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El anciano miró atentamente la placa de oficial de Bernal e hizo un signo de asentimiento a Miranda que le había interrogado antes.

– ¿Puede decirme cuándo llegó aquí este joven italiano? -le preguntó Bernal, mostrándole la fotografía policial.

– Como le dije ya al inspector, tomó la habitación el viernes veintitrés de julio; aquí está la ficha de registro firmada por él. Pagó seis noches por adelantado, y dijo que se iría el veintinueve para tomar el avión de vuelta a Milán. Pero se fue a los cuatro días.

– ¿Le dijo a usted por qué se marchaba cuando vino a recoger el equipaje?

– No me dijo nada ni se llevó el equipaje. Vino a buscarlo un individuo el día veintisiete por la mañana, pues ese mismo día volví a alquilar la habitación. El individuo traía el pasaporte de Croce y dijo que la madre de su amigo estaba gravemente enferma y que él estaba en el aeropuerto esperando el primer vuelo que pudiera tomar para regresar a casa.

– ¿Pero cómo podía estar usted seguro de que no se trataba de un ladrón que había robado el pasaporte a Croce?

– Verá, me enseñó una nota escrita por el chico, pero claro, estaba escrita en italiano, así que no pude entender lo que decía.

– ¿Comparó usted la firma de la nota con la de la ficha de registro?

– No, no se me ocurrió -admitió el individuo.

– ¿Y había visto usted alguna vez antes al individuo que dijo ser el amigo de Croce?

– No, pero era español, estoy seguro.

– ¿Estaría usted dispuesto a intentar hacer un retrato robot de él en nuestra oficina?

El individuo asintió.

– Estoy seguro de que podría reconocerle. Era alto y fornido y miraba muy fijamente.

– ¿Conserva usted la nota que le trajo?

– No sé qué fue de ella -miró atentamente el desordenado mostrador de recepción-. Creo que debió de llevársela.

Bernal miró a Miranda de manera significativa.

– Se cuida muy bien de no dejar pistas, ¿verdad?

Se volvió luego al propietario:

– ¿Querría acompañarnos ahora y tratar de reconstruir los rasgos del hombre que vino a recoger el equipaje?

– Un momento, llamaré a mi hija para que se quede en mi lugar.

Bernal aceptó finalmente regresar a Cabo Pino después de tomar una comida ligera en el hotel.

– Necesita darse una ducha y cambiarse de ropa, jefe -dijo Navarro-. Luego puede descansar hasta la operación especial de esta noche.

– De acuerdo, pero estaré de vuelta a las diez para repasar todos los detalles del plan elaborado.

Sólo cuando el conductor de la policía le dejó en el dúplex recordó Luis que Consuelo se había ido a pasar el día a Marbella con su cuñada y los niños, a los que él todavía no había visto, pues parecían vivir en un mundo y en una escala temporal completamente distintos a los suyos.

Al oscurecer, el forastero alto y fornido salió de su peculiar alojamiento y empezó a llenar dos bolsas de plástico con despojos de la nevera. Sus gatos tendrían pronto hambre (era la hora en que el sol se ponía y el viento cambiaba de dirección: ¡hora de comer!). Se habían puesto furiosísimos con él la otra noche cuando fue tan tarde, por circunstancias estúpidas fuera de su control, recordó, retorciendo los músculos faciales en una mueca siniestra. Bien, ya había solucionado aquel absurdo con una venganza. Con una venganza, ésa era la finalidad de todo aquello, infligir un castigo a las criaturas viciosas.

Miró por una rendija de la ventana entablada: era ya casi completamente de noche (aquella aterciopelada oscuridad se saturaba del calor residual del sol y de los olores de la zona alta del pueblo cuando la brisa marina cambiaba al atardecer de dirección). Salió con sus paquetes hediondos y en seguida sintió la caricia de la noche que le envolvía como una túnica oscura y cálida.

Despertó a Luis Bernal el beso depositado en su mejilla y se permitió relajarse aún más en su espléndido colchón.

– ¿Luchi? -susurró Consuelo-. ¿Qué te ha pasado en la cabeza? ¿Te caíste?

Se volvió hacia ella.

– Te lo contaré cuando tomemos una copa antes de cenar. ¿Lo pasasteis bien en Marbella?

Ella contempló en montón de ropa destrozada y polvorienta que había en el suelo junto a la ventana y la recogió críticamente.

– Anda, dime lo que pasó. ¿Fue un accidente de coche?

– No, cariño, sólo una pequeña explosión.

A las once de la noche, recuperadas las fuerzas, Bernal había repasado ya el detallado plan para rodear la plaza de La Nogalera a partir de las dos de la madrugada, hora a la que los bares empezarían a cerrar. A partir de la 1.30, cinco grupos de agentes de paisano al mando del inspector Palencia, Miranda, Lista, Elena Fernández y Navarro, tomarían posiciones. Bernal se colocaría en un punto de control central en la ventana más alta de una agencia de viajes desde la que se divisaba toda la plaza, manteniéndose desde allí en contacto permanente por radio, con todos los grupos, y con Ángel, que sería el cebo y que estaría en la zona de césped frente a las terrazas de los bares.

Primero, Elena y Ángel volverían a su pensión como si hubieran estado pasando el día fuera; luego saldrían a cenar y después entrarían en algunos bares y clubes antes de ir a la discoteca que tanto detestaba Elena (había jurado que el exagerado nivel decibélico que había tenido que soportar en aquella discoteca la noche anterior le había producido una lesión permanente en el oído). Esta noche tomaría la precaución de ponerse unos discretos tapones auriculares.

El punto de observación de Navarro, encima de un bar de la esquina de la calle de San Miguel y La Nogalera, no lejos de su oficina en el Hotel Paraíso, le permitiría ser el primero en avisar a las otras unidades de la vuelta de la discoteca de Ángel y Elena. Entonces montarían el número de la riña y Elena haría el mutis supuestamente enfadadísima. En cuanto llegara al final de San Miguel volvería discretamente, cruzando el moderno recinto comercial para tomar posición con su grupo en el restaurante de la primera planta que daba al lado oeste de La Nogalera.

Los otros tres grupos dominaban las otras tres salidas de la plaza, lo cual hacía imposible que Ángel se fuera de su posición en el centro de la plaza o que alguien se lo llevara de allí sin ser localizado de inmediato por una o más de las cinco unidades, que tenían instrucciones de seguirle a una distancia prudencial, a menos que Ángel pidiera ayuda por el transmisor.

Después de dar de comer a sus gatos en las azoteas del Bajondillo, el forastero alto y fornido pensó en los preparativos de su cena humana. Aquella noche quizá debiera hacer una cena ligera. Demasiadas proteínas producían una fuerza excesiva, casi incontrolable. Debía tener cuidado.

Antes de volver a saltar la verja, alzó la vista hacia el balcón de la Casa España; no había luz hoy. Aquella chica entrometida y su amante debían haber salido pronto. El forastero alto de mirada inquieta e inquietante salió con un gran salto al camino que llevaba hasta el mar. Todavía era demasiado pronto para aventurarse en la zona alta del pueblo.

Pese a todas las súplicas de Consuelo, Bernal no desistió de dirigir la operación de aquella noche. El conductor de la policía le recogió a las diez en punto en Cabo Pino y le llevó despacio por Fuengirola Y los pueblecitos de la costa. La carretera general de la costa estaba muy bien iluminada por los letreros de neón que anunciaban tablaos de flamenco, hamburgueserías, bares llamativos, discotecas deslumbrantes, salas de bingo y clubes nocturnos con actuaciones en directo. El aire de la noche era denso, con partículas de polvo y humos de tubos de escape; aunque había bajado el terral, había dejado la atmósfera desagradablemente agitada. El calor húmedo del día casi no había desaparecido y el comisario Bernal sudaba copiosamente bajo el cuello de su camisa limpia.