Ángel registró esta mañana su cuarto y encontró su pasaporte y sus cheques de viaje intactos, así que no puede haberse ido por sus propios medios. Hemos hecho copias de la fotografía del pasaporte que se han dado a los hombres de Palencia y a Lista y Miranda. Antes de dar un aviso general necesitamos el visto bueno del jefe.
Elena miró el reloj. Pasaba ya del mediodía.
– ¿Por qué diablos no me despertó Ángel?
– Dijo que creía que necesitabas un buen descanso reparador después de la juerga nocturna en clubes y discotecas -el teléfono sonó perentoriamente y Navarro se apresuró a contestar-. ¿Inspector Palencia? Sí. ¡Santo cielo! ¿Dónde? ¿Es grave? ¿Adónde le han llevado?
Escuchó la entrecortada respuesta y se volvió completamente pálido a Elena:
– Sí. Enviaré a alguien en seguida.
– ¿Qué ha pasado? -inquirió Elena nerviosa.
– Se trata del jefe. Ha explotado un artefacto en el Parador. Van a llevarle de inmediato al puesto de primeros auxilios del aeropuerto.
Esperando que nadie le hubiera visto entrar en la comisaría de la plaza de Andalucía, Ángel Gallardo entregó la fotografía del irlandés al sargento de Palencia para que la distribuyera a todas las unidades y desapareció por la calleja lateral hacia la carretera general y la plaza de la Costa del Sol. Allí vio pasar a toda velocidad dos ambulancias y un coche de bomberos en dirección a Málaga y se preguntó qué pasaría. Decidió recorrer el mismo camino que habían hecho de madrugada desde la moderna discoteca hasta la calle de San Miguel, hasta el punto en el que Jimmy se había separado de ellos. Al llegar a aquel punto, Ángel torció hacia La Nogalera, cuyas terrazas estaban llenas de gente que tomaba el aperitivo. Había mucha más gente que otros días, observó Ángel, seguramente por el cierre temporal de las playas. Recorrió con la vista los árboles y el césped del centro de la concurrida plaza, donde los jóvenes extranjeros charlaban y tomaban el sol. No pasó por alto el ocasional pase furtivo de drogas entre aquella multitud internacional y supuso que aquello era lo que Jimmy había estado buscando por allí desde las primeras horas de la madrugada. ¿Pero dónde se había ido después? La plaza tenía callejas que desembocaban en todas las direcciones; era inútil intentar determinar por dónde se habría ido Jimmy o con quién. Se detuvo a contemplar el animado panorama, y poco a poco fue tomando forma en su mente una idea. ¡Eso era! ¡Una encerrona! Se lo explicaría al jefe en cuanto le encontrara. Tenía que buscar a Elena y hablar con ella de todo el plan.
Atajó por la moderna galería comercial, pasó los cafés, restaurantes, bares y discotecas hasta la calle de Casablanca. De allí tomó un atajo por el pasaje de San Miguel hasta el restaurante Windmill y las escaleras que iban al Bajondillo. En la Casa España vio a la camarera sacudiendo el colchón en el balcón de la habitación de Jimmy. Esto le pareció muy extraño, y, saltando el bulto semiinconsciente del San Bernardo Rémy, subió corriendo las escaleras. La puerta de la habitación del irlandés estaba abierta de par en par y la camarera fregaba diligentemente el suelo.
– ¿Dónde está Jimmy, el irlandés de esta habitación?
– Se marchó esta mañana.
– ¿Vino él a buscar sus cosas?
– No, eso es lo extraño. Un amigo suyo vino a recogerlas de su parte.
– ¿Vio usted a la persona que se las llevó?
– Sólo un momento, cuando se iba ya con el equipaje. Entonces fue cuando el jefe -hizo una mueca- me dijo que limpiara la habitación.
Deteniéndose sólo para aporrear con fuerza la habitación de Elena, Ángel volvió a bajar las escaleras de dos en dos.
– Esa amiga suya se fue hace una hora o así -le gritó la camarera.
– ¿No dijo adonde?
– A la gente como yo no le dice siquiera «qué tal» -dijo la camarera, dolida.
El obeso propietario estaba trabajando en sus cuentas en la habitación delantera, mientras su esposa servía café en la habitación posterior a la llorosa Paulette, que miró sentimental a Ángel, apoyó luego la cabeza en los brazos y reanudó sus sonoros sollozos.
– Lleva llorando toda la noche -dijo el encargado de la pensión-. Estamos los dos rendidos.
– ¿Vino Jimmy, el irlandés, personalmente a buscar sus cosas esta mañana o le avisó a usted de que iba a marcharse?
– No, pero telefoneó.
– ¿A qué hora?
– Hacia las diez cuarenta y cinco. Dijo que estaba en el aeropuerto intentando cambiar el billete para volver a Dublín de inmediato, porque su padre había caído enfermo. Y que pasaría a recoger sus cosas un amigo.
– ¿Y cómo reconocerían ustedes a su amigo?
– Me enseñaría el carné de estudiante de Jimmy, con su fotografía, y así lo hizo cuando llegó poco después de la llamada. ¿Por qué tantas preguntas?
Ángel no quería descubrirse todavía.
– Es que anoche Jimmy nos dejó muy preocupados; estaba «colocado» y se separó de nosotros cuando volvíamos.
– Oiga, no creerá que fue él quién atacó a Paulette y luego decidió desaparecer…
– ¿Es eso lo que dice ella?
– No, ella dice que fue un hombre moreno. Todavía está muy asustada. No quiere decimos lo que le hizo el intruso -el propietario dio a Ángel un codazo y le hizo un gesto lascivo.
– No creo que tuviera tiempo de hacerle nada, con los gritos que empezó a dar.
– Yo no estoy tan seguro. Mi mujer cree que le hizo algo…, algo verdaderamente desagradable. Gritó a más no poder, ¿eh? -abrió la boca en otro gesto lascivo-. Hoy está demasiado asustada hasta para mirar por la ventana.
– ¿Qué pinta tenía el amigo de Jimmy? ¿Era también extranjero? ¿Irlandés?
– No, creo que era un nativo de habla española, aunque no habló mucho. Tenía un acento regional, yo diría que de por aquí. Me parece que le he visto por ahí alguna que otra vez en los dos últimos meses.
– ¿Quiere decir que es de aquí, entonces? ¿Tal vez un empleado de alguna agencia de viajes?
– Pudiera ser, aunque dijo que era el amigo del irlandés. Curioso. Era un tipo extraño: muy alto y muy fornido y moreno. Y con una mirada bastante rara. ¿Por qué quiere saber todo esto?
– Me preocupa realmente que Jimmy haya podido caer en malas compañías… vendedores de drogas y gente así.
– No le pasará nada; seguro que a estas horas ya está en el avión.
Ángel cruzó la calle hasta el Red Lion y encontró el teléfono público libre.
– ¿Paco? Alguien que se ha hecho pasar por su amigo, se ha llevado todas las cosas de Collins de la pensión. ¿Quieres telefonear a Rompedizo y averiguar si el irlandés ha tomado un vuelo para Dublín o quizá para Londres o Manchester hoy?